Los aparcamientos estaban vacíos casi por completo; sólo quedaban los vehículos de los rezagados. Había muy pocas luces encendidas en los edificios de oficinas que tenían detrás. La mayor parte de la población activa del estado había cogido sus bártulos y se había ido a casa por la tarde, para cenar con la familia, charlar un poco, ver una película o una telecomedia en la tele, o quizás echarles una mano a los niños con los deberes. Luego, a la cama. A dormir, con la perspectiva de retomar la rutina al día siguiente. Reinaba un silencio seductor fuera del edificio de oficinas; oían el crujido de sus zapatos contra el cemento de la acera.
Jeffrey no tardó más que unos segundos en avistar su coche y al agente de seguridad que les habían asignado como conductor. Era el mismo que los había llevado al punto de Adobe Street donde Kimberly Lewis había desaparecido. Era un hombre taciturno, fornido, con el pelo muy corto y una mirada adusta y aburrida que ponía de manifiesto que habría deseado estar en algún otro lugar haciendo algo distinto. Jeffrey supuso que al agente le habían proporcionado una información mínima sobre quién era él y sobre la razón de su presencia en el estado cincuenta y uno. Como siempre, se figuró que, en algún sitio a su espalda, oculto a la vista, estaría el sustituto del agente Martin, siguiéndolos a una distancia conveniente, esperando a que ellos levantaran la mano para señalar al hombre a quien debía asesinar. Por un instante, Jeffrey volvió la mirada hacia arriba, como esperando ver un helicóptero acechando sobre sus cabezas, con las aspas girando con un latido sordo, de un modo silencioso. Se detuvo por un momento, intentando imaginar cómo les estaban siguiendo la pista. Sabía que el coche debía estar equipado con un sistema de localización electrónico. Había maneras de teñir la ropa con material infrarrojo que podía detectarse desde una distancia segura. Existían otras técnicas militares secretas, láseres y dispositivos de alta tecnología, pero dudaba que las autoridades del estado cincuenta y uno tuviesen acceso a ellos. Tal vez lo tendrían en un par de semanas, cuando cosieran una estrella nueva a la bandera de Estados Unidos, pero seguramente aún no, pues la votación todavía no se había llevado a cabo.
Jeffrey se fijó en el conductor. Un don nadie. Supuso que el hombre no tenía más órdenes que acompañarlos a todas partes e informar al director de todos sus movimientos. Al menos, era con lo que contaba.
Habían trazado un plan, pero era mínimo. Intentar ser más astuto que la araña que los había invitado a su red era probablemente una empresa desesperada de todos modos. En cambio, debían ir y esperar que su propia fuerza lograse romper los hilos preparados para enredarlos y reducirlos.
El conductor dio un paso adelante.
– Me han dicho que se quedarían aquí por la noche. Nadie ha autorizado otra salida.
– Si eso es lo que le han dicho, ¿por qué sigue aquí? -preguntó Susan rápidamente-. Abra el maletero, ¿quiere?
El conductor abrió el maletero.
– Es el procedimiento reglamentario -dijo-. Tengo que esperar la autorización final para irme. ¿Vamos a algún sitio?
– Volvemos a Sierra -indicó Jeffrey tirando su talega encima de la de su hermana.
– Debo dar parte -dijo el agente-, informar del destino y de las horas aproximadas de llegada y vuelta. Son las órdenes que tengo.
– Me parece que no -repuso Jeffrey. Desenfundó su nueve milímetros sin estrenar de su sobaquera en un movimiento fluido y apuntó con el cañón al agente, que reculó y levantó las manos-. Esta noche improvisaremos.
Susan se rio, pero con una carcajada que sonó falsa. Le propinó al agente un leve empujón por la espalda.
– Suba -le dijo-. Conduce usted, señor agente. Mamá, sube delante. Ha llegado el momento del reencuentro.
Jeffrey colocó la pistola en el asiento entre su hermana y él. Se puso sobre las rodillas el maletín que su madre había traído consigo. De un bolsillo interior de la chaqueta extrajo una linterna tamaño bolígrafo que emitía una luz roja para ver de noche sin deslumbrar. La encendió y sacó dos carpetas del maletín. Cada una contenía unas cinco hojas.
La primera era el dossier confidencial del Servicio de Seguridad sobre Caril Ann Curtin. Lo leyó por encima, buscando cualquier dato que pudiera darle algún indicio sobre el modo en que reaccionaría cuando le soltasen la verdad a la cara. Pero no era algo fácil de determinar: el dossier la revelaba como una funcionarla del estado diligente pero reservada. Había obtenido resultados muy favorables en las pruebas para ascensos e informes de rendimiento. Al parecer trabajaba eficientemente con sus compañeros, y los supervisores se referían a ella en términos muy elogiosos. Había poca información sobre su vida social, salvo un dato que inquietó a Jeffrey: Caril Ann Curtin pertenecía a un club de tiro femenino, en el que había ganado varios premios en competiciones con pistola. También según el dossier, participaba activamente en organizaciones religiosas y cívicas, era socia de varios gimnasios y había corrido un maratón en menos de cuatro horas el año anterior, en la carrera de Nueva Washington.
En lo referente a su vida anterior a su llegada al estado cincuenta y uno, el dossier era aún más escueto. Ella aseguraba haberse diplomado en Administración de Empresas en una academia de Georgia. Tenía una experiencia laboral limitada, pero que la cualificaba de sobra para ejercer como secretaria. En la carpeta había dos cartas de recomendación de ex empleadores que la ponían por las nubes. Una de ellas la había escrito el abogado de Trenton, detalle que el hombre había omitido en su conversación forzada con Jeffrey Clayton. La otra, supuso éste, era falsificada o comprada, pero sin duda satisfactoria para el estado en sus inicios, la época en que estaba cobrando forma. En apariencia, estaba capacitada, era perfecta. Su marido tenía dinero y era generoso con él. Una vez que hubo pasado a formar parte de la burocracia, ella había subido peldaños con la determinación de un salmón que vuelve a su hogar.
Jeffrey dejó esa carpeta a un lado y abrió la segunda.
Ese expediente era aún más corto. Era un listado de ordenador impreso del Centro Nacional de Información Criminal. El encabezamiento rezaba: «Elizabeth Wilson. Fallecida.»
Jeffrey sacudió la cabeza.
«Fallecida no -pensó-. Sólo renacida.»
El documento del banco de datos nacional describía a una joven que se había criado en el campo, en Virginia Occidental. Tenía todo un historial como delincuente juvenil por allanamiento, incendios provocados, agresión con lesión y prostitución. Había un informe breve del Departamento de Libertad Condicional de las autoridades del condado de Lincoln que mencionaba la existencia de unas pruebas no confirmadas de que había sufrido abusos sexuales constantes en su infancia por parte de su padrastro.
Elizabeth Wilson había acabado en la cárcel por homicidio sin premeditación a los diecinueve años. Le había sacado una navaja a un cliente que se negaba a pagarle después de mantener relaciones sexuales con ella. El hombre la había golpeado varias veces antes de darse cuenta de que ella lo había rajado desde el vientre hasta la cintura. Le concedieron la libertad condicional después de cumplir tres años de condena en la penitenciaría estatal de Morgantown. Según el informe, seis meses después de salir a la calle, había conseguido empleo en un bar de moteros en una zona rural del estado a unos cien kilómetros de la ciudad. Su primera noche de trabajo, había salido del establecimiento en compañía de un hombre, y no la habían vuelto a ver. La policía había descubierto ropa desgarrada y ensangrentada en una hondonada, pero no habían hallado ningún cadáver. Esto había ocurrido a finales del invierno, y el terreno resultaba casi impracticable. Ni siquiera una unidad con perros había sido capaz de reconocer el territorio. Posteriormente, la policía había interrogado a varios hombres que se hallaban presentes en el bar esa noche y que según testigos habían estado hablando con ella. Detuvieron a uno cuya camioneta tenía manchas de sangre en el asiento. El tipo de sangre coincidía con el de Elizabeth Wilson, y más tarde las pruebas de ADN revelaron que era suya. Al registrar la camioneta se encontró un cuchillo de caza grande metido bajo un panel roto del suelo. La hoja también presentaba manchas de sangre. A pesar de que declaró que esa noche estaba borracho y no se acordaba de nada, el hombre fue juzgado y condenado a cadena perpetua.
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