– Entonces debes irte -dijo Susan-. Hemos sido unos estúpidos al hacerte venir…
Diana negó con la cabeza.
– Es aquí donde debo estar -insistió-. Pero lo que tiene planeado para vosotros dos es diferente. Susan, creo que para ti representa una amenaza menor.
– ¿Para mí? ¿Por qué?
– Porque fue él quien te salvó en ese bar. Y tal vez haya habido otros momentos de los que no sepamos nada. Para la mayoría de los padres hay algo de especial en las hijas, por muy detestables que sean ellos. Se muestran protectores. Se enamoran de ellas, a su manera. Creo que, pese a lo retorcido que es, desea que tú lo quieras también. Así que no creo que quiera matarte. Me parece que quiere ganarse tu apoyo. Ésa era la intención tras los juegos en los que te ha involucrado.
Susan soltó un resoplido de negación, pero no expresó su disconformidad con palabras. Habría sido una protesta poco convincente.
– Falto yo -dijo Jeffrey-. ¿Qué crees que tiene pensado para mí?
– No estoy del todo segura. Los padres y los hijos compiten entre sí. Muchos padres aseguran querer que sus hijos lleguen más lejos en la vida que ellos, pero creo que la mayoría miente cuando dice eso. No todos, pero casi. Prefieren poner de manifiesto su superioridad, del mismo modo que el hijo aspira a reemplazar al padre.
– Todo eso me parece pura palabrería freudiana -comentó Susan.
– Pero ¿debemos pasarlo por alto? -repuso Diana.
De nuevo, Susan se abstuvo de responder.
Diana suspiró.
– Creo que estás aquí para librar la más elemental de las luchas -dijo-. Para demostrar quién es mejor, el padre o el hijo. El asesino o el investigador. Ése es el juego en el que nos hemos visto envueltos sin darnos cuenta. -Extendió la mano y la posó sobre el hombro de Jeffrey-. Lo que no sé exactamente es cómo se gana esta competición.
Con cada palabra Jeffrey se sentía como un niño, cada vez más pequeño, insignificante y débil. Temía que la voz le temblase y se le entrecortase, y experimentó un gran alivio cuando no fue así. Pero, en el mismo instante, tomó conciencia de una rabia en su interior, una ira que había mantenido reprimida, oculta y olvidada durante toda su vida. Esta furia empezó a bullir en su interior, y noto que los músculos de los brazos y del abdomen se le tensaban.
«Ella tiene razón -pensó-. Sólo libraré una batalla en mi vida; será ésta, y debo ganarla.»
– ¿Has dicho que se te había ocurrido otra cosa, mamá? ¿Otra idea? -preguntó Jeffrey.
Diana frunció el entrecejo. Se volvió hacia el plano de la casa que quedaba en la pantalla del ordenador y apuntó a las dimensiones con un dedo huesudo.
– Es grande, ¿verdad?
– Sí -dijo Susan.
– Y aquí hay normativas, ¿no?
– Sí -dijo Jeffrey.
– La casa es demasiado grande para una sola persona, y el estado no admite hombres solteros salvo en circunstancias muy especiales. Al fin y al cabo, ¿qué éramos nosotros hace veinticinco años? Camuflaje. Una fachada que creaba la ilusión de normalidad. La ficción del hogar de clase media feliz. ¿No os imagináis lo que él tiene aquí?
Tanto Susan como Jeffrey permanecieron callados.
– Tiene una familia. Como nosotros. -Diana hablaba en voz baja, como una conspiradora-. Pero esta familia debe diferenciarse de nosotros en algo fundamental. -Diana clavó en Jeffrey una mirada oscura y firme-. El se habrá buscado una familia que lo ayude -dijo. Se interrumpió, y una expresión de asombro le asomó a la cara, como si sus propias palabras la hubiesen sorprendido-. Jeffrey, ¿es posible semejante cosa?
El Profesor de la Muerte repasó rápidamente su lista mental de asesinos. Le pasaron por la cabeza varios nombres: Kallinger, el Zapatero de Filadelfia, que se llevaba consigo a su hijo de trece años en sus truculentas correrías sexuales; Ian Brady y Myra Hindley y los asesinatos de los páramos en Inglaterra; Douglas Clark y su amante Carol Bundy, en California; Raymond Fernandez y la terrible sádica sexual Martha Beck, en Hawai. Le vinieron al pensamiento estudios y estadísticas.
– Sí -dijo pausadamente-. No sólo es posible. Seguramente es probable.
20 El decimonoveno nombre
A media mañana, Manson mandó llamar a Jeffrey a su despacho. El profesor, su madre y su hermana habían pasado lo poco que quedaba de la noche en su oficina, echando alguna cabezada ocasional, pero sobre todo intentando identificar los factores que restringirían la búsqueda de la casa donde vivía su padre a los lugares más probables. La hipótesis de su madre de que su marido se había hecho con una segunda familia los había sumido a los tres en un estado de confusión teñida de desesperación. Jeffrey, en particular, era consciente de los peligros inherentes a la idea de que el hombre que los acechaba tenía cómplices; pero también consideraba que constituía una oportunidad. Examinó mentalmente los casos de asesinos en serie que formaban parte de los vastos conocimientos que había acumulado del tema. Y se preguntó si esos satélites del mundo de su padre, esos lugartenientes, independientemente de su número, serían tan astutos y competentes como él. Dudaba que su padre hubiese cometido errores; no estaba tan seguro de que cupiese esperar lo mismo de su nueva esposa. O de sus nuevos hijos, en realidad.
Las suelas de sus zapatos repiqueteaban sobre el suelo pulido mientras se dirigía hacia el despacho del director de seguridad. «¿Qué ofrecen ellos? -se preguntó-. La respuesta: seguridad. Obediencia a las reglas del estado cincuenta y uno. La ilusión de la normalidad, lo mismo para lo que se nos utilizó a nosotros en el pasado.» ¿Qué más? Tenía la certeza de que su padre estaba decidido a impedir que lo traicionasen de nuevo, como lo había traicionado su madre. Por tanto, Jeffrey tendía a pensar que la persona reclutada por su padre, fuera quien fuese, interpretaba un papel activo en la planificación y ejecución de sus perversiones.
«Una mujer con problemas graves -pensó-, pero eficiente.
»Una sádica, como él. Una asesina, como él.
»Pero no una persona independiente, ni creativa. No una persona capaz de poner en tela de juicio los deseos de mi padre ni por un momento.
»Una mujer leal y abnegada.
«Encontró a una persona así y la trajo consigo para iniciar una nueva vida juntos», decidió. Como un par de peregrinos diabólicos que hubiesen desembarcado en Massachusetts cuatrocientos años atrás.
Pero ¿dónde la había encontrado?
Esta última pregunta intrigó a Jeffrey. Sabía que su padre, como muchos otros asesinos en serie, tendría un sexto sentido a la hora de elegir a sus víctimas en medio de una multitud, y que se sentiría atraído con una precisión perversa hacia las débiles, indecisas y vulnerables. Pero elegir a una compañera… eso era harina de otro costal. Y algo que valía la pena examinar.
Jeffrey interrumpió sus pensamientos. «¿Y qué es lo que han creado?», se preguntó.
Abrió la puerta que daba al enorme laberinto de cubículos del Servicio de Seguridad y contempló el hervidero de actividad incesante. Entonces sonrió, porque se le había ocurrido una idea.
Cruzó la sala a paso veloz, saludando animadamente a alguna que otra secretaria o técnico informático que alzaba la vista y lo reconocía.
Se detuvo frente al despacho del director, y la secretaria-recepcionista le hizo señas de que entrase.
– Lleva una hora esperándole -le informó-. Pase directamente.
Jeffrey asintió, dio un solo paso al frente y, como si le hubiera venido algo a la cabeza, se volvió hacia la secretaria.
– Oiga -dijo con toda naturalidad-, quería pedirle un pequeño favor. Necesito un documento para esta reunión con el director, pero no he tenido tiempo de conseguirlo. ¿Podría imprimirme uno desde su ordenador?
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