John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– ¿Cuánto tiempo más durará? -preguntó Susan.

El agente se encogió de hombros.

– Esa hoguera parece recién encendida. Y no veo que el equipo haya llegado todavía. Estarán esperándolos. Y también al entrenador. Y probablemente el alcalde y los concejales del ayuntamiento y Dios sabe quién más tendrán que coger un megáfono y decir algunas palabras. Me da la impresión de que la fiesta acaba de empezar. -El agente bajó la ventanilla y le gritó a una pequeña panda de chicas-. ¡Eh, señoritas! ¿Cómo ha quedado el marcador?

Las chicas se dieron la vuelta y miraron al agente como si acabara de llegar de Marte.

– Veinticuatro a veintidós -contestó una de ellas-. No he dudado ni por un momento. -Todas se rieron.

El agente sonrió.

– ¿Quiénes son los siguientes?

– ¿Las siguientes víctimas? -chillaron las chicas a la vez-. ¡Nueva Washington!

El agente volvió a subir la ventanilla.

– ¿Lo ven? -dijo-. Algunas cosas nunca cambian. El fútbol americano juvenil, por ejemplo.

Jeffrey contempló a la multitud y pensó que era una suerte. Si alguien los seguía, le resultaría sumamente difícil no perderlos entre tanta gente.

El agente viró para salir de la calle principal y pasó por debajo de una pancarta que decía: MANIFESTACIÓN EN LA PLAZA POR LA CATEGORÍA DE ESTADO, 24 DE NOV.

Jeffrey se volvió en su asiento para mirar la calle que dejaban atrás y asegurarse de que nadie los siguiera. Las luces y el ruido empezaron a difuminarse a sus espaldas. Pasaron junto a grupos de personas que se dirigían a toda prisa al centro de la ciudad, luego salieron de Sierra y se adentraron rápidamente en la oscuridad de una carretera angosta. Los árboles llegaban hasta el borde mismo del asfalto, y sus troncos negros parecían bloquear los haces de los faros. En cuestión de minutos, el mundo que los rodeaba parecía haberse vuelto más cercano, estrecho, enmarañado y nudoso. Pasaron junto a varios caminos particulares de casas cuyas luces apenas resultaban visibles en lo más profundo del mundo boscoso en el que se estaban internando. Entonces Jeffrey rompió el silencio.

– Pare el coche. Ahora.

El agente obedeció. Los neumáticos hicieron crujir la grava en el margen de la carretera.

Jeffrey tenía la pistola en la mano.

– Todos abajo -dijo.

El agente vaciló, luego posó la vista en el arma. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se apeó.

Jeffrey hizo lo mismo. Respiró hondo, echó un vistazo a la calzada como para intentar ver más allá del límite de los faros y se volvió hacia atrás.

– Muy bien -dijo-. Gracias por su ayuda. Siento ser tan poco cortés. Dígame ahora mismo: ¿cómo nos están siguiendo la pista?

El agente se encogió de hombros.

– Se supone que debo dar cuenta de su paradero a una unidad especial. Las veinticuatro horas del día.

– ¿Qué clase de unidad?

– Especialistas en limpieza. Como Bob Martin. Jeffrey asintió.

– ¿Y si no reciben noticias suyas?

– Se supone que eso no debe ocurrir.

– De acuerdo. Entonces ha llegado el momento de que haga usted esa llamada.

– ¿Aquí, donde Cristo perdió el gorro? -soltó el agente-. No lo pillo.

– No. -Jeffrey sacudió la cabeza-. Aquí no. ¿Está en condiciones de correr?

– ¿Qué?

– ¿Está en buena forma? ¿Puede correr?

– Sí -respondió el hombre-. Puedo correr.

– Bien. La ciudad no queda a más de siete u ocho kilómetros de aquí. No debería tardar más de media hora o quizá cuarenta y cinco minutos, con esos zapatos que lleva. Una hora, tal vez, porque llevará consigo esto… -Le entregó al agente el maletín.

El hombre continuó mirando a Jeffrey, con más frustración que rabia.

– En teoría no debo separarme de ustedes -se lamentó-. Esas son mis órdenes. Me va a caer una buena.

– Dígales que yo le obligué. De hecho, es la verdad. -Jeffrey hizo un gesto con la pistola-. Además, estarán demasiado ocupados para echarle la bronca.

– ¿Qué se supone que debo hacer con esto? -El agente agitó el maletín.

– No perderlo -dijo Jeffrey. Sonrió brevemente y prosiguió-: Esto es lo que hará cuando llegue a la ciudad. Da igual que se haya quedado sin aliento o que le hayan salido ampollas en los pies: vaya directamente a la subcomisaría local del Servicio de Seguridad. No se distraiga con la hoguera ni las celebraciones. Camine sin detenerse hasta la subcomisaría. Cuando llegue, llame a su unidad de asesinos. Luego, telefonee al director. No se ponga en contacto con su supervisor, ni con el comandante de guardia, no llame a su mujer ni a nadie más. Llame al director del Servicio de Seguridad. Da igual dónde esté o lo que esté haciendo; accederá a hablar con usted. Créame. Si lo hace, salvará su empleo. Porque durante los próximos minutos, usted se convertirá en la única persona en el mundo con quien él querrá hablar. ¿Lo entiende? Bien, cuando lo tenga al otro lado de la línea (a él y a nadie más, ni secretarias, ni ayudantes, nadie), cuéntele exactamente lo que ha sucedido esta noche. Y dígale al director que yo le he dado un maletín que contiene información sobre la identidad del hombre que me pidió que encontrara, así como su dirección y algunos detalles sobre su familia. Seguramente querrá saber adónde hemos ido, y usted le dirá que la dirección está en esos dossieres, pero que nos hemos adelantado porque en este punto su problema y el nuestro divergen. ¿Se acordará de decírselo, exactamente en estos términos?

Incluso a un costado del coche, a la luz indirecta de los faros, que alumbraban en otra dirección, Jeffrey advirtió que el agente había abierto mucho los ojos.

– ¿«Divergir», dice? Esto es importante, ¿verdad? Debe de tener que ver con el motivo por el que usted está aquí, ¿no?

– Sí a ambas preguntas. Y tal vez para cuando llegue el final de la noche, todos hayamos encontrado respuestas -dijo Jeffrey. Escrutó la oscuridad que los envolvía-. Pero también es posible que las respuestas nos encuentren a nosotros.

Apuntó con el cañón de la pistola a la carretera, en dirección a la ciudad. El agente dudó por unos instantes, Jeffrey señaló de nuevo y entonces el hombre arrancó a correr despacio, sujetando el maletín contra su pecho.

Susan, que había bajado del coche, se encontraba de pie junto a la puerta abierta.

– Vaya, vaya, vaya. -Y se agachó para volver a subir.

La entrada a Buena Vista Drive estaba apenas un kilómetro más adelante. Según el mapa, sólo había tres casas muy espaciadas en la calle sin salida. La que ellos buscaban era la última de las tres, la más aislada. Jeffrey habría preferido sobrevolar el lugar en una avioneta o un helicóptero, pero había resultado imposible. En cambio, había tenido que estudiar los mapas topográficos del Servicio de Seguridad, que suponía que eran sólo tan precisos como el propietario y el contratista habían querido. En este caso concreto, tenía claro que probablemente no serían demasiado precisos. Le preocupaba el acercamiento, por los sensores ocultos de la alarma y, especialmente, por el pabellón separado que no aparecía en ningún mapa ni plano pero del que le había hablado el contratista. Se había devanado los sesos intentando imaginar la función de esa estructura, pero no había sacado nada en limpio. Sabía que era de importancia capital para su padre, pero no logró deducir exactamente por qué.

Esto le molestaba inmensamente.

Jeffrey detuvo el vehículo del Servicio de Seguridad a un lado de la carretera y apagó los faros justo fuera del camino de acceso de un solo carril al número 135. La única señal de que había una casa oculta en el corazón del oscuro bosque era un pequeño número en una placa de madera colocada junto a la calle sin salida. No había valla ni cercado, sólo un solitario camino particular que desaparecía entre los árboles.

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