John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– Sal de ahí, zorra. Tengo una sorpresa para ti.

Ella oyó el sonido de su bragueta al abrirse y cerrarse.

– Una gran sorpresa -añadió él con una risotada.

Ella cambió de opinión. Afianzó el dedo en torno al gatillo. «Lo mataré», pensó.

– De aquí no me muevo. Si no te marchas, gritaré -lo previno. Apuntaba con el arma a la puerta del retrete, justo delante de ella. Se preguntó si una bala podría atravesar el metal y conservar el impulso suficiente para herir al hombre. Era posible pero poco probable. Se armó de valor. «Cuando eche la puerta abajo de una patada, no dejes que el ruido ni la impresión afecten a tu puntería. Mantén el pulso firme, apunta bajo. Dispara tres veces: reserva algunas balas por si fallas. No falles.»

– Venga -la apremió el hombre-, vamos a pasarlo bien.

– Que me dejes en paz -repitió ella.

– Zorra -espetó una vez más el hombre, de nuevo en susurros.

La puerta del compartimento se combó ante la fuerte patada que le asestó el hombre.

– ¿Crees que estás a salvo? -preguntó él. Dio unos golpecitos a la puerta como un vendedor que visita una casa-. Esto no me va a detener.

Ella no contestó, y él llamó de nuevo. Se rio.

– Soplaré y soplaré, y tu casa derribaré, cerdita.

La puerta retumbó cuando le dio una segunda patada. Ella apuntó, con la vista fija en la mira. Le sorprendía que la puerta aguantase aún.

– ¿Tú qué crees, zorra? ¿A la tercera va la vencida?

Susan amartilló la pistola con el pulgar e irguió la espalda, lista para disparar. Sin embargo, la tercera patada no llegó de inmediato. En cambio, oyó que la puerta de los servicios se abría de pronto, también con violencia.

El hombre tardó unos segundos en reaccionar.

– Bueno, ¿y tú quién coño eres? -le oyó decir Susan.

No hubo respuesta.

En cambio, Susan percibió un gruñido grave seguido de un gorgoteo y una respiración rápida y entrecortada. Sonaron un golpe seco y un siseo, después un estrépito y un pataleo que recordaba a unos pasos frenéticos de claque y que cesó al cabo de unos segundos. Hubo un momento de silencio, y luego ella oyó un silbido prolongado como el de un globo al que se le escapa el aire. No podía ver lo que ocurría ni estaba dispuesta a abandonar la pose de tiradora para agacharse y echar un vistazo por debajo de la puerta.

Oyó unos jadeos breves de esfuerzo. Del grifo de uno de los lavabos salió un chorro de agua que se interrumpió con un rechinido. A continuación, unas pisadas y el sonido pausado de la puerta al abrirse y cerrarse.

Susan siguió esperando, sujetando la pistola ante sí, intentando imaginar qué había sucedido.

Cuando el peso del arma amenazaba con doblegarle los brazos, Susan exhaló y notó el sudor que le empapaba la frente y la sensación pegajosa del miedo en las axilas. «No puedes quedarte aquí para siempre», se dijo.

No tenía idea de si habían transcurrido segundos o minutos, un rato largo o corto, desde que la persona había entrado y salido de los servicios. Lo único que sabía es que el silencio había invadido la habitación y que, aparte de su propio resuello, no se oía nada más. La adrenalina comenzó a palpitarle en la cabeza de forma abrumadora mientras bajaba la pistola y alargaba la mano hacia el cerrojo de la puerta del retrete.

Lo descorrió despacio y entreabrió la puerta con sumo cuidado.

Lo primero que vio fueron los pies del hombre. Apuntaban hacia arriba, como si estuviera sentado en el suelo. Llevaba unos zapatos caros de piel marrón, y ella se preguntó por qué no había reparado antes en ello.

Susan salió del compartimento y se volvió hacia el hombre.

Se mordió el labio con fuerza para ahogar el grito que pugnaba por salir de su garganta.

Estaba desplomado, en posición sedente, apretujado en el espacio reducido que había bajo los lavamanos gemelos. Sus ojos abiertos la miraban con una especie de asombro escéptico. Tenía la boca abierta de par en par.

Le habían cortado la garganta, que presentaba un tajo ancho, de color rojo negruzco, una especie de sonrisa secundaria y particularmente irónica.

La sangre le había manchado la pechera de la camisa blanca y formado un charco en torno a él. Tenía la bragueta abierta y los genitales al aire.

Susan retrocedió para apartarse del cuerpo, tambaleándose.

La conmoción, el miedo y el pánico le recorrieron el cuerpo como descargas eléctricas. No sólo le costó aclarar en su mente lo que había ocurrido, sino también lo que debía hacer a continuación. Por unos momentos se quedó mirando la automática que aún empuñaba en la mano, como si no recordase si la había utilizado, si de alguna manera le había pegado un tiro al hombre que ahora yacía con la mirada perdida, sorprendido por la muerte. Susan guardó el arma en el bolso mientras las arcadas le convulsionaban el cuerpo. Tragó aire y combatió las ganas de vomitar.

No cobró conciencia de que había reculado, casi como si hubiera recibido un puñetazo, hasta que sintió la pared a su espalda. Tomó la determinación de mirar el cadáver y, para su sorpresa, descubrió que ya lo estaba mirando, y que no había sido capaz de despegar la vista de él. Intentando recobrar la calma, se propuso intentar averiguar los detalles, y de pronto se le ocurrió que su hermano sabría exactamente qué hacer. Sabría reconstruir con precisión lo sucedido, el cómo y el porqué, además de examinar este asesinato en concreto a la luz de las estadísticas pertinentes para valorarlo en un contexto social más amplio. Sin embargo, estas reflexiones sólo sirvieron para marearla aún más. Apoyó la espalda contra la pared con todo su peso, como si quisiera atravesarla para poder marcharse sin tener que pasar por encima del cadáver.

Lo observó con atención. La billetera del hombre estaba abierta, a su costado, y le dio la impresión de que se la habían registrado. «¿Un atraco?», se preguntó. Sin pensar, alargó el brazo hacia ella, luego la retiró, como si hubiera estado a punto de coger una serpiente. Decidió que lo más conveniente era no tocar nada.

– No has estado aquí -musitó para sí. Respiró hondo y añadió-: Nunca has estado aquí.

Intentó poner en orden sus pensamientos, pero se le agolpaban en la cabeza, llevándola al borde del pánico. Empeñada en recuperar el control, logró que el ritmo de su corazón volviese a algo parecido a la normalidad al cabo de unos segundos. «No eres una niña -se recordó-. Ya has visto la muerte antes.» Sin embargo, sabía que esa muerte era la que había presenciado más de cerca.

– ¡El retrete! -exclamó.

No había tirado de la cadena. ADN. Huellas digitales. Entró de nuevo en el compartimento, cogió un trozo de papel higiénico y limpió con él el cerrojo. Luego, accionó la palanca de la cisterna. Mientras la taza borbotaba, volvió a salir y echó una ojeada al cuerpo. La frialdad se apoderó de ella.

– Te lo merecías -dijo. No estaba del todo segura de creerlo de verdad, pero le pareció un epitafio tan adecuado como cualquier otro-. ¿Qué tenías pensado hacer con eso?

Susan se obligó a mirar una vez más la herida en el cuello del hombre.

¿Qué había pasado? Le habían seccionado la yugular con una navaja, supuso, o con un cuchillo de caza. Seguramente había pasado por unos momentos de pánico al comprender que iba a morir, y luego se había desplomado como un fardo.

Pero ¿por qué? ¿Y quién?

Estas preguntas le aceleraron el pulso de nuevo.

Moviéndose con cautela, como si temiera despertar a una fiera dormida, abrió la puerta de los servicios y salió al pasillo. En el suelo vio una huella de zapato solitaria e incompleta, estampada en sangre. Pasó por encima sin pisarla y, mientras la puerta se cerraba a su espalda, se aseguró de no estar dejando tras de sí un rastro parecido. Sus zapatos estaban limpios.

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