Jeffrey pensó que eso debió de resultarle divertido a su padre. Dejar un poco de sangre en el coche de un desconocido. El cuchillo también le pareció un detalle ingenioso. Se preguntó si su padre había aleccionado a Elizabeth Wilson mientras le extraía sangre unas horas antes aquella tarde; «llama la atención, coquetea, enzárzate en una discusión, luego márchate con un tipo que esté tan borracho que apenas se tenga en pie. Un hombre que luego sea incapaz de recordar un solo detalle».
Después, su padre se llevó a la joven cuya muerte había fabricado y la recreó, del mismo modo que se había reinventado a sí mismo antes. Esa noche, ella debió de ser como una recién nacida, desnuda, con la ropa hecha jirones y empapada en su propia sangre, tiritando a causa del frío y el miedo.
Jeffrey cerró la carpeta y pensó: «Seguro que ella se lo debe todo.»
Echó una mirada rápida a su hermana y luego a su madre.
«No tienen idea de lo peligrosa que puede ser esta mujer -se dijo-. No hay un solo detalle de su vida que no haya sido inventado por mi padre. Ella le tendrá tanta devoción como un feroz perro guardián. Quizás incluso más.»
Junto con el expediente, habían enviado una vieja fotografía. En ella aparecía un rostro joven y airado con expresión ceñuda, una boca torcida de dentadura mellada y una nariz rota que se había soldado mal, todo ello enmarcado por una cabellera rubia enmarañada y grasienta.
Jeffrey comparó mentalmente ese retrato con la fotografía del pasaporte de Caril Ann Curtin. Costaba creer que la joven que sostenía bajo su cara el número de identificación en la comisaría fuese la misma mujer adulta segura de sí misma que había demostrado su valía en tantas tareas oficiales. Le habían arreglado los dientes y suavizado el mentón. La nariz rota había sido reparada y remodelada. La había esculpido un experto, pensó Jeffrey, tanto física como emocional y psicológicamente. Como Henry Higgins a Eliza Doolittle. Sólo que, en este caso, se trataba del Henry Higgins de la muerte.
Jeffrey guardó de nuevo las dos carpetas en el maletín de lona, remetiéndolas entre el expediente escolar de Geoffrey Curtin y la fotografía de Peter Curtin. Los ordenadores no contenían información sobre él, salvo las referencias indirectas en los dossieres de su esposa e hijo.
En el coche había un teléfono del Servicio de Seguridad. Jeffrey lo cogió y comenzó a marcar un número. Hicieron falta tres intentos frustrantes para que pudiera ponerse en contacto con la Univer sidad Cornell. Se identificó y acto seguido pidió que lo pasaran con el encargado de seguridad. Tardaron unos segundos en localizar al hombre, pero cuando contestó, su voz sonó muy cercana pese a los cientos de kilómetros que los separaban.
– Aquí el jefe de seguridad, ¿cuál es el problema?
– Señor, necesito saber si un alumno de Cornell continúa alojado en la residencia.
– Dispongo de esa información. ¿Para qué la necesita?
– Se ha producido un accidente de tráfico aquí -mintió Jeffrey-, y seguimos buscando entre los restos del vehículo quemado. Es posible que se trate de parientes cercanos. Pero hemos recuperado cadáveres sin identificar. Nos sería útil poder descartar al menos a una persona…
– ¿Como se llama el alumno?
– Geoffrey, con G, Curtin. Se escribe C-U-R-T-I-N…
– Deje que eche un vistazo, señor…
– Clayton. Agente especial Clayton.
– Cada vez recibimos más solicitudes de jóvenes del estado cincuenta y uno, ¿sabe? Son buenos chicos. Buenos estudiantes. Pero cuando llegan al campus lo pasan fatal durante las primeras semanas. Aquí las cosas son diferentes que allá… -El oficial de seguridad hizo una pausa y luego añadió-: Oiga, ¿seguro que me ha dado bien el nombre?
– Sí. Geoffrey Curtin, de Sierra, en el estado cincuenta y uno.
– Pues no me sale nadie con ese nombre.
– Vuelva a comprobarlo, si es tan amable.
– Ya lo he hecho. Aquí no consta nadie. Tengo la lista general, ¿sabe? Figuran todos los alumnos, profesores, empleados del campus… todas las personas relacionadas con la universidad. Él no aparece. Quizá debería telefonear a Ithaca College. A veces la gente se confunde, ¿sabe? Están muy cerca de nosotros.
Jeffrey, después de colgar, rebuscó en la carpeta del informe académico. Sujeta al documento había una copia de la carta de aceptación de Cornell, con una nota escrita a mano por el tutor en la parte superior, que decía: «Depósito enviado.»
Jeffrey se percató de que tanto su madre como su hermana lo observaban.
– No está allí -dijo-, que es donde se supone que debería estar. Eso podría significar que está aquí…
El agente taciturno farfulló desde el asiento delantero:
– Pruebe con Control de Pasaportes. Ellos sabrán si está o no en el estado.
Jeffrey asintió.
– Se supone que tengo que ayudarles -prosiguió el agente, entre dientes-, pero mire que amenazarme con una pistola…
Jeffrey realizó la llamada. Gracias a su autorización de seguridad, obtuvo una respuesta rápida: Geoffrey Curtin, de dieciocho años, con domicilio en Buena Vista Drive 135, Sierra, había salido del estado el 4 de septiembre con destino a Ithaca, Nueva York, y aún no había regresado.
– Bueno -dijo Susan-. ¿Qué opinas? ¿Está aquí o no?
– Creo que no, pero debemos ser prudentes.
– Me llaman doña Prudencia -bromeó Susan.
– No, no es cierto -replicó Diana con aire sombrío-. Nunca te han llamado así.
La calle principal de Sierra estaba atestada de coches que daban bocinazos, encendían y apagaban los faros, y zigzagueaban por la calzada de dos carriles. Había adolescentes apretujados dentro de los vehículos, agarrados a la parte posterior de camionetas o saludando desde ventanas abiertas, armando en conjunto un gran jaleo. En la plaza central de la ciudad ardía una hoguera cuyas llamas anaranjado rojizo se elevaban casi hasta diez metros de altura hacia el cielo azul negruzco. Un coche de bomberos estaba aparcado discretamente a unos cincuenta metros, y media docena de bomberos, con una manguera a sus pies, miraban, sonriendo de oreja a oreja, con los brazos cruzados, a una fila de chicos que serpenteaba en torno al fuego, sus siluetas recortadas contra el fuego, girando. Dos coches del Servicio de Seguridad, con sus luces estroboscópicas rojas y azules marcando el compás, también se encontraban cerca de la multitud. No sólo había adolescentes; la muchedumbre estaba integrada tanto por personas muy jóvenes que estaban trasnochando mucho más de lo que era habitual en ellos, como por adultos igual de entregados a la danza, si bien de forma menos vigorosa y quizá considerablemente más ridícula. Los radiocasetes de un puñado de coches trucados tocaban una música rítmica de bajos graves que retumbaba en el aire. Estos sonidos quedaron ahogados por la marcha interpretada por una orquesta de viento que apareció doblando una esquina, con los instrumentos brillando bajo las luces mezcladas de los coches y del fuego.
– La final del campeonato de fútbol americano entre institutos -les informó el agente desde el asiento delantero mientras se abría paso cuidadosamente por entre el gentío-. Debe de haber ganado Sierra hoy. Ahora podrán jugar en la Super Bowl juvenil del estado. No está mal. No está nada mal.
El agente le tocó la bocina a un descapotable lleno de adolescentes que se había detenido delante de ellos. Los chicos se volvieron, riendo y gesticulando de manera animada pero no agresiva. Con una sacudida y un chirrido de neumáticos, la chica que iba al volante logró apartar el coche de su camino.
– Saldremos de esto enseguida. Parece que todo aquel que es alguien en esta ciudad ha venido aquí esta noche.
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