Eso, pensó, era por sí solo un pequeño milagro.
Puntualmente, a las tres de la tarde, concluía el ensayo del coro. Diana se levantaba del banco y echaba a andar despacio de regreso a casa. Sabía que la regularidad de sus salidas, la uniformidad del itinerario que seguía, el paso de hormiga al que avanzaba, todo ello la convertía en un objetivo evidente y moderadamente atractivo. Que ningún atracador ávido por arrebatarle sus escasos fondos o ningún yonqui desesperado por conseguir calmantes la hubiese descubierto ni asesinado aún la sorprendía un poco. Pensaba, con cierto asombro, que quizás ése fuera el segundo milagro que se producía durante sus excursiones semanales.
A veces se permitía el lujo de pensar que morir a manos de algún vagabundo de ojos vidriosos o de un adolescente drogadicto no sería tan terrible, y que lo verdaderamente terrorífico era seguir viva, pues su enfermedad la torturaba con un entusiasmo paciente que a ella le parecía diabólicamente cruel. Se preguntaba si experimentar unos momentos de espanto no sería preferible en cierto modo a los interminables horrores de su dolencia. La libertad casi estimulante que percibía en su actitud la impulsaba a seguir adelante, a continuar tomando la medicación y a luchar y batallar internamente contra la enfermedad durante cada instante de vigilia. Creía que esta combatividad derivaba del sentido del deber, de la obstinación y del deseo de no dejar solos a sus dos hijos, aunque ya eran adultos, en un mundo en el que nadie confiaba ya en nada.
Le habría gustado que al menos uno de ellos le hubiera dado un nieto.
Estaba convencida de que tener un nieto sería una auténtica gozada.
Sin embargo, era consciente de que eso no iba a pasar a corto plazo, así que, mientras tanto, se daba el capricho de fantasear sobre cómo serían sus futuros nietos. Inventaba nombres, imaginaba rostros y fabricaba recuerdos del porvenir con los que reemplazar los reales. Se representaba escenas de vacaciones, mañanas navideñas y obras escolares. Casi percibía la sensación de sujetar en brazos a un nieto y enjugarle las lágrimas causadas por un rasguño o desolladura, o la de la respiración constante y embriagadora del niño o niña mientras ella le leía en voz alta. Esto se le antojaba un mimo quizás excesivo por su parte, pero no perjudicial.
Y el nieto ficticio que ella no tenía le ayudaba a aliviar las preocupaciones por los hijos que sí tenía.
A menudo, el extraño alejamiento y la soledad que ambos habían abrazado le parecían a Diana tan dolorosos como su enfermedad. Pero ¿qué pastilla podían tomarse para reducir la distancia que habían puesto el uno respecto al otro?
En esa tarde concreta, mientras recorría los últimos cinco metros de su camino de entrada, pensando con inquietud en sus hijos, con las notas de Onward Christian Soldiers resonándole aún en los oídos, y los ejemplares de Por quién doblan las campanas y Grandes esperanzas bajo el brazo, advirtió que un nubarrón enorme y furioso estaba formándose al oeste. Unas nubes grandes y de color gris oscuro se habían aglomerado en una masa de energía intensa que se cernía siniestra en el cielo como una amenaza lejana. Ella se preguntó si el cúmulo se dirigiría hacia los Cayos, trayendo consigo relámpagos y cortinas de lluvia peligrosos y cegadores, y esperó que su hija llegara a casa sana y salva antes de que estallara la tormenta.
Susan Clayton salió de la oficina aquella tarde en una falange compuesta por otros empleados de la revista, bajo la mirada atenta y la protección de las armas automáticas de los guardias de seguridad. La escoltaron hasta su coche sin que se produjeran incidentes.
Por lo general, el trayecto desde el centro de Miami hasta los Cayos Altos le llevaba poco más de una hora, aunque circulara por los carriles de velocidad libre. El problema, por supuesto, era que casi todo el mundo quería utilizar esos carriles, lo que requería cierta sangre fría a ciento sesenta kilómetros por hora y a una distancia de un solo coche entre los vehículos. A su juicio, la hora punta se parecía más a una carrera de stock-cars que a un desplazamiento vespertino benigno; sólo faltaban unas gradas repletas de paletos deseosos de presenciar una colisión. En las autovías que partían del centro, no se habrían llevado muchas desilusiones.
Susan disfrutaba con ello, por la descarga de adrenalina que le provocaba, pero sobre todo porque ejercía un efecto purificador sobre su imaginación; sencillamente no había tiempo para concentrarse en otra cosa que no fuera la calzada y los coches que tenía delante y detrás. Le despejaba la cabeza de ensoñaciones diurnas, de preocupaciones relacionadas con el trabajo y de temores sobre la enfermedad de su madre. En las ocasiones en que no era capaz de abismarse exclusivamente en la conducción había desarrollado la disciplina mental necesaria para dejar el carril de alta velocidad e incorporarse al tráfico lento, donde el riesgo no era tan elevado y le permitía dejar vagar la mente.
Hoy era uno de esos días, lo que le resultaba frustrante.
Lanzó una mirada cargada de envidia a su izquierda, donde vehículos borrosos relucían bajo la luz residual de la zona comercial del centro. Pero, casi en ese momento, mientras la invadían los celos por la libertad ilimitada con que circulaban a su izquierda, cayó en la cuenta de que no dejaba de dar vueltas a las palabras del mensaje del corresponsal anónimo que aún no había descifrado. Previo Virginia cereal-r.
Estaba convencida de que el estilo del acertijo era el mismo que el del anterior, y más o menos el mismo que el de la respuesta que ella había ideado: un simple juego verbal en que cada palabra guardaba una relación lógica con alguna otra que constituiría la solución al enigma y desvelaría la respuesta del remitente.
El truco residía en desentrañar cada una; en preguntarse si eran independientes o estaban relacionadas entre sí; si había alguna cita oculta o alguna vuelta de tuerca añadida que oscurecería aún más el mensaje que el hombre intentaba transmitirle. Lo dudaba. Su corresponsal quería que ella llegase a entender lo que le había escrito. Sólo pretendía que fuera un acertijo ingenioso, razonablemente difícil y lo bastante críptico para incitarla a elaborar otra respuesta.
«Es manipulador», pensó.
Un hombre que quería tener el control.
¿Qué más? ¿Un hombre con una intención oculta?
Sin lugar a dudas.
¿Y qué intención era ésa?
No lo sabía con certeza, pero estaba segura de que sólo había dos motivaciones posibles: sexual o sentimental.
Un coche que iba delante dio un frenazo brusco y ella pisó el pedal con fuerza. Al instante notó que el pánico le subía por la garganta mientras el mecanismo de freno vibraba, y sin articular la palabra «choque», notó la picazón del calor que se apoderaba de ella. Oyó los neumáticos en derredor chirriar de dolor, y temía oír el ruido del metal al aplastarse contra el metal. Sin embargo, eso no ocurrió; se produjo un silencio momentáneo, y acto seguido el tráfico comenzó a avanzar de nuevo, cada vez más deprisa. Un helicóptero de policía pasó rugiendo por encima de sus cabezas; ella alcanzó a ver al artillero de la parte central, inclinado sobre el cañón de su arma, observando el flujo de vehículos. Susan imaginó que tendría una expresión de aburrimiento, tras el plexiglás ahumado de la visera de su casco.
«¿Qué es lo que sé?», se preguntó.
«Todavía muy poco», respondió.
«Pero el juego no consiste en eso -insistió-, sino en que yo lo descifre al final. Después de todo, no sería un rompecabezas si él no quisiera que lo resolviera. Lo único que quiere es controlar el ritmo.»
«Es peligroso», hubo de admitir.
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