John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– Seguro que se acuerda de esta casa -lo interrumpió Jeffrey-. La familia se llamaba Curtin. Fue un trabajo por encargo. De alta categoría.

– La verdad es que no me acuerdo. Oiga, siento no poder ayudarle, pero estoy muy ocupado…

– Esfuércese más -le dijo Jeffrey.

En ese momento, la puerta de su despacho se abrió, y entró su hermana, con una bolsa de tela que hizo un ruido metálico cuando la depositó en el suelo.

Diana se volvió hacia su hija.

– Los hemos encontrado -dijo en voz baja, crípticamente.

Susan soltó un jadeo y se disponía a responder cuando Jeffrey señaló enérgicamente la pila de documentos que salían de las impresoras.

– ¿Qué demonios es lo que quiere saber, a todo esto? -preguntó con aspereza el contratista.

– Quiero saber qué modificaciones introdujo.

– ¿Qué?

– Lo que quiero saber es en qué se diferencia la casa de los planos oficiales que enviaron al estado para su revisión arquitectónica y aprobación.

– Oiga, amigo, no sé de qué me habla. Eso va contra las leyes del estado. Podría perder la licencia para construir aquí…

– La perderá de todos modos -lo cortó Jeffrey de forma brusca y fría- si no me dice ahora lo que quiero saber. ¿Qué cambios no figuran en los planos? Y no me diga que no se acuerda, porque no es verdad. Yo sé que el hombre que le encargó esa casa le pidió unas modificaciones que no aparecieran en ningún proyecto arquitectónico. Y seguramente le pagó muy bien sólo para que implementase esos cambios sin registrarlos en los documentos oficiales. Tiene dos opciones: si me lo cuenta ahora, lo consideraré un favor y no le mencionaré la conversación a la junta de expedición de licencias. O bien puede contestarme con evasivas, y entonces su licencia para construir a esos precios inflados artificialmente en el estado cincuenta y uno, y enriquecerse más de lo que había soñado jamás, será revocada antes del mediodía de mañana. -Jeffrey titubeó, y luego añadió-: Ya me ha oído. Es la amenaza más explícita que he podido lanzar. Ahora, piénselo durante treinta segundos y luego responda a mi puta pregunta.

El contratista reflexionó antes de contestar.

– No necesito los treinta segundos, qué cojones. ¿Quiere saber qué diferencias hay? Vale. El estudio del sótano tiene una salida oculta. Da al exterior. Mi gente hizo un trabajo de narices; cuesta mucho de descubrir. También hay un sistema de seguridad camuflado como un aparato de aire acondicionado. Toda la instalación está sobre un falso techo, y hay monitores de vídeo en el estudio de la planta de arriba, detrás de una librería también falsa. Hay sensores colocados por todo el terreno de la finca con detectores de infrarrojos. Hubo que ir hasta Los Ángeles a recoger esos trastos. Aquí son ilegales. Y tampoco hacen falta, como le dije al tipo. Supongo que se imaginó que esto iba a acabar convirtiéndose en una ciudad sin ley. Una locura. Le aseguré que no necesitaba más que una cerradura en la puerta, pero él seguía erre que erre. Al fin y al cabo, ésa es la razón de ser de este lugar, ¿no? Pero él estaba dispuesto a pagar, y a pagar bien. Joder, al principio nadie sabía si este estado saldría adelante o no, así que le seguí el juego. Estoy seguro de que no soy el único que hizo una cosa así en los primeros años. ¿Qué más? Ah, tampoco sale en los planos, pero hay un cobertizo o pabellón de invitados del tamaño de un garaje pequeño a unos doscientos metros de la casa. La casa se alza en una colina, y el cobertizo está en la ladera, junto a unos tropecientos kilómetros cuadrados de terreno protegido no urbanizable. No sé para qué se usa. Echamos los cimientos, levantamos la estructura, colocamos el material aislante y las paredes. El sólo quería que incluyéramos en las especificaciones de la casa los materiales para el acabado, y eso fue lo que hice. Nos dijo que él daría los últimos toques a su gusto.

– ¿Algo más?

– No. Y es la única vez que he introducido cambios de este tipo. Ahora el estado envía a un inspector que lo revisa todo a fondo, planos en mano, antes de que se ocupe la vivienda. Pero esto era en los inicios, cuando las cosas eran bastante más laxas. Tal vez untó a algún inspector también. Se supone que eso no se puede, pero circulan historias. Bueno, ahí lo tiene, amigo, confío en que cumpla su promesa.

Jeffrey colgó, preguntándose distraídamente si el contratista estaría utilizando cemento de baja calidad para los cimientos de la escuela. Fuera como fuese, había averiguado lo que necesitaba saber.

Oyó que, tras él, su madre decía en voz suave:

– Jeffrey, Susan, estamos recibiendo las fotografías ahora.

Los tres se apiñaron frente a la impresora mientras la máquina runruneaba y finalmente escupía la fotografía de identificación de Geoffrey Curtin. Era un adolescente de estatura media, con ojos castaños hundidos y una mata de pelo negro apenas peinada. Tenía el rostro achatado, las mejillas y el mentón prominentes, y la boca torcida hacia abajo en la sonrisa forzada que había adoptado ante la cámara. Llevaba una perilla desaliñada. Entre los datos proporcionados por el estado constaba la dirección de su domicilio así como la de su residencia en la Universidad Cornell, en Ithaca, Nueva York.

Susan cogió la imagen y la observó con detenimiento. Antes de que pudiera decir nada, apareció una segunda fotografía, la de Caril Ann Curtin.

Era una mujer menuda, de una delgadez cadavérica, rostro enjuto y pómulos salientes que había heredado su hijo. Llevaba la cabellera rubia recogida hacia atrás en una cola de caballo de aspecto infantil, y unas gafas anticuadas, de montura metálica. No era bonita ni lo contrario; tenía una expresión intensa e inquietante. No sonreía, y esto le confería un aire de secretaria.

– ¿Quién eres en realidad? -preguntó Diana, contemplando la fotografía.

Jeffrey se la arrebató de las manos. Sacudió la cabeza.

– Yo sé quién es -aseveró-. El abogado de Trenton me lo dijo, pero yo no seguí la pista que me dio. Es una mujer que murió en Virginia Occidental hace veinte años, poco después de salir de la cárcel de allí. Estúpido, estúpido, estúpido. Soy un estúpido.

Se disponía a continuar cuando la impresora comenzó a expulsar el tercer retrato, el de Peter Curtin.

Fue Diana quien habló primero.

– Hola, Jeff -murmuró-. Vaya, cómo has cambiado.

Durante los primeros segundos, los tres vieron algunas cosas distintas y otras que seguían siendo como antes. Ya fueran los ojos, de mirada penetrante, o la frente inclinada hacia arriba y rematada por una calva, o la barbilla, o las mejillas, o las orejas muy pegadas al rostro ovalado, o los labios desplegados ligeramente en una sonrisa burlona, todos vieron algo familiar, algún rasgo que compartían, o simplemente una imagen que habían relegado a algún rincón recóndito de su interior.

El hombre parecía más joven y vigoroso de lo que correspondía a sus sesenta y tantos años, lo que provocó que Diana Clayton sintiera una punzada en el corazón al pensar de pronto en el aspecto avejentado y próximo a la muerte que ella debía de ofrecer.

Jeffrey bajó la vista hacia la foto, temeroso de verse a sí mismo.

Susan fijó la mirada en la hoja blanca y satinada y notó que la invadía una rabia difícil de describir, pues entrañaba no sólo aborrecimiento hacia todo lo que el hombre había hecho, sino también la sensación de soledad y desesperación que la había embargado durante toda la vida. No habría sido capaz de determinar cuál de estas furias era más profunda.

Jeffrey se volvió hacia su madre.

– ¿Realmente ha cambiado?

Ella asintió.

– Sí -respondió despacio-. Casi todas sus facciones han sido modificadas, apenas lo suficiente para que el conjunto parezca distinto. Salvo los ojos, por supuesto. Siguen siendo iguales.

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