Al volver del «corazón de las tinieblas», se detenían en el templo para implorar el perdón de los dioses. Para disculparse por corromper sus historias. Por vender sus identidades a cambio de dinero. Por malversar sus vidas.
En esas ocasiones se agradecía la presencia de público, pero era algo absolutamente incidental.
En el amplio pasillo cubierto (la columnata del kuthambalam contiguo al corazón del templo donde vivía el Dios Azul con su flauta) los tamboriles tamborileaban y los bailarines bailaban haciendo evolucionar sus ropas de colores lentamente en la noche. Rahel se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y apoyó la espalda contra la superficie curvada de una columna blanca. Una alta lata de aceite de coco brillaba a la luz titilante de la lámpara. El aceite alimentaba la luz. La luz iluminaba la lata.
No importaba que la historia ya hubiese empezado, porque hacía tiempo que el kathakali había descubierto que el secreto de las Grandes Historias es que no tienen secretos. Las Grandes Historias son aquellas que ya se han oído y se quiere oír otra vez. Aquellas a las que se puede entrar por cualquier puerta y habitar en ellas cómodamente. No engañan con emociones o finales falsos. No sorprenden con imprevistos. Son tan conocidas como la casa en la que se vive. O el olor de la piel del ser amado. Sabemos cómo acaban y, sin embargo, las escuchamos como si no lo supiéramos. Del mismo modo que, aun sabiendo que un día moriremos, vivimos como si fuéramos inmortales. En las Grandes Historias sabemos quién vive, quién muere, quién encuentra el amor y quién no. Y, aun así, queremos volver a saberlo.
Ahí radica su misterio y su magia.
Para el Danzarín de Kathakali esas historias son sus hijos y su infancia. Ha crecido dentro de ellas. Son la casa donde se crió y las praderas en las que jugó. Son sus ventanas y su forma de ver. Así que, cuando cuenta una historia, la trata como si fuese una hija suya. Se burla de ella. La castiga. La lanza al aire como una pelota. Forcejea con ella, caen al suelo y luego la deja escapar otra vez. Se ríe de ella porque la ama. Puede transportarte por mundos enteros en pocos minutos o puede detenerse durante horas a observar una hoja marchita. O a jugar con la cola de un mono dormido. Puede pasar sin ningún esfuerzo de las matanzas bélicas al júbilo de una mujer que se lava el pelo en un arroyo de montaña. De la astuta vivacidad de un rakshasa [9] con una idea nueva a un aldeano chismoso con un escándalo que propagar. De la sensualidad de una mujer dándole de mamar a un bebé a la seductora malicia de la sonrisa de Krishna. Puede desvelar la gota de dolor contenida en la felicidad. El pez oculto de la vergüenza en un mar de gloria.
Cuenta historias de los dioses, pero su cuento surge de un corazón humano, impío.
El danzarín de kathakali es el más hermoso de todos los hombres. Porque su cuerpo es su alma. Su único instrumento. Desde los tres años ha sido preparado sólo para contar historias, para ello se perfecciona y a ello ciñe y dedica su vida. Ese hombre que está detrás de una máscara pintada y lleva unas faldas ondulantes está lleno de magia.
Pero ahora se ha vuelto inviable. Imposible. Un bien declarado caduco. Sus hijos se burlan de él y desean convertirse en todo lo que él no es. Los ha visto crecer y convertirse en funcionarios y cobradores de autobús. Funcionarios de cuarta categoría cuyo nombramiento no aparece en el Boletín Oficial del Estado. Con sindicatos propios.
Pero él, que quedó suspendido en algún punto entre el paraíso y la tierra, no puede hacer lo que ellos hacen. No puede ir por los pasillos de los autobuses vendiendo billetes y contando monedas. No puede acudir al timbre que lo llama requiriendo su presencia. No puede inclinarse detrás de bandejas con servicios de té y galletas María.
Desesperado, se vuelve hacia el turismo. Entra a formar parte del mercado. Vende lo único que posee. Las historias que su cuerpo sabe contar.
Se convierte en un Toque Regional.
En el «corazón de las tinieblas», los turistas, instalados en su ociosa desnudez y en su interés escaso y de importación, le hacen sentirse ridículo. Pero contiene su rabia y baila para ellos. Cobra sus honorarios. Se emborracha. O se fuma un canuto. Buena hierba de Kerala que le hace reír. Y después hace un alto en el templo de Ayemenem, él y los que van con él, y bailan para implorar el perdón de los dioses.
Rahel (sin ningún Plan, sin ningún Motivo para estar allí), con la espalda apoyada contra una columna, observaba a Karna rezar en las orillas del Ganges. Karna enfundado en su armadura de luz. Karna el hijo melancólico de Surya, el Dios del Día. Karna el Generoso. Karna el hijo abandonado. Karna el guerrero más venerado de todos.
Aquella noche Karna iba colocadísimo. Su andrajosa falda estaba zurcida. Su corona tenía agujeros donde antes había habido joyas. El terciopelo de su blusa estaba raído por el uso. Tenía los talones agrietados. Endurecidos. Se apagaba los canutos en ellos.
Pero si hubiera tenido una flota de maquilladores esperándole entre bastidores, un agente, un contrato, un porcentaje sobre los beneficios, ¿qué habría sido entonces? Un impostor. Un simulador rico. Un actor que hace su papel. ¿Podría ser Karna? ¿O estaría demasiado seguro dentro de su burbuja de bienestar? ¿Su dinero no se levantaría como una pantalla entre él y su historia? ¿Sería capaz de tocar el corazón de esa historia, sus secretos escondidos, del modo que lo hacía ahora?
Tal vez no.
Este hombre esta noche es peligroso. Su desesperación es total. Esta historia es la red de seguridad sobre la que da saltos y hace piruetas como un payaso maravilloso de un circo en bancarrota. Es lo único que posee para evitar precipitarse mundo abajo como una piedra. Es su color y su luz. Es la vasija dentro de la cual él mismo se vierte. Que le da forma. Estructura. Lo sujeta. Lo contiene. Contiene su Amor. Su Locura. Su Júbilo Infinito. Irónicamente, su lucha es lo opuesto de la lucha de un actor: no se esfuerza por meterse en su papel, sino por escapar de él. Pero eso es lo que no puede hacer. En su abyecta derrota reside su triunfo supremo. Él es Karna, a quien el mundo ha abandonado. Karna el Solitario. Un bien declarado caduco. Un príncipe criado en la pobreza. Nacido para morir injustamente, desarmado y solitario a manos de su hermano. Majestuoso en su desesperación total. Que reza a orillas del Ganges. Colocado y fuera de sí.
Entonces apareció Kunti. También ella estaba representada por un hombre. Un hombre que se había vuelto suave y afeminado, un hombre con pechos, de tanto hacer papeles femeninos durante años. Sus movimientos eran fluidos. Llenos de feminidad. Kunti también estaba colocada. Pirada por los mismos canutos compartidos. Había venido a contarle una historia a Karna.
Karna inclinó su hermosa cabeza y escuchó.
Kunti, con los ojos enrojecidos, bailó para él. Le habló de una joven a la que habían concedido un don. Un mantra secreto que podía usar para elegir a su amado de entre los dioses. Y cómo, con la imprudencia de la juventud, decidió probarlo y ver si funcionaba realmente. Y cómo fue sola al centro de un campo vacío, miró hacia el cielo y recitó el mantra. Apenas habían acabado de salir las palabras de su necia boca, dijo Kunti, cuando Surya, el Dios del Día, apareció ante ella. La joven, hechizada por la belleza de aquel divino efebo resplandeciente, se entregó a él. Nueve meses después le dio un hijo. El niño nació envuelto en luz, con pendientes de oro en las orejas y un peto de oro en el pecho, en el que estaba grabado el emblema del sol.
La joven madre amaba muchísimo a su primogénito, dijo Kunti, pero no estaba casada y no podía quedárselo. Lo metió en una canasta de juncos y lo depositó en un río para que se lo llevara la corriente. Adhirata, un auriga, encontró al niño río abajo. Y lo llamó Karna.
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