Jeffrey levantó la mano para cortar la respuesta de la subdirectora y, a continuación, tomó a su hermana del brazo y se la llevó aparte, a unos metros de donde estaban.
– Sí-murmuró-, sabemos lo que ocurrió aquí. Pero ¿cuándo se decidió él por esta chica? ¿Qué información tenía sobre ella? Quizás el ex novio sepa algo. Tal vez la relación que la subdirectora cree que se extinguió sola no se hubiera roto del todo. Sea como sea, es algo que deberíamos investigar un poco.
Susan asintió.
– Estoy impaciente -se disculpó.
– No -replicó su hermano-, estás centrada.
Se acercaron de nuevo a las dos autoridades escolares.
– ¿No le caía bien el chico? -repitió Jeffrey.
– Era un joven difícil pero sumamente brillante. Se fue a una universidad del este.
– ¿Difícil en qué sentido?
– Cruel -aclaró la subdirectora-, manipulador. Siempre me daba la impresión de que se mofaba de nosotros. No me entristecí cuando terminó el instituto. Sacaba buenas notas y resultados excepcionales en las pruebas, y era el principal sospechoso de un misterioso incendio declarado en el laboratorio la primavera pasada. Más de una docena de animales de laboratorio, conejillos de Indias y ratas blancas, se quemaron vivos. En fin, al menos ya no está por aquí. Seguramente triunfará a lo grande en alguno de los otros cincuenta estados. No creo que éste sea para él.
– ¿Conserva su expediente académico?
La subdirectora hizo un gesto de asentimiento.
– Quiero verlo. Tal vez tenga que hablar con él.
El director metió baza otra vez.
– Necesito una autorización del Servicio de Seguridad para facilitarle esa información -aseveró pomposamente.
Jeffrey sonrió con malicia.
– ¿Y si envío mejor a una unidad de agentes para que venga a buscarlo? Podrían entrar marchando en su oficina. Sería la comidilla de todo el alumnado durante días.
El director fulminó al profesor con la mirada. Dirigió la vista al conductor del Servicio de Seguridad, que se limitó a asentir con la cabeza.
– Lo recibirá -dijo el director-. Se lo enviaré por correo electrónico.
– El expediente entero -le recordó Jeffrey.
El director movió afirmativamente la cabeza, con los labios apretados como para reprimir alguna que otra obscenidad.
– Bien, ya hemos respondido a sus preguntas. Ahora dígannos qué está pasando.
Susan tomó la palabra, hablando con una severidad poco común en ella, pero que creía que quizá necesitaría en un futuro cercano.
– Muy sencillo -dijo, e hizo un gesto en torno a sí-. ¿Lo ven? Echen un buen vistazo alrededor.
– Sí -dijo el director en un tono de exasperación que había perfeccionado en su trato con alumnos díscolos, pero que no impresionó a Susan-. ¿Qué se supone que estoy viendo exactamente?
– Su peor pesadilla -contestó ella con brusquedad.
Los dos permanecieron callados durante los primeros minutos de trayecto de vuelta a Nueva Washington, en el asiento trasero del coche estatal mientras el agente aceleraba en dirección a la autopista. Susan abrió el trabajo de final de trimestre de la alumna desaparecida y leyó algunos párrafos, intentando formarse una imagen de la chica en sí a través del texto, pero no fue capaz. Lo que leyó le hablaba en tono sombrío de estados esclavistas y estados libres y del acuerdo que permitió que aquéllos ingresaran en la Unión. Se preguntó si había algo de irónico en ello.
Fue la primera en romper el silencio.
– Muy bien, Jeffrey, tú eres el experto. ¿Está viva aún Kimberly Lewis?
– Probablemente no -comentó su hermano, cabizbajo.
– Eso me imaginaba -murmuró Susan. Exhaló con frustración-. Y ahora, ¿qué? ¿Esperamos a que el cadáver aparezca en algún sitio?
– Sí, por duro que parezca. Simplemente debemos retomar lo que estábamos haciendo. Aunque se me ocurre una posible circunstancia que significaría para ella una oportunidad de sobrevivir.
– ¿Cuál?
– Creo que existe una pequeña posibilidad de que ella forme parte del juego. Quizá sea el premio. -Soltó el aire despacio-. El ganador se lo lleva todo. -En voz baja, con un profundo pesimismo, añadió-: Resulta doloroso -dijo lentamente-. Tiene diecisiete años, y tal vez ya esté muerta, sencillamente porque él quiere burlarse de mí, demostrar que, aunque el Profesor de la Muerte le sigue la pista, sigue siendo lo bastante poderoso para secuestrar a alguien delante de nuestras narices, incluso después de avisarnos de antemano de lo que iba a hacer. Pero yo he sido demasiado estúpido y egocéntrico para darme cuenta. -Sacudió la cabeza y continuó-: Otra posibilidad es que la chica esté encadenada en una habitación en algún sitio, esperando que alguien acuda a salvarla. Y el único alguien somos nosotros, y heme aquí diciendo: «Debemos andarnos con cautela, tomarnos nuestro tiempo.» -Soltó un gruñido-. Qué valiente soy -comentó con cinismo.
– Dios santo -dijo Susan pausadamente, arrastrando las sílabas, como cobrando conciencia del dilema-. ¿Qué vamos a hacer?
– ¿Qué podemos hacer aparte de lo que estamos haciendo? -preguntó Jeffrey entre dientes-. Cotejar la lista de viviendas con la de empleados de seguridad, y luego comprobar cuáles de ellos poseen un vehículo que sirva para transportar víctimas. A ver que descubrimos.
– Supón que, mientras nos ocupamos de todo eso, la joven señorita Kimberly Lewis sigue con vida.
– Está muerta -soltó Jeffrey-. Está muerta desde el momento en que salió por la puerta esta mañana, tarde y sola, apenas con tiempo suficiente para atajar por una calle desierta. Ella no lo sabía, pero ya estaba muerta.
Susan no respondió al principio, pero se permitió albergar la esperanza remota de que su hermano estuviese equivocado. Luego agregó con suavidad:
– No, creo que deberíamos actuar, cuanto antes. Tan pronto como identifiquemos una casa que reúna las características que buscamos. Actuar en ese momento. Porque si esperamos un solo minuto de más, quizá lleguemos un minuto tarde, y nunca nos lo perdonaríamos. Jamás.
Jeffrey se encogió de hombros.
– Tienes razón, por supuesto. Actuaremos con la mayor rapidez posible. Eso es seguramente lo que él quiere. Sin duda es la razón por la que la pobre Kimberly Lewis se ha visto metida en todo esto. No es debido a ninguna perversión o deseo, sino simplemente un estímulo para que yo actúe de manera impulsiva e imprudente. -Jeffrey parecía resignado-. Lo ha conseguido, supongo.
A Susan le vino una idea a la cabeza que casi la hizo pararse en seco.
– Jeffrey -susurró-. Si él la ha raptado para incitarte a actuar, cosa que parece factible aunque no estemos seguros de ello, porque no estamos seguros de nada, entonces, ¿no sería lógico pensar que hay algo en su secuestro que puede indicarte dónde buscarla?
Jeffrey abrió la boca para responder, luego vaciló. Sonrió.
– Susie, Susie, la reina de los acertijos. Mata Hari. Si salgo bien librado de ésta, debes venir e impartir una de mis clases avanzadas conmigo. El Ranger de Tejas tenía razón; serías una investigadora de narices. Creo que tienes toda la razón. -Extendió el brazo y le dio a su hermana unas palmaditas afectuosas en la rodilla-. Lo más difícil de este asunto es que cada conclusión que nos acerca un poco más a nuestro objetivo empeora las cosas. -Sonrió de nuevo, esta vez con tristeza.
Los dos guardaron silencio durante el resto del viaje de regreso a las oficinas del Servicio de Seguridad. Susan decidió sacar todo su armamento de la casa adosada, donde lo tenía escondido, y de mala gana resolvió que, durante lo que quedaba de su estancia en el estado cincuenta y uno, llevaría encima un arsenal suficiente para solucionar de una vez por todas los acertijos psicológicos que les acosaban a ella y a su familia.
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