Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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El camarada Pillai. El profesional de romper huevos para hacer tortillas en Ayemenem.

Aunque parezca extraño, había sido él quien había iniciado a los gemelos en el kathakali. A pesar de que a Bebé Kochamma no le parecía nada bien, fue él quien los llevaba, junto con Lenin, a las actuaciones que duraban toda la noche en el templo, y el que se quedaba con ellos hasta el amanecer, explicándoles el lenguaje y los gestos del kathakali. A los seis años vieron con él la misma historia que volvieron a ver aquella mañana. Fue él quien los introdujo en el Raudra Bhima por primera vez: la historia de Bhima, el loco y el sanguinario, a la búsqueda de muerte y venganza. «Está despertando la bestia que hay en él», les explicó el camarada Pillai (a unos niños asustados, con los ojos como platos) cuando Bhima, de natural bondadoso, comenzó a gruñir y a aullar.

Cuál era la bestia, el camarada Pillai no lo dijo. Tal vez lo que quiso decir, en realidad, era que lo que estaba despertando era el hombre que había en él. Porque, sin duda, no existe ninguna bestia que haya desarrollado la infinita capacidad de inventiva que caracteriza al odio humano. Ninguna bestia puede compararse con el alcance y el poder de un odio así.

El cuenco rosado perdió intensidad y dejó caer una llovizna gris y cálida. En el momento en que Estha y Rahel salían por la puerta del templo, el camarada K. N. M. Pillai entraba, brillante después de su baño de aceite. Se había puesto pasta de sándalo sobre la frente. Las gotas de lluvia refulgían como tachuelas sobre su piel. Entre las manos ahuecadas sostenía un montoncito de jazmines frescos.

– ¡Aja! -dijo con su voz aflautada-. ¡Pero si estáis aquí! ¿Así que todavía os interesa vuestra cultura india? Bien, bien. Muy bien.

Los gemelos, ni groseros ni corteses, no contestaron. Se encaminaron juntos hacia su casa. Él y ella. Nosotros.

13. EL OPTIMISTA Y EL PESIMISTA

Chacko se había trasladado de su cuarto al estudio de Pappachi, a fin de que Sophie Mol y Margaret Kochamma tuvieran una habitación para ellas. Era una habitación pequeña, con una ventana que dominaba la plantación de caucho descuidada y venida a menos que el reverendo E. John Ipe le había comprado a un vecino. Una puerta la comunicaba con el resto de la casa y otra (la entrada que Mammachi había mandado hacer para que Chacko satisficiera sus Necesidades de Hombre discretamente) llevaba directamente al mittam lateral.

Sophie Mol estaba dormida en un catre pequeño que habían preparado para ella al lado de la gran cama. El zumbido del lento ventilador de techo llenaba su cabeza. Abrió los ojos azules, de un azul grisáceo, de golpe.

Despierta

Despabilada

Despejada

Apartó el sueño de modo contundente.

Por primera vez desde la muerte de Joe, su primer pensamiento al despertarse no fue para él.

Miró alrededor. Sin moverse, girando simplemente los ojos. Un espía capturado en territorio enemigo, que tramaba una fuga espectacular.

Sobre la mesa de Chacko había un florero con unos hibiscos torpemente colocados y ya mustios. Las paredes estaban cubiertas de libros. Un armario con las puertas de cristal estaba abarrotado de restos de aviones de madera. Mariposas rotas con ojos implorantes. Mujeres de madera de un rey malvado que languidecían bajo un maleficio de madera.

Atrapadas.

Sólo una, Margaret, su madre, había escapado a Inglaterra.

En la parte central del ventilador del techo, que estaba cromada, giraba la habitación. Una salamanquesa beige, del color de una galleta sin acabar de hornear, la miraba con mucho interés. Pensó en Joe. Algo se agitó dentro de ella. Cerró los ojos.

La parte cromada del ventilador del techo siguió girando en su cabeza.

Joe sabía andar sobre las manos. Y cuando iba en bicicleta colina abajo, sabía hacer que el viento le inflara la camisa.

En la cama contigua, Margaret Kochamma aún seguía dormida. Estaba tumbada boca arriba con las manos cruzadas justo debajo de las costillas. Tenía los dedos hinchados y parecía que el anillo de boda se sentía incómodo al estar tan apretado. La carne de las mejillas le caía a ambos lados de la cara y daba la sensación de que sus pómulos eran altos y prominentes, al tiempo que ponía en su boca una sonrisa amarga que dejaba entrever el brillo de los dientes. Se había depilado las espesas cejas hasta dejarlas como se llevaban entonces, convertidas en unos arquitos muy finos, como dibujados a lápiz, que le otorgaban una permanente expresión de ligera sorpresa, incluso cuando estaba dormida. Pero estaba recuperando las demás expresiones de aquellas cejas en forma de incipientes pelillos. Tenía el rostro congestionado y la frente brillante, aunque bajo el enrojecimiento se escondía cierta palidez. Una pena dejada para más tarde.

El delgado tejido de algodón y poliéster azul marino con flores blancas de su vestido se había quedado lánguido y se le pegaba a los contornos del cuerpo, levantándose sobre los pechos y descendiendo a lo largo de la línea que se le formaba entre las piernas largas y fuertes, como si, al no estar acostumbrado al calor, también necesitara dormir la siesta.

En la mesilla, en un marco de plata, había una fotografía en blanco y negro de la boda de Chacko y Margaret Kochamma, sacada en la puerta de la iglesia, en Oxford. Nevaba un poco. Los primeros copos de nieve cubrían la calzada y la acera. Chacko iba vestido como Nehru. Llevaba un churidar blanco y un shervani negro. Tenía los hombros salpicados de nieve. En el ojal del shervani llevaba una rosa, y por el bolsillo superior le asomaba la punta de un pañuelo, doblado en forma de triángulo. Calzaba, muy apropiadamente, zapatos Oxford, negros, lustrosos. Parecía que se riera de sí mismo y del modo como se había vestido. Igual que si estuviera en una fiesta de disfraces.

Margaret Kochamma llevaba un vestido de novia largo y vaporoso y una diadema barata sobre el pelo, corto y rizado. Se había levantado el velo del rostro. Era tan alta como él. Los dos parecían felices. Eran delgados y jóvenes. Hacían guiños por el cambio de luz del interior al exterior. Las cejas espesas y oscuras de la novia, unidas en el entrecejo, producían un encantador contraste con el vaporoso blanco nupcial. Una nube con cejas que guiñaba un ojo. Detrás de ellos se veía a una mujer corpulenta con aire de matrona, de tobillos gruesos y con todos los botones del largo abrigo abrochados. Era la madre de Margaret Kochamma. Tenía a sus dos nietecillas a los lados, con las faldas escocesas plisadas, las medias y los flequillos idénticos. Las dos se reían y se tapaban la boca con las manos. La madre de Margaret Kochamma miraba para otro lado, fuera del campo de la fotografía, como si prefiriera no estar allí.

El padre de Margaret Kochamma se había negado a asistir a la boda. No le gustaban nada los indios; pensaba que eran taimados y deshonestos. No podía hacerse a la idea de que su hija se casara con uno de ellos.

En el ángulo derecho de la fotografía se veía a un hombre que iba en bicicleta y se había vuelto para mirar a la pareja.

Cuando conoció a Chacko, Margaret Kochamma trabajaba de camarera en un café de Oxford. Su familia vivía en Londres. Su padre tenía una panadería y su madre era dependienta en una mercería. Margaret Kochamma había dejado la casa de sus padres hacía un año por la única razón de que tenía las ansias de independencia propias de la juventud. Sus intenciones consistían en trabajar y ahorrar lo suficiente para pagarse los estudios de maestra, y después buscar empleo en alguna escuela. En Oxford compartía un pequeño apartamento con una amiga. También camarera, en otro café.

Tras el cambio de ambiente, Margaret Kochamma se dio cuenta de que se había convertido exactamente en la clase de chica que sus padres querían que fuese. Al enfrentarse al Mundo Real se aferró, llena de nerviosismo, a las viejas reglas de comportamiento que tan arraigadas tenía, y comprendió que ya no había nadie contra quien rebelarse, excepto contra sí misma. Así que, aparte de poner el tocadiscos algo más alto de lo que le permitían en su casa, continuó llevando en Oxford la misma vida insignificante y estricta de la que creía haber escapado.

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