John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– ¿Qué es lo que ves? -preguntó.

– Todo es un rompecabezas, ¿verdad? -preguntó ella.

– Como todos los asesinatos. Y más aún los asesinatos en serie.

– La posición de los cadáveres -dijo Susan-, ¿por qué es importante?

– No lo sé. Siluetas de ángeles en la nieve. Cuando los asesinos se toman tantas molestias para presentar sus crímenes de una manera determinada, casi siempre es porque pretenden hacer una reflexión psicológica. En otras palabras, significa algo…

– Ángeles en la nieve. Ésa es la postura que ocasionó que te trajeran aquí, ¿verdad?

– Sí.

– Y se presta a especulaciones, ¿no es cierto? ¿No te hizo dedicar tiempo a intentar descifrar el significado de esa postura?

– Sí, durante las primeras semanas que pasé aquí. Eso contribuyó a mi renuencia a creer…

– Y entonces apareció un cadáver…

– Que en cierto modo representaba lo contrario. Como una pequeña prueba.

Susan se reclinó en su asiento, contemplando a las mujeres muertas.

– No significa nada. Lo significa todo. -De pronto se volvió hacia su madre-. Tú lo conocías -dijo con amargura-, tan bien como el que más. ¿Ángeles en la nieve? ¿Jóvenes tendidas como si estuvieran crucificadas? ¿El alguna vez…? -Le faltaron fuerzas para terminar la frase.

Pero Diana supo lo que le estaba preguntando.

– No, hasta donde recuerdo. Y cuando estábamos juntos, siempre era algo frío y sin pasión. Y rápido. Como una obligación. Un deber laboral, tal vez. Totalmente desprovisto de placer.

Jeffrey abrió la boca para responder, pero cambió de idea. Miró de nuevo las fotografías, colocándose al lado de su hermana.

– Quizá tengas razón. Podría ser simplemente un engaño. -Respiró hondo y meneó la cabeza, como intentando negar lo que estaba pensando, pero en vano-. Eso sería muy astuto -dijo lentamente-. No hay un solo investigador en el mundo, ni psicólogo, en realidad, que no se obsesionaría con las posturas tan características de los cadáveres de las víctimas. Es el tipo de cosas que estamos entrenados para analizar. Ocuparía todo nuestro pensamiento precisamente porque es un acertijo, después de todo, y nos sentiríamos impulsados a resolverlo…

Susan movió la cabeza afirmativamente.

– Pero ¿y si la solución es que lo que parece tan significativo en realidad no significa nada?

Jeffrey aspiró con brusquedad.

– Estoy harto de todo -murmuró despacio. Cerró los párpados-. Los dedos índices, eso es todo lo que quería realmente. Eso bastaba para recordárselo. Para él, lo importante es hacer. El resto sólo forma parte de sus engaños y ocultamientos. -Exhaló largamente, con un silbido, y extendió el brazo para posarlo sobre el brazo de su hermana-. ¿Lo ves? Somos capaces.

– ¿Capaces de qué? -preguntó Susan, con voz vacilante, porque justo en ese momento había comprendido exactamente lo mismo que su hermano.

– De pensar como él -contestó Jeffrey.

Diana soltó un grito ahogado. Sacudió la cabeza enérgicamente.

– Sois míos -dijo-, no de él. No lo olvidéis.

Jeffrey y Susan se volvieron hacia su madre, sonrientes, tratando de reconfortarla. Sin embargo, una debilidad en sus ojos reflejaba el miedo ante lo que estaban descubriendo sobre sí mismos.

Diana se percató de ello, al borde del pánico.

– ¡Susan! -exclamó con dureza-. ¡Guarda esas fotografías! Y no quiero oír una palabra más sobre… -Se interrumpió. Cayó en la cuenta de que lo único sobre lo que podían hablar era justo aquello que la aterraba.

Susan se inclinó para recoger pausadamente las imágenes y los informes de las mujeres muertas e introducir las fotos en sobres de papel de Manila, cada documento con sus instantáneas correspondientes. Guardaba silencio inquieta, aún consternada, aunque no estaba segura de por qué.

Cogió la última fotografía y la metió en su carpeta.

– Ya está. Mamá, he terminado. -De pronto, miró a su hermano con los ojos desorbitados, embargada por el miedo.

Él la vio y, sin saber por qué, se adueñó de él la misma angustia repentina.

Por unos instantes, Susan se quedó inmóvil, y Jeffrey casi podía ver su cerebro trabajando intensamente. Entonces su hermana giró sobre sus talones y se puso a contar.

– Algo no cuadra, algo no cuadra, oh, Jeffrey, Dios mío… -gimió.

– ¿Qué?

– Veintidós carpetas. Veintidós jóvenes muertas o desaparecidas.

– Así es, ¿y?

– En el mensaje hay diecinueve nombres.

– Sí. Estadísticamente, siempre había calculado que entre el diez y el veinte por ciento de las víctimas podían atribuirse a otras causas que no fueran el homicidio…

– ¡Jeffrey!

– Lo siento. No hablaré como un profesor, vale. ¿Qué es lo que ves?

Susan agarró el mensaje impreso que descansaba sobre el escritorio. Soltó un gruñido.

– La número diecinueve -musitó, doblándose como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en la barriga-. El nombre que aparece justo por encima del tuyo.

Jeffrey se fijó en el nombre y el número que tenía a su izquierda.

– Oh, no -dijo. De pronto, alargó el brazo, cogió los expedientes de las víctimas y comenzó a revolver los papeles.

– ¿Qué pasa? -preguntó Diana, con el mismo miedo en la voz que ya se había apoderado de los otros dos.

– El nombre número diecinueve no está en esta pila. Y la fecha es trece guión once. No consta el año. Eso es hoy. Como lugar aparece simplemente Adobe Street. No lo había visto -dijo, con un ligero temblor en los labios-, porque no podía ver otra cosa que mi nombre, debajo.

21 Desaparecida

Jeffrey y Susan estaban en la esquina de Adobe Street, situada en una comunidad modesta llamada Sierra, una hora y media al norte de Nueva Washington. Un conductor del Servicio de Seguridad, apoyado contra un coche a media manzana de allí, los observaba mientras ellos inspeccionaban la calle lentamente. Durante un rato, Jeffrey se había preguntado si ese agente sería también el nuevo asesino designado para seguirlos de cerca, esperando el momento en que descubriesen a su padre. Pero lo dudaba. «El sicario sustituto estará oculto -pensó-. Oculto y en el anonimato.» Siguiéndolos, aguardando el instante oportuno para aparecer. Supuso que las personas capacitadas para ello no abundaban precisamente en el estado cincuenta y uno, aunque no resultarían tan difíciles de encontrar en los otros cincuenta. Los policías del nuevo mundo eran sobre todo oficinistas y burócratas, y su trabajo se asemejaba más al de los contables y administrativos. Imaginaba que por eso la pérdida del agente Martin planteaba tantos problemas.

Se dio la vuelta bruscamente, como para sorprender al doble del agente Martin acechándolos en algún rincón. No vio a nadie, y se dio cuenta de que eso era justo lo que esperaba. Manson no era uno de esos políticos que cometen el mismo error dos veces.

A unos metros de los dos hermanos había un hombre y una mujer de mediana edad. Arrastraban los pies nerviosamente, sin quitar ojo a los Clayton ni hablar entre sí. Eran el director y la subdirectora del instituto de Sierra. El director era una caricatura de los de su especie: de baja estatura, espalda encorvada y calva incipiente, con el tic nervioso de frotarse las manos como si tuviera frío. No dejaba de aclararse la garganta, intentando captar su atención, pero no decía una palabra, aunque de vez en cuando miraba al hombre del Servicio de Seguridad, como esperando que el policía le explicara por qué los habían sacado a los dos de su rutina escolar y los habían llevado hasta esa calle que quedaba a medio kilómetro.

La calle en sí era poco más que un tramo polvoriento de asfalto negro de sólo dos manzanas de largo. Que se hubieran molestado en ponerle un nombre parecía una exageración. En mitad de la segunda manzana había un garaje de acero corrugado pintado de blanco radiante y verde intenso, los colores del instituto de Sierra, supuso Susan. En una parte del tejado había dibujado un árbol enorme con brazos, piernas, cara y unos dientes de aspecto feroz, con la leyenda ABETOS AGUERRIDOS DEL INSTITUTO DE SIERRA.

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