Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Sin embargo, cuando Santiago se acercó a la fragua a la hora de comer, pensé que solo se trataba de un producto de mi imaginación, que todo había estado en mi cabeza, porque ahora no veía ni en los ojos ni en su cara más que el cansancio acumulado o el hastío crónico que teníamos todos, como yo mismo, que, aunque no podía verme en ningún espejo, estaba convencido de que mis ojos y mi rostro deberían parecerle a Santiago lo mismo que a mí me parecían los suyos. Peor incluso, después de toda la mañana de verano soportando el calor de la fragua, la piel ardiendo, los ojos semientornados todo el tiempo porque me daba miedo quedarme ciego. Pensaba que algún día saldría de Mauthausen y no podría volver a ver tu cara y enseguida cerraba los ojos. Hubiera preferido que me matasen.

Nos sentamos los dos a masticar el mendrugo. No había un solo lugar en la cantera donde uno pudiese resguardarse del sol a mediodía. Era jueves, y los jueves nos daban también una patata para comer. Yo la partía en trozos pequeños, y me los metía en la boca y en lugar de masticarlos los dejaba que se me deshicieran poco a poco con la saliva, los ojos cerrados, y luego la cáscara, que había separado con las manos con mucho cuidado, me la colocaba en las encías, como si fuera un postre exquisito, la arenilla que se me disolvía en la boca. A veces, con suerte, conseguía que siguiera ahí, durante una parte de la tarde, una pequeña venganza, una pequeña porción de placer que me regalaba. Sobrevivir no es más que el resultado de pequeñas victorias como esta, cosas que desde fuera pueden parecer absurdas o insignificantes, y en realidad lo son, regalos inesperados, la jactancia íntima por tener la cáscara de una patata en las encías sin que ninguno de nuestros guardianes se diera cuenta. Es una tarta, murmuró Santiago. Un trozo grande de tarta. De chocolate, le contesté, sin abrir los ojos. Qué rica. Sí, pero a mí me ha gustado más la horchata. ¿Sí? Sí, la horchata, qué fresquita estaba. Pues a mí me ha sentado mejor el café, hoy estaba como a mí me gusta, con mucha azúcar. ¿Y ahora? ¿Ahora qué? Pues bueno, ahora a dormir la siesta un rato. Luego, ya veremos. Yo me iré al río a nadar un rato después de dormir, pero primero me vaya fumar un veguero de esos que mi padre guarda en el despacho, en el primer cajón de su escritorio. Se los hacen traer discretamente desde La Habana. ¿Te apetece uno, Santiago? ¿Un purito? Mira cómo huele, y un coñac en una de esas copas panzudas que cuando uno remueve el licor dentro y la mira al trasluz es igual que un atardecer de verano. ¿Un atardecer de verano? Rubén, tú eres un poeta, chico. Deberías dedicarte a eso. ¿A qué? A escribir poemas. Ya me gustaría. Bueno, ¿qué? ¿Te apetece un puro? Santiago chasqueó la lengua. No, la verdad es que no, prefiero un pitillo.

No abrí los ojos inmediatamente, Anna, aún faltaban por lo menos diez minutos para que tuviéramos que volver al tajo. Ninguno teníamos reloj, pero habíamos desarrollado una capacidad especial para medir el tiempo, sobre todo el tiempo de descanso, el que más valorábamos, el que más rápido se nos pasaba, aunque estuviéramos en el fondo de una cantera sin ninguna sombra bajo la que resguardarnos. Por eso yo quería aprovechar los últimos momentos que me quedaban antes de ir a trabajar, disfrutar del sabor de la piel de la patata en mis dientes con los ojos cerrados antes de que sonase la campana y tuviera que volver a la fragua. Me sabe mejor después de comer. Pero sonreí, sin mucho entusiasmo, tal vez porque estaba un poco cansado del juego y prefería quedarme como adormecido antes de regresar a la tarea de poner punteros al rojo vivo.

Santiago se había levantado. Supuse que para desperezarse o para estirar la espalda dolorida. Bueno, vale, le dije. Fúmate lo que quieras. Pero que sepas que despreciar un Montecristo es un pecado. Casi un sacrilegio. Me quedé esperando su respuesta. ¿Santiago? Pero nada. Silencio. ¿Santiago? ¿Qué? ¿No te animas a fumarte un puro conmigo antes de volver al trabajo? ¿Santiago? Abrí los ojos despacio, la vista nublada al principio por haberlos tenido cerrados tanto rato y también por el cansancio acumulado. Santiago no estaba a mi lado. Por un momento pensé, o quise pensar, que la campana había sonado, que él había vuelto a su trabajo y que yo me había quedado dormido. Pero no. Si me hubiera quedado dormido después de que la campana nos hubiera avisado a todos de que teníamos que volver al trabajo ya me habrían molido a palos, podrían haberme matado incluso. Santiago estaba de pie, y eso quería decir que no me había equivocado antes, que no me había quedado dormido. Pero al volver la cabeza para decirle donde estaba me di cuenta de que se había alejado. Nada grave, desde luego, si no fuera porque se había acercado a la línea que a ninguno de los presos nos estaba permitido traspasar. Me levanté enseguida. Pensé que Santiago iba a cometer una locura. Santiago era un blanco fácil. Tan grandullón, hasta el tirador más torpe hubiera sido capaz de alcanzarle en el pecho. Santiago, murmuré, pero él no podía enterarse de que lo llamaba porque ya estaba demasiado lejos de mí. Desde el otro lado, en lo alto, en la garita, uno de los centinelas ya se había dado cuenta también de que estaba demasiado cerca de la línea y no le quitaba ojo de encima, y ya sabía yo, y seguro que Santiago también, que no dejaría de mirarlo hasta que retrocediera. Solo estaba a tres o cuatro pasos de la raya. Dos o tres si eran los pasos de Santiago. Me acerqué despacio hasta donde estaba el valenciano para decirle que los puros seguían allí, en el despacho de mi padre, esperando a que nos los fumásemos, que aún tendríamos tiempo de disfrutar de un buen Montecristo si nos dábamos prisa antes de volver al trabajo. Aunque estaba de espaldas podía ver lo que estaba haciendo. Se había llevado la mano a la boca, los dedos índice y corazón estirados que viajaban a los labios y volvían a alejarse, lentamente, como si disfrutase de un cigarrillo. Repitió el gesto, sin prisas, sin dejar de mirar al centinela que no le quitaba ojo desde el otro lado, encima de la torreta desde la que vigilaba la porción de la cantera que le correspondía. Cuando llegué al lado de mi amigo la situación no había cambiado. Seguía con el mismo teatro, y al estar tan cerca pude ver que también hacía un círculo con los labios y fingía que soltaba el humo demoradamente, después de retenerlo durante unos segundos en los pulmones, apurando el sabor de la última calada. También me dio miedo, una mezcla de miedo y de vértigo, como si estuviera acarreando una piedra y me hubiera tocado subir la escalera en el lado que estaba más cerca de la ladera, porque nunca había estado tan cerca de la línea blanca que marcaba la frontera que ninguno de los presos debíamos traspasar si no queríamos ser tiroteados. Miedo y vértigo y preocupación. Sentía que en cualquier momento podía resbalarme y caer al otro lado. Ya me veía levantando las manos, como si fuera un soldado que se rindiese después de haber disparado el último cartucho, o un preso flaco que suplicaba que no lo mataran, que si había llegado hasta allí había sido por error, porque me había resbalado o porque me había quedado traspuesto después de comer. Pero mi papel en la escena no era sino el de un mero testigo. Eran Santiago y el centinela los que se miraban fijamente, ajenos los dos a todo, como si lo que les rodeaba, yo también, de repente hubiera desparecido. Santiago, anda, vámonos, que la campana está a punto de sonar. Pero mi amigo volvió a hacer el gesto de llevarse el cigarrillo imaginario a la boca, y me pareció que el guardia, desde lo alto, sonreía. El soldado se llevó la mano al bolsillo, sacó un paquete de tabaco, y con una mano, muy despacio, sacó un cigarrillo y lo encendió, como si quisiera dar envidia a Santiago, que, sin dejar de mirarlo, seguía con la pantomima de llevar los dedos a los labios de cuando en cuando, de exhalar el aire lentamente, como si de verdad estuviera fumando. El guardia no llegó a darle más de dos o tres caladas al pitillo, y luego lo lanzó hacia donde estábamos nosotros. Cuando cayó al suelo, cinco o seis metros al otro lado de la línea que marcaba la zona prohibida, aún seguía encendido. Vámonos, Santiago. La campana está a punto de sonar, insistí. El centinela tenía el mentón levantado, el casco ligeramente subido, el barboquejo suelto a la altura de la barbilla, y mi amigo no dejaba de mirarlo. Me pareció incluso que le sonreía. Santiago, repetí, pero ya era inútil, sabía que por mucho que le dijese no había nada que yo pudiera hacer. Santiago, dije, de nuevo, por si acaso había alguna esperanza. Me puso la mano en el hombro, la misma manaza de gigante que me había protegido en el tren cuando nos trajeron a Mauthausen. Prefiero un pitillo, amigo mío. Sonrió Santiago, mirándome a los ojos. Estuve a punto de decirle que de acuerdo, que en el escritorio del despacho de mi padre también había cigarrillos además de los puros habanos. Buen tabaco rubio. Pero Santiago sonrió un poco más, aunque a mí lo que me pareció en ese momento era que el gesto se le había puesto triste de pronto, o era que llevaba así todo el día, muchos días, y yo no había sido capaz de darme cuenta. Negó brevemente con la cabeza, apretó un poco la tenaza en mi hombro, con afecto, y dio un paso al frente. Cuando estiré el brazo ya había traspasado la línea, el límite que nos estaba permitido pisar a los presos. Santiago, quise decir, pero apenas me escuché un hilo débil de voz. Santiago. Erguido cuan largo era, de espaldas a mí, se agachó para recoger la colilla y ya le había dado una calada cuando el guardia lo apuntaba con el fusil desde la garita. Tal vez podría haber dado dos pasos, y a lo mejor el centinela se hubiera conformado con asustarlo dando un tiro al aire, o disparando cerca de sus pies, pero Santiago había dado una larga calada al pitillo y se había guardado el humo dentro de los pulmones, para disfrutarlo, al menos a mí no me parecía que lo hubiera soltado. No me costaba imaginar su rostro, los ojos cerrados, saboreando el momento antes de que el guardia le reventase el pecho o la cabeza de un balazo. Al cabo, soltó el humo despacio, como una chimenea, sin volverse, y volvió a dar una calada. Si el guardia aún no había disparado era quizá, pensé, porque quería darle una última oportunidad de volver a donde le correspondía, pero el valenciano seguía allí, como si la línea no existiera, como si en lugar de ser un preso de un campo de concentración nazi fuera un trabajador cualquiera que disfruta de un rato de descanso antes de volver al tajo en el campo o en la fábrica. Pudo darle otras dos o tres caladas al pitillo, y cuando sonó la campana pensé, de verdad te lo digo, que aún podría salvarse, que el guardia le daría la oportunidad de volver a mi lado, pero no pude contener.un respingo, Anna, los hombros se me levantaron y apenas pude sofocar un grito, porque en el mismo momento que sonó la campana para avisarnos de que habíamos de volver a trabajar Santiago cayó de espaldas, un agujero de bala en la frente del que ni siquiera salía sangre, los brazos estirados, igual que un Cristo crucificado en el fondo de la cantera, los ojos abiertos y la colilla suspendida en la boca. Con el ruido de la campana nadie había escuchado el disparo, y ninguno de los presos hubiera podido hacer nada aunque lo hubiera escuchado, pero, en aquel momento, a menos de un metro de la línea, fue la vez que me sentí más solo de todo el tiempo que he estado preso en Mauthausen. Santiago muerto mientras el mundo seguía girando, los presos que trabajaban en la cantera a lo suyo, igual que cuando alguno se tiraba desde lo alto o eran los SS quienes lo habían empujado por pura diversión. Pero ahora se trataba de mi amigo, Anna. Era Santiago el que estaba muerto y a mí no me cabía en la cabeza que todo pudiera seguir igual.

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