Claudia Piñeiro - Tuya

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Un corazón dibujado con rouge, cruzado por un "te quiero" y firmado "Tuya" le revela a Inés que su marido la engaña.
Lo que sigue a continuación no sólo es un policial vertiginoso y atrapante, sino un retrato implacable de la vida familiar de la clase media.
Claudia Piñeiro capta con genialidad los tonos de las voces de la sociedad argentina.
Y entre ellas la de un ama de casa dispuesta a todo con tal de conservar su matrimonio y las buenas apariencias.
"Claudia Piñeiro arrancó con una perla rara, Tuya, un policial negro duro, pero de mujer, que usa con acelerador los elementos del género: la violencia, el engaño, los cruces complicados." Elvio E. Gandolfo
"Tuya es un policial magníficamente armado, con vueltas de tuerca sorpresivas que van apareciendo en la trama, y con un cierre perfecto."

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Pero volviendo a lo de mi confusión, porque yo en el tema del accidente y de las culpas tenía todo bastante claro, lo confuso para mí era decidir si era mejor esperar a Ernesto en la cama y hacerme la dormida, o esperarlo sentada en el living. Porque si Ernesto venía, como yo suponía, desesperado por contarme lo que le había pasado, y me encontraba dormida, tal vez no se atrevía a despertarme. Pero si me encontraba despierta, ¿qué podía decirle para justificar mi desvelo? Si era más de la una de la mañana y yo a las diez de la noche ya estoy durmiendo como un tronco. Justo "tronco" se me tenía que venir a ocurrir.

Me puse el pijama y me metí en la cama. Estaba incómoda. Daba vueltas para un lado y el otro. Traté de relajarme. Respiración profunda y esas cosas. Nada. Me levanté y bajé al living. Me senté en el sillón. La lluvia era cada vez más fuerte. Me imaginé el barro que habría en los bosques de Palermo para ese entonces. Me imaginé a Ernesto dando vueltas con el auto para poner en claro sus ideas. Me lo imaginé en la ruta de camino a casa, manejando bajo esa lluvia. Me acordé de las escobillas, de las de mi auto. De esa que no barría y que tendría que haber cambiado hacía meses. La izquierda. Y me dije: "Mejor ocuparme en algo útil mientras espero". Y fui al garaje a cambiar las escobillas. Ernesto siempre tiene repuestos para el auto. Bujías, fusibles, esas cosas. Yo sé bastante de mecánica, pero él no sabe que sé, porque ocuparse de los autos es una tarea de los hombres, y como decía mi mamá, el día que cambias un cuento, sonaste, porque ya creen que sos plomera diplomada y no agarran un destornillador ni que se esté inundando la casa. Abrí la caja donde Ernesto guardaba los repuestos y la revolví. Las escobillas estaban debajo de todo. En realidad debajo de todo no; cuando saqué las escobillas encontré un sobre que, por supuesto, abrí. Porque yo tengo mucha intuición, y sabía que tenía que abrirlo. ¿Y qué había adentro? Más cartas de Tuya. Con el rouge de Tuya. "¡Qué diálogo de mierda hay que tener para necesitar tanta carta!", pensé. Las leí. Eran una asquerosidad. "Este hombre es un reverendo idiota", pensé, "¿en cuántos lugares de la casa habrá dejado pistas de su romance?". Tiré las escobillas al cuerno y me puse a hacer una revisión a fondo de toda la casa. Yo ya le venía revisando desde hacía un tiempo bolsillos, attaché, cajones del escritorio, la mesita de luz, la guantera. Pero la caja de repuestos del auto supera la imaginación de cualquiera. Agité libros, desarmé bollos de medias, saqué fondos de valijas y bolsos. Sólo encontré una foto carnet de Ernesto, atravesada por los labios de Tuya. Adentro de una cajita de preservativos. La foto tenía una dedicatoria: "Para que los disfrutemos juntos". Fue en ese momento en que me quedó claro por qué Dios puso ese tronco donde lo puso. Guardé la foto y los preservativos con el material que había encontrado en mi primera revisión, unas semanas atrás. Pensé en quemar todo antes de que viniera Ernesto. Dadas las circunstancias, no se podía correr el riesgo de que alguien las encontrara. Pero no sé, las guardé. Una nunca sabe. Yo había armado una especie de escondite en el garaje cuando todavía no había abierto mi cuentita en el banco. Un trabajo verdaderamente prolijo: había aflojado un ladrillo, lo había sacado limpito, lo había partido al medio, y otra vez al lugar de donde lo había sacado. Pero esta vez sólo la mitad del ladrillo. Con los billetitos atrás claro. Los billetitos ahora están en un lugar más seguro. "¡Vaya uno a saber dónde terminan estas porquerías!", pensé mientras doblaba las fotos y las notas para que entraran.

En ese momento llegó Ernesto. Me agaché detrás de mi auto para que no me viera. Me parecía muy fuerte que bajara del auto y me encontrara ahí en el garaje. Se iba a sentir espiado. Era mejor dejarlo tomarse su tiempo antes de que me largara todo el rollo. Tal vez un whisky, unos mimos si hiciera falta. No sé, algo que lo entonara. Y después la charla y el alivio de una vez por todas. Ernesto salió y le di tiempo a que subiera. Sabía perfectamente lo que yo tenía que hacer: ir a la cocina y calentar un poco de leche. Después subir y decirle: "Hola, mi amor, me desvelé. ¿Vos todo bien?".

Antes de salir del garaje me detuve a observar el auto de Ernesto. Tenía barro hasta la manija. Se me hizo evidente que, por un tiempo, iba a tener que pensar por los dos.

6.

Material fotocopiado de una publicación española de práctica forense, encontrado en la mesa de luz de Inés Pereyra, con notas en los márgenes y a pie de página, incorporadas entre paréntesis al texto en la versión transcripta a continuación.

La tierra de la escena del crimen y aledaños a la misma, es el lugar por donde empiezan su revisión los agentes forenses. Aunque no es una prueba en sí misma, los agentes nunca dejan de tomar una muestra de dicha tierra cuando realizan su inspección en busca de pruebas. Hoy en día, la investigación forense cuenta con técnicas muy precisas para comprobar si hay restos de la misma tierra en la ropa o el vehículo del sospechoso. (¡Ojo, lavar ropa urgente!)

La cosa también funciona a la inversa. Si tienen al sospechoso, pero aún no saben dónde se llevó a cabo el crimen, una minuciosa revisión de su ropa, su automóvil, su vivienda, o su lugar de trabajo, puede dar cuenta clara de una zona o área particular en donde encontrar el cadáver, si fuera el caso.

La revisión del vehículo es decisiva. Hay que revisar con esmero carrocería y paragolpes. Si se comprueba que la tierra allí acumulada y la tierra de la escena del crimen son la misma, los agentes estarán ante una importante evidencia. (¡Limpiar a fondo los dos autos!)

El agente también levantará cualquier trozo de barro que encuentre en la escena del crimen, y con posterioridad lo comparará con los restos de tierra pegada en el chasis del auto sospechado. Si una pieza encaja con la otra como en un rompecabezas, quien usa el vehículo en cuestión no podrá negar que estuvo en el lugar de los hechos.

Otro elemento que estudian los agentes forenses es la marca o huella de neumáticos o pisadas. Incluso utilizan una técnica similar a la de los odontólogos para obtener moldes de yeso de las huellas halladas, y luego poder examinarlas con más claridad. En el caso de que la huella del neumático sea importante, en cuanto a tamaño y claridad, los agentes podrán deducir el modelo, tamaño y marca del automóvil utilizado en el hecho en cuestión. Si los neumáticos estaban deteriorados, harán una identificación mucho más exacta porque el dibujo estándar del fabricante se habrá transformado en otro, particular, según cómo se hayan gastado dichos neumáticos. (Irrelevante con lo que llovió.)

Las huellas de zapatos también son analizadas. Como mínimo indican cuánto calza quien llevaba esos zapatos. Pero además, dada la diversidad de modelos de suela que hay en el mercado, muy probablemente el agente forense estará en condiciones de averiguar el tipo de calzado utilizado por quien o quienes estuvieron en la escena del crimen. Es mas, los agentes forenses se creen capaces de deducir de qué forma camina la persona que dejó esa huella analizando, a través de la misma, cómo gastó la suela de su zapato. (Interesante, pero también irrelevante.)

7.

Subí a la habitación con mi vaso de leche tibia. Ernesto no estaba ahí. Salí a buscarlo por el pasillo. La puerta del cuarto de Lali estaba entreabierta y me acerqué. Espié sin entrar. Ernesto lloraba sentado en el piso, junto a la cama de Lali. La acariciaba. Había tantas cosas por hacer y él se tomaba sus tiempos para sensiblerías. No se llora sobre la leche derramada. Se trae un trapo y se limpia. Y acá, la única que había empezado a hacer un poco de limpieza era yo. Pero para limpiar como se debe, necesitaba que Ernesto, de una vez por todas, me contara lo que había pasado. Y por el momento parecía más interesado en llorar velando el sueño de su hijita del alma. ¡La consiente tanto! Lo que pasa es que Ernesto todavía se siente en falta con ella. Y eso que pasaron diecisiete años. Ernesto no estaba decidido a casarse, decía que era demasiado pronto. "¿Pronto?", dijo mamá. Hacía tres años que salíamos, desde los diecinueve. "Lo tenés que apurar; nena, si no, no se va a decidir nunca." Y yo lo apuré. No me costó nada. Quedé enseguida. Se lo dije no bien me hice el análisis. Y él dudó, no de mí, dudó de tener el hijo. Nunca lo hablamos, pero yo sé que dudó. Ernesto estaba mudo, no decía una palabra. Yo no quería que se le cayera el ánimo, así que no paraba de hablarle. Le conté que había soñado que el bebé tenía sus mismos ojos. Le dije que ya tenía los nombres, Laura si era nena y Ernesto si era varón. Le conté lo feliz que se había puesto mamá cuando le dije que iba a ser abuela. Ernesto seguía sin decir una palabra. "Ernesto, ¿vos no estarás pensando en que me lo saque, no?" Fueron palabras mágicas, Ernesto se puso a llorar como un chico. Decía: "Perdóname, perdóname". Y sin dejarlo decir más, le agarré la mano, se la puse sobre mi panza y dije: "Bebé, te presento a tu papa".

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