John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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Notó que un estremecimiento recorría todo el sedal y el cuerpo de la caña, y a lo lejos divisó de nuevo al pez plateado, que saltaba rodeado de un manto de agua blanca. Luego, curiosamente, percibió cierta laxitud, y la caña, que estaba curvada en una C trémula, se enderezó de golpe. Susan profirió un grito ahogado.

– ¡Maldita sea! -exclamó-. ¡Se ha ido!

Entonces, casi en el mismo segundo, se dio cuenta: no.

Y se alarmó: «Viene hacia mí a todo trapo.»

La mano izquierda que tenía sobre el carrete estaba rígida a causa de los calambres. La golpeó tres veces contra su muslo, intentando doblarla, y acto seguido se puso a recoger frenéticamente el sedal. Enrolló cincuenta metros, cien. Alzó la cabeza y, al ver al pez acercarse con rapidez, continuó dando vueltas a la bobina desesperadamente.

El animal se encontraba a unos setenta y cinco metros cuando vislumbró por fin una segunda figura que lo perseguía. En ese instante entendió por qué el pez había emprendido esa carrera de vuelta hacia la lancha. Notó una terrible sensación de quietud en su interior mientras medía a ojo aquella enorme mancha oscura en el agua, el doble de grande que su tarpón. Era como si alguien hubiese arrojado tinta negra sobre el paisaje perfecto de algún viejo maestro de la pintura.

El tarpón, presa del pánico, se elevó de nuevo en el aire y se recortó contra el cielo, quizás a dos metros por encima del azul ideal del agua.

Ella dejó de devanar el sedal y se quedó mirando, paralizada.

La figura ganaba terreno inexorablemente, de modo que durante un segundo el plateado prístino del pez pareció fundirse con el negror del pez martillo. Se produjo otra explosión en la superficie, otra masa de agua se elevó en el aire, seguida de una espuma blanca, según alcanzó a ver ella, teñida de rojo.

Bajó la caña, y el hilo quedó colgando del extremo.

El agua continuaba hirviendo, como una cacerola puesta al fuego. Después, casi con la misma celeridad, se apaciguó, como una balsa de aceite sobre la superficie. Se colocó la mano en la frente a modo de visera, pero apenas logró entrever la figura negra, que volvía a las profundidades, difuminándose hasta desaparecer como un pensamiento perverso en medio de un jolgorio. Susan se quedó de pie sobre la proa, respirando agitadamente. Tenía la sensación de haber presenciado un asesinato.

Luego, despacio, acometió la tarea de recoger el sedal. Notaba un peso en el otro extremo, que arrastraba por el agua, y sabía con qué se iba a encontrar. El pez martillo le había cercenado el cuerpo al tarpón unos treinta centímetros por debajo de la cabeza, que seguía enganchada al anzuelo. Izó el macabro trofeo. Se agachó sobre el costado de la embarcación con la intención de desprender el anzuelo, aún clavado en la resistente mandíbula del pez muerto. Sin embargo, no soportaba la idea de tocarlo. En cambio, retrocedió hasta el tablero de mandos y encontró un cuchillo de pesca, con el que cortó la parte más fina del hilo. Por un instante, vio la cabeza y el torso del tarpón descender hacia el fondo hasta perderse de vista.

– Lo siento, pez -dijo en alto-. De no haber sido por mi ambición, seguirías vivo. No tenía derecho a atraparte ni a agotarte. Para empezar, ni siquiera tenía derecho a luchar contigo. ¿Por qué simplemente no has escupido el maldito anzuelo, como te convenía, o roto el sedal? Eras lo bastante fuerte. ¿Por qué no has hecho lo que sabías que debías, en vez de convertirte en una presa? Yo te he ayudado, y lamento sinceramente, pez, haber ocasionado que te devorasen. Ha sido culpa mía; tú no lo merecías.

«No tengo suerte -pensó-. Nunca la he tenido.»

De prono Susan tuvo miedo, y con un gemido ahuyentó la visión de su madre medio devorada también. Sacudió la cabeza con fuerza y respiró hondo. Súbitamente avergonzada por su desnudez, se irguió y escrutó el horizonte desierto, temerosa de que hubiese alguien allá, a lo lejos, observándola a través de prismáticos de gran aumento. Se dijo que eso era absurdo, que el sol, el cansancio y el desenlace de la batalla habían conspirado para alterarla. Aun así, se agachó sobre cubierta para recoger el mono que había lanzado a un rincón de una patada y se lo llevó al pecho, mientras paseaba la mirada por la inmensidad del mar. «Siempre hay tiburones -pensó- ahí fuera, donde no puedes verlos, y se sienten inevitablemente atraídos por las señales de lucha desesperada. Perciben cuándo un pez está herido y exhausto, sin fuerzas para eludirlos o combatirlos. Es entonces cuando emergen de las oscuras profundidades y atacan. Cuando están seguros del éxito.»

La cabeza le daba vueltas a causa del calor. Notó que el sol le quemaba la piel de los hombros, así que se vistió a toda prisa con el mono y se lo abrochó hasta el cuello. Guardó rápidamente su equipo y luego puso rumbo hacia casa, aliviada al oír que el motor cobraba vida a su espalda.

Hacía menos de una semana que había enviado su acertijo especial para que lo publicaran en la parte inferior de su columna semanal en la revista. No esperaba recibir noticias de su destinatario anónimo tan pronto. Había pensado que respondería al cabo de unas dos semanas. O quizá de un mes. O tal vez nunca.

Pero se equivocaba respecto a eso.

En un principio no vio el sobre.

En cambio, cuando llegó andando al camino de acceso a su casa, la invadió una sensación de tranquilidad que la hizo pararse en seco. Supuso que la calma era una consecuencia de la luz crepuscular que empezaba a desvanecerse en el patio, y acto seguido se preguntó si algo no marchaba bien. Negó con la cabeza y se dijo que seguía alterada por el ataque del tiburón contra su pez.

Para asegurarse, dejó que sus ojos recorriesen el sendero que conducía al edificio de una planta, de bloques de hormigón ligero. Era una casa típica de los Cayos, no muy agradable a la vista, sin nada de especial salvo sus ocupantes. Carecía de todo encanto o estilo; estaba construida con los materiales más funcionales y un diseño anodino, de molde para galletas; un inmueble cuyo objetivo era servir de vivienda a personas de aspiraciones limitadas y recursos modestos. Unas pocas palmeras desaliñadas se balanceaban en un lado del patio, que el fuego había dejado recubierto de tierra, aunque había algunas zonas de hierba y maleza pertinaces, y que nunca, ni siquiera cuando ella era niña, había sido un lugar que invitase a jugar. Su coche estaba donde lo había dejado, en la pequeña sombra circular que ofrecían las palmeras. La casa, otrora rosa, un color entusiasta, había adquirido, por el efecto blanqueador del sol, un tono coralino apagado y descorazonador. Oyó el aparato de aire acondicionado bregar con fuerza para combatir el calor, y dedujo que el técnico había venido por fin a arreglarlo. «Al menos ya no será el maldito calor el que mate a mamá», pensó.

Repitió para sus adentros que no ocurría nada fuera de lo normal, que todo estaba en su sitio, que ese día no se diferenciaba en nada de los mil días que lo precedían, y continuó caminando, no muy convencida de esto. En aquel falso momento de alivio, reparó en el sobre apoyado en la puerta principal.

Susan se detuvo, como si hubiera visto una serpiente, y se estremeció con una oleada de miedo.

Inspiró profundamente.

– Maldición -dijo.

Se acercó a la carta con cautela, como si temiese que explotara o encerrase el germen de una enfermedad peligrosa. A continuación, se agachó despacio y la recogió. Rasgó el sobre y extrajo rápidamente la única hoja de papel que contenía.

Muy astuta, Mata Hari, pero no lo suficiente. Tuve que pensar bastante para descifrar lo de «Rock Tom». Probé una serie de cosas, como ya se imaginará. Pero luego, bueno, uno nunca sabe de dónde le viene la inspiración, ¿verdad? Se me ocurrió que tal vez se refiriese usted al cuarteto británico de rock entre cuyos éxitos de hace tantas décadas estaba la «ópera» Tommy. Así pues, si hablaba de The Who, y who significa quién en inglés, ¿qué decía el resto del mensaje? Bueno, «setenta y uno» podría ser un año. ¿ «Segunda Cancha Cinco»? Eso no me costó mucho ponerlo en claro cuando vi el nombre de la pista número cinco de la segunda cara del disco que sacaron en 1971. Y, oh, sorpresa, ¿con qué me encontré? Who Are You?, es decir «¿quién eres?».

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