Jeffrey se abismó en sus pensamientos. Su imaginación trabajaba de forma febril, como una calculadora al abordar un problema complicado, barajando cifras y factores, ahondando en la complejidad de una fórmula matemática para llegar a una conclusión.
– Sí -dijo-, y en eso consiste este juego. Si consigue derrotarnos, a usted y a mí, conseguirá descollar entre los demás. Se habrá ganado un lugar en la historia.
Manson asintió.
– Es un juego bastante ambicioso. ¿Tiene usted una ambición comparable?
Jeffrey plegó la lista y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
– Eso ya lo veremos, ¿no? -respondió.
La secretaria del director lo esperaba con la lista ya impresa, que le tendió a Jeffrey cuando éste salió del despacho interior. El profesor sopesó el grueso fajo de papeles en una mano.
– Aquí debe de haber unos mil nombres -señaló.
– Mil ciento veintidós, para ser exactos. Los cuatro niveles de acceso superiores. -Le entregó un segundo listado, de igual tamaño-. Mil trescientos cuarenta y siete. Todos ellos hombres.
– Una pregunta rápida -dijo Jeffrey-. La dirección de correo electrónico del director. ¿Quién la conoce y sabría cómo enviarle un memorando o un mensaje?
– Tiene dos cuentas distintas. Una es para recibir comentarios y sugerencias generales. La segunda es mucho más confidencial.
– El mensaje que ha recibido…
– ¿De su objetivo? -lo cortó la secretaria-. En realidad, lo abrí yo y se lo envié directamente, sin que nadie más se enterase.
– ¿A qué cuenta llegó?
La secretaria sonrió.
– Habría sido muy significativo que llegara a la cuenta privada, ¿verdad? Sólo los dos niveles de seguridad superiores conocen esa dirección. Eso le habría facilitado un poco el trabajo. Desafortunadamente, ha llegado a la cuenta general. Esta mañana. Consta como hora de envío las 6.59. De hecho, eso resulta interesante…
– ¿Por qué?
– Bueno, yo suelo sentarme a mi escritorio hacia las siete de la mañana, y una de mis primeras tareas es ocuparme del correo enviado durante la noche. Por lo general, esto sólo me lleva unos minutos; me limito a reenviar los comentarios y sugerencias a los subdirectores correspondientes o al defensor del ciudadano del Servicio de Seguridad. Para ello me basta con pulsar un par de teclas. El caso es que ahí estaba el mensaje, en cabeza de todos los recibidos, por encima de los habituales «Necesitamos un aumento» y «¿Por qué no cambia Seguridad la combinación de colores de tal o cual subcomisaría?»…
– De modo -dijo Jeffrey despacio- que quienquiera que lo haya enviado sabía qué es lo primero que hace usted al llegar por la mañana, y en qué momento.
– Soy madrugadora -dijo la secretaria.
– Y él también -respondió Jeffrey.
Susan estaba estudiando minuciosamente los casos de jóvenes secuestradas y asesinadas cuando su hermano regresó de su reunión con el director de seguridad. Había esparcido fotografías de escenas del crimen e informes de localización por el suelo, en torno a su escritorio, creando un entorno macabro. Diana se encontraba fuera del círculo de la muerte, con los brazos cruzados, como intentando impedir que algo se le escapara del interior. Ambas alzaron la vista cuando Jeffrey entró.
– ¿Algún progreso? -preguntó Susan de inmediato.
– Tal vez -contestó su hermano-. Pero también malas noticias.
Lanzó una mirada fugaz a Diana, que en un instante leyó sus ojos, su voz y su postura.
– ¡Ni se te ocurra excluirme! -exclamó-. Algo te inquieta, Jeffrey, y tu primera maldita preocupación es buscar el modo de protegerme. Ni hablar.
– Es duro para mí -murmuró Jeffrey.
– Es duro para todos -terció su hermana.
– Tal vez. Pero mirad esto…
Les alargó a las dos mujeres la copia impresa del mensaje de correo electrónico que el director de seguridad había recibido esa mañana.
– Es mi nombre el que aparece al final, no el tuyo, mamá -dijo Jeffrey-. Supongo que al menos eso es una suerte. Tú no figuras en la lista.
Susan continuó mirando la carta.
– Aquí hay algo que no cuadra -comentó-. ¿Puedo quedarme con esto? Jeffrey asintió.
– Hablando de cosas más positivas, se me ha ocurrido una idea. Una posibilidad, supongo…
– ¿Cuál? -preguntó Susan, levantando la vista.
– He estado pensando en lo que dijo mamá. Lo de la nueva esposa de nuestro querido papaíto. Y me he preguntado: ¿qué buscaría él en una mujer?
– Dios santo, ¿a alguien como él? -inquirió Susan.
Diana se quedó callada.
Jeffrey hizo un gesto de afirmación.
– La bibliografía sobre los asesinos en serie da cuenta de un pequeño porcentaje de ellos que actúan por parejas. Por lo general se trata de un par de psicópatas que, mediante algún proceso indefinible y espantoso, se ponen en contacto el uno con el otro. La conjunción de sus personalidades refuerza y alimenta la complacencia de sus perversiones asesinas compartidas…
– Deja de hablar como un maldito profesor -lo interrumpió Susan-. Ve al grano.
– Pero ha habido numerosos casos de parejas formadas por un hombre y una mujer.
– Eso ya lo dijiste anoche. ¿Y qué?
– Pues que, en casi todos los casos, es la perversión del hombre la que impulsa la relación. La mujer es un apéndice. Pero, conforme su relación se hace más estrecha, más disfruta ella con la tortura y el asesinato, hasta que los dos acaban por ser compañeros en el sentido más real y profundo.
– ¿Ah, sí?
– Sé adónde quiere llegar -intervino Diana con suavidad-. La mujer lo está ayudando…
– Correcto. ¿Y para qué necesita ayuda? -Jeffrey hizo un gesto amplio en torno a sí-. Necesita ayuda para acceder a esto. Es aquí donde tenía que colarse, tanto física como electrónicamente. Es aquí donde ha estado observándome, desde el principio. Creo que la nueva esposa trabaja para el estado. Para el Servicio de Seguridad. -Dejó caer el listado impreso sobre el escritorio, con un leve golpe sordo-. Es una suposición tan buena como cualquier otra. Y tenemos un tiempo limitado.
Susan asintió.
– Triangulación -susurró.
– ¿Cómo dices?
– Es como se averiguaba la posición de un barco en el mar por medio de radiobalizas. Si uno conoce la dirección de tres líneas diferentes, puede determinar su posición en cualquier punto de la superficie terrestre. La clave, por supuesto, está en descubrir las tres señales. En cierto modo, eso es lo que estamos intentando.
– Sabemos qué tipo de casa buscar -se sumó Diana-, qué clase de espacio necesita para lo que hace…
– Y ahora debemos añadir a eso un nombre de esta lista… -señaló Jeffrey.
Susan titubeó y luego soltó:
– ¿Y te acuerdas de lo que dijo Hart en la cárcel? ¡Un vehículo! El tipo de vehículo adecuado para transportar a una víctima de secuestro. Una minifurgoneta. Con ventanas de vidrio ahumado.
Jeffrey se puso a trabajar con el ordenador.
– Eso no será un problema -dijo.
Susan cogió la lista impresa de empleados del Servicio de Seguridad. Comenzó a leer desde la parte superior de la primera página y se detuvo. Bajó los papeles y agarró el mensaje de correo electrónico que había llegado esa mañana. Sus ojos recorrieron las fotografías de mujeres muertas.
– Algo no encaja -dijo-. Lo noto. -Miró a su madre, luego a su hermano-. Nunca me equivoco -aseguró-. Es como en aquellos dibujos de las revistas infantiles en los que hay que buscar errores. Como un payaso con dos pies izquierdos, o un futbolista con una pelota de béisbol, cosas así. -Escrutó de nuevo las imágenes de las víctimas-. Nunca me equivoco -repitió.
Jeffrey pulsó algunas teclas del ordenador, y de la impresora que estaba sobre otro escritorio empezó a brotar otra lista, esta vez de automóviles. Se volvió hacia su hermana.
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