Esto preocupaba a Diana. Susan parecía comprenderlo mejor. Recibió esta orden de su hermano con un gesto de resignación.
– Haremos lo que podamos -dijo.
Jeffrey esbozó una sonrisa lánguida, echó un brazo a los hombros de su hermana y le dio un apretón. Luego se volvió y abrazó a su madre brevemente, sin nada más que una muestra de afecto momentánea y rutinaria, como si el viaje que se disponía a emprender fuese tan previsible y normal como parecía serlo el mundo que los rodeaba.
– Nos vemos allí delante -dijo, intentando inyectar serenidad y determinación a su voz-. Aseguraos de darme tiempo suficiente para atraer su atención.
Dicho esto, Jeffrey dio media vuelta y se alejó a paso rápido por el camino de acceso, con las armas terciadas, y la negrura de la noche lo engulló enseguida.
Los ojos de Jeffrey tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad, pero cuando eso ocurrió alcanzó a entrever la forma del sendero, que serpenteaba entre filas densas de árboles cuyas copas se extendían sobre el angosto espacio y casi no dejaban que se filtrase la luz de la luna y las estrellas. Escuchó con atención la noche que lo rodeaba, el rumor ocasional de ramas que se frotaban una contra otra cuando soplaba una ráfaga de viento, mezclado con el sonido ronco de su propia respiración. Notaba una sequedad invernal en la garganta y al mismo tiempo una pegajosidad propia del verano en las axilas a causa del sudor provocado por el nerviosismo. Caminaba hacia delante, sintiéndose como un hombre a quien le habían pedido que inspeccionara su propia cripta.
Sospechaba que ya había activado una alarma dentro de la casa; los detectores debían de ser sensibles al calor y al volumen y hallarse ajustados de modo que no saltaran por alguna zarigüeya o mapache que pasaran por el bosque, aunque probablemente se disparasen si un ciervo de cola negra se aventuraba a acercarse demasiado a la casa. Sin embargo, Jeffrey sabía que esa noche no pasarían por alto la alarma atribuyéndola a un animal. Instaladas en lo alto de los árboles, en algún lugar, habría cámaras que captarían su avance por el camino. Aun así, se movía cautelosa y pausadamente, como si confiara en que nadie lo vería acercarse. «Esto es importante -pensó-. Mantener la ilusión. Hacerle creer que estoy solo y que no tengo ni el sentido común ni la experiencia para evitar caer en la trampa.»
El sendero torcía en ángulo recto hacia la derecha, y Jeffrey se quedó al abrigo de los últimos árboles que se alzaban al borde de una extensión de césped despejada y bien cuidada al pie de una loma. La casa se encontraba a unos cincuenta metros, justo en el centro de la suave elevación. No había matas, ni obstáculos, ni formas tras las que ocultarse al acercarse por ese último tramo de terreno. La luz de la luna bañaba la hierba, que despedía un brillo plateado como un estanque apacible.
La casa era de dos plantas y diseño del Oeste actualizado; moderna, amplia, con un exterior elegante y atractivo que denotaba que se había gastado dinero en detalles. Estaba totalmente a oscuras, sin atisbo de luz por ninguna parte.
Jeffrey exhaló despacio, parado al borde del claro, entornando los párpados y mirando al frente.
Intentó imaginarse la casa como una fortaleza, como un objetivo militar. Se llevó las gafas de visión nocturna a los ojos y comenzó a escrutar el exterior. Había arbustos bajo cada ventana de la planta baja. Supuso que no se trataría de arbustos comunes y corrientes; debían de estar repletos de espinas afiladas como cuchillos y resultar, por tanto, impenetrables. Además, estarían plantados en grava suave del tipo que hace un ruido inconfundible cuando se pisa.
A un lado vislumbró una galería acristalada, pero incluso ese recinto estaba rodeado por densas marañas de arbustos.
Jeffrey sacudió la cabeza. Había tres formas de entrar: por la puerta principal, por una puerta trasera o por la entrada oculta a la habitación en que Kimberly Lewis había aprendido que el mundo no era precisamente el sitio seguro y perfecto que le habían contado. Desde donde él estaba no veía la puerta de atrás, pero recordaba su ubicación en los planos; a un lado de la cocina. Sin embargo, ésa no sería su característica más destacada, pensó, sino un campo de disparo despejado tanto en el exterior como dentro.
Jeffrey bajó los prismáticos para continuar buscando algún otro punto de acceso a la casa aparte de las dos puertas, delantera y trasera, sabiendo que no lo encontraría. Se encogió de hombros y pensó que no era tan terrible: cuando uno va a enfrentarse a algo maligno, tal vez sea más conveniente desde el punto de vista psicológico atacar de frente en lugar de intentar acceder por detrás a hurtadillas. Por supuesto, esperaba que su hermana fuese lo bastante juiciosa para colarse por la parte posterior, tal y como habían acordado. Le preocupaba este detalle; Susan tenía algo de impredecible, y podía tomar una decisión diferente. De un modo extraño, Jeffrey contaba con ello.
Observó de nuevo la casa a oscuras.
Que no viera ninguna luz no significaba nada. No creía que su padre hubiese huido, o que se hubiese ido a dormir. Sabía que su padre se sentía cómodo en la oscuridad y que nunca perdía la paciencia cuando esperaba a que su presa acudiese a él.
Jeffrey sujetó el arma automática contra su pecho. Era básicamente una pieza de utilería. No tenía intención de utilizarla. Pero llegar armado a la casa formaba parte de la ilusión.
Una vez más, soltó el aire despacio. Había permanecido demasiado tiempo indeciso en la periferia del claro, al igual que en la periferia de su vida, y había llegado el momento de dar un paso al frente. Exhalando lentamente y doblado por la cintura, salió de entre los árboles y arrancó a correr a toda velocidad hacia la parte delantera de la casa. Un pensamiento fugaz le vino a la mente: durante toda su vida adulta había sido profesor y científico, había vivido en un mundo de planificación y resultados, de estudio y expectativas; y, en este momento, se había precipitado en un mundo muy distinto, un mundo de incertidumbre absoluta. Recordaba haberse adentrado en un lugar así una vez, en un almacén abandonado de Galveston, buscando a David Hart. Pero entonces lo acompañaba un par de agentes de sangre fría, y la ansiedad que lo había invadido no era más que una sombra de la tensión que estaba acumulando esa noche. Y esta vez, pese a la presencia de su hermana y su madre, que avanzaban sigilosamente en algún punto de la extensa oscuridad que tenía a su espalda, se sentía profundamente solo. Recordaba lo que le había dicho a su hermana hacía unos días: «Si quieres vencer al monstruo, debes estar dispuesto a descender hasta la guarida de Grendel.» Notaba que sus dedos apretaban con fuerza el metal del arma. Parecían resbaladizos a causa de la inquietud.
Comenzó a respirar agitadamente cuando se abalanzó hacia delante a la carrera.
La distancia pareció expandirse. Jeffrey oía el golpeteo de sus pies sobre la hierba brillante, que parecía cubierta de escarcha e inestable. Tragó saliva y, de pronto, como por sorpresa, la distancia se comprimió bruscamente, y se encontró a pocos metros de la puerta principal. Continuó corriendo y finalmente se arrojó contra la gruesa madera, con la espalda contra la casa, intentando encogerse todo lo posible, jadeando.
Por un instante, vaciló.
Estaba a punto de coger la palanca pequeña para forzar la puerta, pero algo lo hizo detenerse. Se acordó de la puerta de su apartamento, en Massachusetts, que él mismo había electrificado. Pensaba que cualquiera que quisiera entrar por la fuerza probaría primero con el pomo. De modo que, en lugar de reventar la cerradura con la palanca, extendió la mano y la posó en la manija de la puerta.
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