John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– ¿Lo habrías reconocido?

– Sí. -Respiró hondo-. No. Tal vez. -Diana suspiró-. Supongo que la respuesta es: no lo sé. Espero que sí. Pero tal vez no.

– No parece gran cosa -comentó Susan con dureza.

– Nunca lo parecen -contestó Jeffrey-. Estaría bien que la cara de las peores personas reflejara su maldad, pero no es así. Son de apariencia anodina y corriente, afable y poco llamativa, hasta el mismo instante en que se apoderan de tu vida y te llevan a la muerte. Y entonces sí que se convierten a veces en algo especial y diferente. De cuando en cuando se vislumbran atisbos, como los que vimos en David Hart, en Tejas, pero por lo general no es así. Pasan desapercibidos. Quizás eso sea lo más terrible de todo, que se parecen tanto.

– Vaya -dijo Susan con una risita desprovista de humor-, gracias por la lección, hermano mío. Y ahora, vayamos a por él.

– No tenemos por qué -replicó Jeffrey de forma cortante-. Basta con hacer una sola llamada al director del Servicio de Seguridad para que él lleve allí una unidad de Operaciones Especiales y haga saltar la casa en mil pedazos, junto con todo aquel que esté dentro. Podemos quedarnos sentados observando desde una distancia prudencial.

Diana miró a su hijo y negó con la cabeza.

– Nunca ha habido una distancia prudencial -repuso.

Susan hizo un gesto para mostrar que estaba de acuerdo con ella.

– ¿Qué te hace pensar que el estado resolverá el problema de un modo satisfactorio para nosotros? -preguntó-. ¿Cuándo ha estado un gobierno a la altura de las expectativas?

– Este es nuestro problema. Deberíamos solucionarlo a nuestra manera -aseguró Diana-. Me sorprende que se te haya ocurrido siquiera pensar lo contrario.

Jeffrey parecía desconcertado, sobre todo por la reacción de su hermana.

– Subestimas el peligro que corremos -dijo-. Qué diablos, no lo subestimas, lo estás pasando por alto. ¿Crees que él dudaría un segundo en matarnos?

– No -respondió ella-. Bueno, tal vez. Después de todo, somos sus hijos.

Los tres se quedaron callados por unos instantes, hasta que Susan prosiguió:

– Ha jugado con cada uno de nosotros, con el propósito de atraernos hasta su puerta. Hemos descubierto todas las pistas, interpretado todos los actos, mordido todos los anzuelos, y ahora, tras encajar todas las piezas, sabemos quién es él, y dónde vive, y quiénes son los miembros de su familia. Ahora que hemos llegado tan lejos, ¿crees que deberíamos dejar el asunto en manos del estado? No seas ridículo. El juego ha sido concebido para nosotros tres. Todos deberíamos jugar hasta el final.

Diana asintió.

– Me pregunto si él habrá previsto que mantendríamos esta conversación -dijo.

– Probablemente -respondió Jeffrey, desanimado-. Entiendo vuestro punto de vista. Admiro vuestra determinación. Pero ¿qué ganamos si nos enfrentamos a él en persona?

– La libertad -contestó Diana de forma enérgica.

Jeffrey pensó que su madre era romántica, y su hermana impetuosa. En cierto modo, envidiaba esas cualidades. Sin embargo, tenían una visión abstracta e idealizada de las habilidades de Peter Curtin, antes llamado Jeffrey Mitchell. El tenía un conocimiento mucho más preciso de dichas habilidades, y por tanto más aterrador. Su madre y su hermana se habían estremecido al ver las fotografías, pero eso no era lo mismo que contemplar en persona el cuerpo destrozado de una víctima y entender implícitamente la rabia y el deseo que habían impulsado cada tajo y cada cuchillada en la carne. El hecho de que ahora contase con la ayuda de una compañera para realizar estos actos complicaba aún más las cosas. Y el hecho de que ambos hubiesen engendrado a un hijo añadía a la mezcla otro mal en potencia. No veía más que peligro en la situación hacia la que estaban precipitándose de cabeza. Era consciente, por otro lado, de que tal vez no hubiese alternativa.

Apoyó la cabeza sobre sus manos, presa de una fatiga repentina. Pensó: «Así es como estaba previsto desde un principio que terminara el juego.»

– No olvides el otro factor -dijo Susan de pronto-. Kimberly Lewis, alumna del cuadro de honor. Orgullo de unos padres confundidos que ahora mismo se preguntan qué demonios está pasando y dónde diablos está su hija.

– Está muerta. Y aunque no lo esté, debemos dar por sentado que lo está.

– ¡Jeffrey! -protestó Diana.

– Lo siento, mamá, pero, por lo que respecta a esa joven, bueno, ¿es una chica con suerte? ¿Con mucha, mucha suerte? ¿El dios de la buena fortuna le sonreirá y hará llover sobre su cabeza la mejor y más inimaginable y más improbable de las suertes? Porque, si lo hace, entonces quizás ella salga de ésta con sólo las cicatrices suficientes para arruinar lo que le quede de vida. Pero, a los efectos que nos ocupan, daremos por sentado que ya está muerta. Aunque la oigáis pedir ayuda a gritos, dad por sentado que está muerta. De lo contrario, le daremos a él una ventaja que no podemos permitirnos.

– No sé si podré ser tan cínica -replicó su madre.

– Si no puedes, no tendremos la menor oportunidad.

– Lo entiendo -dijo ella-, pero…

Jeffrey la cortó alzando una mano. Clavó la mirada en su madre y luego en su hermana.

– De acuerdo -susurró-. Si queréis afrontar la realidad en lugar de una pura abstracción, debéis tener clara una cosa. Hemos de dejar atrás toda humanidad. Dejar atrás todo lo que nos convierte en lo que somos. No debemos llevar con nosotros nada más que armas y un objetivo común. Vamos a matar a ese hombre. Y debéis tener claro también que la nueva esposa y el nuevo hijo no son más que apéndices suyos, creados por él para ser como él. Son exactamente igual de peligrosos. ¿Te ves capaz de eso, madre? ¿Podrás olvidarte de quién eres y valerte sólo de las partes más oscuras de ti misma, de la ira y el odio? Son las únicas partes de nosotros que necesitamos. ¿Podrás hacerlo sin vacilar y sin el menor remordimiento o duda? Porque sólo tendremos una oportunidad. Ten bien claro que jamás se nos presentará otra. Así que, si nos adentramos en su mundo, debemos estar preparados para jugar según sus reglas y estar a su altura. ¿Serás capaz? -Miró a su madre, que no contestó-. ¿Puedes ser como él? -De repente se volvió hacia su hermana, exigiéndole la respuesta a la misma pregunta-. ¿Y tú?

Susan no quería responder a su pregunta. Pensaba que su hermano tenía razón en cada una de sus palabras. «Es consciente de lo temerarias que somos -se dijo-, pero a veces la temeridad es la única alternativa que te ofrece la vida.»

– Bien -dijo con una sonrisa forzada. Se humedeció los labios con la lengua. De pronto notó la garganta reseca, como si necesitara un poco de agua. Se acercó a la pantalla de ordenador, esperando que ni su madre ni su hermano se percatasen de lo nerviosa que estaba, y se puso a estudiar la distribución de la casa de Buena Vista Drive. Al mismo tiempo, llenó la habitación de una bravuconería totalmente injustificada.

»Ya lo veremos, ¿no? Y lo veremos esta noche.

23 La segunda puerta sin cerrar

Era bien entrada la noche cuando Jeffrey salió del enorme e impasible edificio de oficinas del estado, seguido por su madre y su hermana, en la que suponían que sería su última noche en el estado cincuenta y uno. Llevaba al hombro una talega mediana de color azul marino, al igual que su hermana. Diana sujetaba con la mano derecha un maletín de lona. Se tragó varios analgésicos subrepticiamente mientras salían a la oscuridad, esperando que ninguno de sus hijos se diese cuenta. Respiró hondo, paladeando el frío de la noche, al borde de la helada, y le pareció un sabor extraño y delicioso. Apartó por unos instantes la mirada de las colinas y las montañas que se elevaban al norte, y la dirigió a lo lejos, hacia el sur. «Un mundo desértico», pensó. Arena, polvo esparcido por el viento, plantas rodadoras y matorrales. Y calor. Un calor penetrante y aire seco. Pero esa noche no; esa noche era diferente, una contradicción entre la imagen y las expectativas. Frío en vez de calor.

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