Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Antes de abandonar la Luissenstrasse se cruzaron con un Jeep pero, o no los habían visto o no les apetecía detenerse para pedirles la documentación. Durante más de veinte minutos caminaron por el sector británico, junto al Spree, bordeando el norte de Tiergarten, y luego entraron en un café en el que apenas había gente, pero sobre todo no había nadie que llevara el uniforme de ninguno de los ejércitos de ocupación de Berlín.

Se sentaron en el rincón que estaba más lejos de la ventana. Rubén lo hizo de espaldas a la pared y frente a la puerta, después de haber mirado uno a uno discretamente a los escasos clientes que poblaban el local. Se había quitado el sombrero, y, de no ser por las gafas y el brillo de sus ojos, a ella se le ocurrió que tal vez nunca lo habría reconocido.

Pensó también Anna que se sentía lo bastante seguro en aquel café como para poder sentarse y beber tranquilamente la jarra de cerveza que había pedido. Ella todavía no había probado ni un sorbo de la suya. Miraba a Rubén, que acababa de guardarse en la cartera el cambio de la consumición. No llegó a ver en qué moneda había pagado, pero, en cualquier caso, si llevaba dinero encima y estaba en Berlín y tenía documentos para poder moverse por la ciudad, era porque lo habían ayudado. Gente del partido, seguro.

Mientras lo había visto pedir en la barra, Anna procuró fijarse en Rubén sin que él pudiera verla. Los años de cautiverio eran evidentes. Parecía otro, un enfermo se le antojaba, y su cabello, antes abundante y espeso, ahora era tan fino que parecía a punto de quebrarse y se había nevado de canas.

– ¿Lo has matado? -fue lo primero que se le ocurrió decirle cuando él la miró a los ojos desde el otro lado de la mesa. Había tantas cosas que él podría reprocharle, y si había llegado hasta Berlín era porque las sabía, que procuró retrasar el momento de enfrentarse a ello.

Rubén tragó despacio la cerveza y después la miró un momento, como si le extrañase que la primera frase que ella le dijera después de tantos años fuera que si había matado a un hombre.

– Si no lo has matado, mejor. Aunque hubiera sido en defensa propia, aunque lo hayas hecho para salvarme porque… Porque ese hombre iba a tratar de forzarme. Hubiera sido muy complicado para ti. Él es un sargento del ejército de los Estados Unidos.

Rubén se encogió de hombros.

– Si te digo la verdad, me da lo mismo.

Anna no sintió alivio al escuchar la respuesta. Sabía que matar a un militar norteamericano, a Rubén, o a cualquiera, solo podría acarrearle problemas.

– Espero que no -insistió-. Matarlo no hubiera solucionado nada. Aunque se lo mereciera -añadió, tapándose la chaqueta maltrecha con el abrigo que aún no se había quitado.

Rubén arrancó otro trago a la jarra de cerveza. Anna seguía sin probar la suya.

– Ha pasado mucho tiempo. Ella asintió.

– Rubén, yo…

– Mucho tiempo -dijo de nuevo-. Hiciste bien en seguir con tu vida. No te culpo. Visto todo lo que ha sucedido después, fue la mejor decisión. Yo mismo pienso muchas veces que estoy vivo de milagro.

Sin embargo, Anna pensaba a veces que lo mejor sería haberse muerto y no tener que estar ahora en Berlín cumpliendo una misión que ojalá fuera la última. Muerta y no haberse encontrado con Rubén a pesar de todo lo que se alegraba de que estuviera vivo.

– Tenemos que hablar, Rubén. Han pasado muchos años y demasiadas cosas.

– Pero fíjate. Al final todo ha cambiado -miró al otro lado de la ventana del café, como si al hacerlo pudiera abarcar la ciudad en ruinas- y todavía habrá de cambiar mucho más. -Eso no va a ser tan sencillo.

Parecía que Rubén no la escuchaba. Se había quedado absorto mirando la oscuridad al otro lado del cristal, los escombros, la niebla espesa.

– ¿Por qué has vuelto a Berlín, Anna? -le preguntó, por fin, como si hubiera regresado de otro mundo-. ¿Qué estás haciendo aquí?

Ella prefirió no hablar de Franz Müller todavía.

– Tal vez con el tiempo todo volverá a ser como antes.

Será cuestión de mucho esfuerzo y de paciencia -también miró por la ventana, se quedó un momento callada y repitió-, mucho esfuerzo y mucha paciencia. ¿Y tú? ¿Por qué has venido a Berlín?

– Porque quería verte. Enterarme de qué te había pasado. Saber si habías sobrevivido a la guerra, que me dijeras por qué me olvidaste por un ingeniero alemán. ¿Acaso has venido hasta aquí para buscarlo a él?

Anna cogió su jarra de cerveza. Le robó, por fin, el primer sorbo.

– Rubén, me dijeron que habías muerto. Y yo nunca te dejé por nadie. De hecho, si accedí a conocerlo fue para ayudarte, para salvarte.

Él asintió, lentamente, como si no la escuchase o como si estuviera calibrando la verdad de sus palabras.

– Entonces a lo mejor estoy vivo por eso, porque tú me ayudaste -hablaba sin mirarla, absorto en la niebla. Luego se volvió hacia ella, se quedó mirándola, y lo que iba a decir dibujó en su cara algo parecido a una sonrisa.

Anna negó con la cabeza. Él volvió a desviar los ojos hacia la niebla que cada vez se le antojaba más cerca, parecía que iba a atravesar la ventana.

– Yo quiero estar contigo, Rubén. Que me cuentes todo lo que te ha pasado durante estos años.

– Mejor no quieras saberlo -respondió, y luego levantó la jarra-. Me gustaría tomar otra, pero no puedo invitarte.

Anna sonrió. Y había sido de verdad, porque vio que los ojos de Rubén se iluminaron.

Tragó saliva el resucitado. Anna vio cómo le subía y bajaba la nuez en el cuello flaco.

– Me ha hecho muy feliz volver a verte -le dijo, y hasta entonces ella no se dio cuenta de que tal vez la intención de Rubén al levantarse había sido la de marcharse enseguida.

Anna también se puso de pie. Cuando consiguió sujetar su brazo ya estaba en la puerta.

– No te vayas, por favor. Quédate conmigo.

Rubén sonrió, y ella no quiso pensar que era desprecio lo que significaba la mueca de su rostro.

– Tengo que irme, Anna. He venido hasta aquí porque quería verte de nuevo. Eso es todo.

Ya estaban en la calle. Anna se levantó las solapas del abrigo para protegerse del frío.

– Hay muchas cosas que debo explicarte. Déjame que lo haga y luego podremos volver juntos a París. Empezar de nuevo. Estar juntos los dos.

Rubén humilló la mirada. París. Los dos juntos otra vez. Ojalá que eso fuera posible. Ya había decidido que no, hacía mucho. Pero Anna se había abrazado a él y seguía tratando de convencerlo.

– Cuando termine lo que he venido a hacer aquí podremos volver juntos. Solos tú y yo. Empezar una nueva vida.

Rubén tenía su cara pegada a la suya. Sentía su mejilla suave. No podía ver sus ojos. Rubén apretó los párpados antes de formular la pregunta otra vez.

– ¿Por qué has venido a Berlín, Anna? ¿Por qué no te has quedado en París? -y cuando se lo preguntó la abrazó con más fuerza. No quería ver la expresión indecisa de su rostro mientras buscaba una explicación coherente, una excusa razonable que justificase su presencia en la capital devastada de un país que había invadido Francia. Ni aunque su madre fuera alemana. A él se lo había llevado la Gestapo -. ¿Acaso pensabas quedarte aquí para siempre?

Ahora fue ella la que buscó refugio en la niebla. Para siempre. Hacía muchos años que había dejado de utilizar esas dos palabras. Para siempre. Para siempre era cuando vivía en París con Rubén. Para siempre cuando los alemanes iban a estar ocupando Francia. Para siempre cuando se marcharon al cabo de cuatro años. Para siempre cuando la OSS la iba a dejar en paz cuando terminase aquella última misión en Berlín. Para siempre fue también la conclusión a la que había llegado mucho tiempo después de que se hubieran llevado detenido a Rubén, y ahora había regresado de las tinieblas.

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