John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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En el organigrama del gobierno del estado cincuenta y uno encontró la extensión del teléfono de Caril Ann Curtin. Sonaron tres tonos de llamada antes de que alguien contestara.

– Con la señora Curtin, por favor -dijo Jeffrey.

– Soy su ayudante. Me temo que hoy no vendrá. ¿Quiere dejarle un recado?

– No, gracias, ya volveré a llamar.

Colgó. Demasiado ocupada para ir a trabajar hoy. Seguramente se había pedido una baja por motivos personales, pensó él con una sonrisita burlona.

A continuación, Jeffrey buscó en el ordenador del Servicio de Seguridad el expediente laboral confidencial de la señora Curtin.

Al mismo tiempo, accedió al registro de vehículos motorizados y descubrió que la familia Curtin tenía tres: dos sedanes europeos último modelo y la minifurgoneta cuatro por cuatro más antigua que Jeffrey esperaba. Esto hizo que se parase a pensar; había confiado en que hubiese cuatro vehículos diferentes, uno para el padre, otro para la madre, otro para el hijo adolescente, como correspondía a toda familia acomodada de clase media alta que vivía en las afueras, y un cuarto, con un uso sumamente especializado. Tomó nota mentalmente de ello.

En otra rama del Servicio de Seguridad solicitó una lista de armas propiedad de los Curtin. De acuerdo con las leyes de control de armas del estado, los miembros de la familia estaban designados como «coleccionistas» y como «aficionados a la caza deportiva» -designaciones que a Jeffrey le parecieron irónicas, pues resultaban sorprendentemente precisas-, y su arsenal de armas tanto antiguas como modernas era nutrido.

Finalmente, pidió a Control de Pasaportes fotografías de cada uno de los miembros de la familia. Esta orden requería tiempo para cursarse, por lo que no obtuvo respuesta de inmediato. Le comunicaron que la autorización estaba en trámite, de modo que se puso a esperar.

No sabía cuál de las solicitudes que había hecho por ordenador encerraba la trampa, pero sabía que una de ellas contenía una, y tenía la fuerte sospecha de que era esta última. No se trataba de una aplicación difícil de programar, sobre todo para alguien conectado a los niveles superiores de la jerarquía estatal, como Caril Ann Curtin. Él sabía, que, en algún sitio, ella había introducido la instrucción de que se le notificase de manera automática si alguien pedía información sobre ella o algún miembro de su familia. Se trataba de una precaución rutinaria que cualquiera tomaría, especialmente si tenía mucho que ocultar en una sociedad en que se suponía que nada debía ocultarse. Cayó en la cuenta de que seguramente había activado la alarma, pero ya no veía modo alguno de dar marcha atrás. Intentó encubrir sus peticiones enmascarando la identidad de quien solicitaba la información, pero dudaba que estas medidas sirvieran para algo excepto para retrasar un poco el momento crítico.

Tenía clara una cosa: no quedaba mucho tiempo.

Sabía también que su padre no sólo se habría preparado para este día, sino que posiblemente lo había planeado. No se le ocurría otra explicación para el secuestro de la ex novia de su otro hijo. La elección de Kimberly Lewis estaba concebida como una provocación; daba pie a un reconocimiento y exigía una reacción. Cuanto más pensaba en ello Jeffrey, más lo inquietaba, porque una parte de él consideraba este secuestro en particular como un tipo de delito que el delincuente espera que quede impune. Estaba desprovisto del anonimato y el misterio que entrañaba la selección de las otras víctimas. Raptos. Los crímenes de su padre eran como relámpagos en una tarde húmeda de verano; instantáneos, únicos. Sin embargo, este crimen llevaba detrás intenciones muy diferentes.

Jeffrey se meció en su asiento ante el ordenador y pensó que probablemente nunca en la historia del crimen había un perseguidor sabido tanto sobre su presa como él sobre su padre, el asesino. Ni siquiera el famoso perfil del Unabomber elaborado por el FBI a mediados de la década de 1990, que parecía predecir prácticamente todos los rasgos de la personalidad del terrorista, contenía conocimientos tan íntimos como los que él había adquirido o recordaba en su base instintiva. Pero toda esa información y comprensión resultaban inútiles, porque su padre, el asesino, había conseguido ocultar un elemento esencial: su propósito.

Había sembrado indicios de que sus asesinatos tenían un móvil político: dar al traste con el nuevo estado. O tal vez el móvil era personal, mensajes dirigidos a su hijo, el profesor. Quizá formaban parte de una competición o de un plan. Naturalmente era posible que se tratase de ambas cosas a la vez o de ninguna de las dos. Había pruebas que respaldaban la idea de que los asesinatos eran fruto de la perversión o actos de naturaleza ritual. Podían ser producto del mal o del deseo. Eran actos solitarios para cuya ejecución había conseguido ayuda. Eran novedosos, y a la vez tan antiguos como la historia criminal escrita.

Eran como la partitura de una pieza de música moderna, pensó Jeffrey. Evocaban el pasado con sonidos y prefiguraban el futuro. Eran al mismo tiempo arcaicos y futuristas. Se preguntó qué debía hacer.

Luego se reprendió a sí mismo: «Deberías saberlo. Lo conoces, y a la vez sabes muy poco de él.» Las posibilidades se agolparon en su imaginación: él tendería su propia emboscada. Ellos ejecutarían a la joven. Desaparecerían.

Esta última posibilidad es la que más lo asustaba.

Jeffrey no lo dijo en voz alta, pero se había armado de valor para una decisión crítica. Fuera cual fuese el horror resultante de la relación entre la familia original y la nueva, él le pondría fin ese día. Bajaría el telón de una vez por todas. Alargó el brazo y cogió la pistola automática que descansaba sobre el escritorio. Acarició el guardamonte, intentando imaginar la sensación que produciría el arma al disparar. «Rematar» el asunto se dijo. Último capítulo. La estrofa final. La nota postrera.

Cayó en la cuenta de que el problema era que tal vez su padre deseaba lo mismo.

Dejó la pistola y se puso a trastear de nuevo con el ordenador. Al cabo de unos segundos, había abierto unos planos en tres dimensiones de la residencia de la familia Curtin. Procedió a estudiarlos, con la concentración y la entrega de un estudiante que empolla para un examen.

Lo que vio fue que la «sala de música» carecía de ventanas y era contigua a un espacio marcado como sala recreativa «familiar», en un sótano. Al parecer tenía una sola puerta, que daba al interior de la casa, lo que lo sorprendió. Lo examinó más de cerca. «No tiene sentido -pensó-, teniendo en cuenta el uso que le daba a ese cuarto.» Una vez concluido su trabajo, él no querría atravesar su casa con un cadáver a cuestas, por muy bien envuelto que estuviera. Sería una muestra irrefutable de que había perdido el control. Su padre era demasiado inteligente para eso.

El nombre de la empresa constructora figuraba en los planos. Jeffrey descolgó el auricular y llamó. Tardó unos minutos en conseguir que las recepcionistas transfiriesen la llamada al presidente de la empresa, que estaba en las obras de una nueva escuela primaria.

– ¿Qué pasa? -preguntó el contratista, con el tono de un hombre que se había pasado el día ocupándose de pequeñas meteduras de pata y errores, y que tenía poca tolerancia o paciencia para con nadie más.

Jeffrey se identificó como un agente especial del Servicio de Seguridad, lo que sólo sirvió para mitigar ligeramente la bronquedad del hombre.

– Quería hacerle algunas preguntas sobre una casa que usted construyó hace más de seis años, en Buena Vista Drive, a las afueras de Sierra…

– ¿Espera que me acuerde de una casa de hace tanto tiempo? Oiga, amigo, nos encargamos de muchos proyectos, no sólo de casas, sino también edificios y oficinas y colegios y…

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