– ¿Qué hacían en los urinarios?
– Jian me explicó que era su lugar de encuentro. Pasaron ante nosotros con el cuerpo encorvado, escoltados por los policías, y se dirigieron hacia un furgón blindado con las ventanillas enrejadas. No sé, con su actitud avergonzada de criminales, parecían animales a los que les hubieran partido el espinazo. Hasta los policías los miraban de un modo extraño, con curiosidad. El silencio era impresionante. Se oía el zumbido de los cables del telégrafo resonando en el viento. Al lado, el agua de la alcantarilla borboteaba entre las piedras, y a mí, que tenía el estómago vacío, me gruñían las tripas. Jian iba con la cabeza baja y los ojos clavados en la rueda delantera de la bicicleta, cubierta de barro. Cuando volvimos a montar en ella, apoyé la mejilla en su espalda y, a través de la camisa, noté que estaba empapado en sudor frío. Le hablé. Pero no me respondió. Desde esa noche, no volvimos a coger ese camino.
– ¿Solía ir a buscarte al trabajo?
– Sí, me llevaba a casa en bicicleta casi todos los días.
– Era muy amable por su parte. Yo ni enamorado habría tenido tanto valor. Los muertos me asustan.
– A Jian no le asustaban.
– ¿No irás a decirme que la muerte lo fascinaba, que lo atraía? ¿Sí? Entonces, tenía una psicología muy parecida a la de los occidentales. Un hombre interesante… Siento no haber podido psicoanalizarlo.
– ¿Sabes dónde nos conocimos, Jian y yo? En el tanatorio, en la misma sala en la que sigo trabajando hoy en día.
– Te escucho.
– Fue a principios de los ochenta. Hace casi veinte años, ya ves. Ya ni siquiera recuerdo cómo iba vestido ese día.
– Piensa un poco, seguro que te acabas acordando.
– No, tengo sueño. Seguiremos mañana, ¿de acuerdo?
– Quiero saber cómo os Conocisteis Por favor…
– Mañana.
– Hasta mañana. Te llamaré.
* * *
– Serían las cinco de la tarde. Mi jefe y mis compañeros se habían ido a jugar un partido amistoso de baloncesto contra los bomberos. Al entrar en la sala de ceremonias, encontré a Jian ante el cuerpo de una mujer que yacía en una camilla con ruedas. Recuerdo su larga melena, cuidadosamente peinada, que le caía sobre los hombros. Recuerdo su rostro triste y tenso, su mirada afligida y, sobre todo, su perfume. No sé si te acordarás, pero en esa época, a comienzos de los ochenta, los perfumes eran algo rarísimo. Hasta para los ricos. Apenas entré en la sala, reconocí que aquel olor era de un auténtico perfume, con una pizca de rosa y mucho de geranio; un olor refinado, almizclado, exótico. Jian tenía en las manos un grueso collar de perlas que acentuaba grotescamente su feminidad y al que no paraba de dar vueltas entre los dedos, como un religioso que desgrana un rosario. Tenía los dedos cortos y bastos (mucho después supe que se debía a su reeducación en un pueblo de alta montaña, durante la Revolución Cultural) y dos cortes tremendos en la mano derecha.
– Y tú, ¿cómo ibas vestida ese día?
– Llevaba bata y guantes.
– ¿Una bata blanca?
– Sí. Como una enfermera. Siempre llevo una bata inmaculada que huele a lejía. No como mis compañeros. ¡Si vieras sus batas! No las lavan hasta que la suciedad forma una espesa capa de grasa negra, aceitosa y brillante.
– Comprendo. A Jian le gustaba la gente que vestía con pulcritud.
– Ni siquiera me miró. Tenía los ojos clavados en una de las orejas de su madre, junto a la que había una mancha azul. El primer signo de descomposición de un cadáver. Se sacó del bolsillo una pequeña nota redactada por el director del tanatorio, que había obtenido no sé cómo y que lo autorizaba excepcionalmente a asistir a embalsamamiento, siempre que se limitara a observar con discreción. Por aquel entonces, yo todavía no era embalsamadora. El demonio sabrá qué locura me entró, pero el caso es que no le dije que yo no era más que la peluquera y que había que esperar al jefe para el embalsamamiento propiamente dicho.
– ¿Es frecuente que haya esa clase de observadores?
– No, es muy raro.
– ¿Sabes?, escuchándote, empiezo a sentirme identificado con ese pobre muchacho. Apuesto a que el perfume que llevaba era el de su madre, y el collar de perlas, también.
– ¡Bravo por mi psicoanalista francés! Ya veo que no eres tonto del todo. Pero, dime: ¿por qué no te has casado todavía? ¿Sigues enamorado de aquella compañera de universidad que pasaba totalmente de ti? ¿Cómo se llamaba? ¿No era Volcán de no sé qué?
– Volcán de la Vieja Luna. Pero no te consiento que hables de ella en ese tono burlón. Vamos, déjate de bromas y sigue contando.
– ¿Por dónde íbamos?
– Tenías que embalsamar a su madre.
(De pronto, en su hotel barato, unos ruidos procedentes de la habitación contigua atraen la atención de nuestro psicoanalista. El agua borbotea en las tuberías, un hombre canta en la ducha, una cisterna ruge como una cascada que cayera desde un precipicio justo encima de su cabeza, con tal estrépito que, en el cielo raso, las viejas grietas tiemblan, se ensanchan y se transforman en heridas abiertas de las que llueven partículas de cal, que ponen una nota cómica en la sesión de psicoanálisis. Luego, se oye el chorreo constante, monótono, suave, de la cisterna al llenarse, mezclado con el ruido de una lavadora, lo que retrotrae a Muo a un lejano domingo de primavera de hace veinte años, un domingo cuyos sonidos regresan a su mente cómo una vieja canción. Vuelve a ver a la Embalsamadora y a su novio rodeados por todos los habitantes del patio de vecinos ante el grifo comunitario, al lado de una flamante lavadora, comprada poco antes de la boda. Era su primera inversión conyugal. Verla llenarse de agua bastaba para colmarlos de felicidad. Muo recuerda que en esa época todavía no había taxis en aquella ciudad de ocho millones de habitantes y que la pareja había vuelto a casa andando, él, sujetando el manillar de la bicicleta y ella detrás, empujando, radiante de felicidad. En el portaequipajes, traqueteaba una lavadora de la marca Viento del Este -un producto salido de una fábrica local del mismo nombre-, atada a la bicicleta con cuerdas de paja trenzada. Todo un acontecimiento digno de entrar en los anales de aquel patio de vecinos que compartían varios centenares de familias de médicos y enfermeras. ¡Qué ovación! Cuando llegaron, una muchedumbre de niños, adultos y médicos, entre los que había varios que habían sido eminentes, se arracimó alrededor del electrodoméstico. Unos lanzaban exclamaciones de asombro y otros acribillaban a los novios a preguntas sobre el precio o el funcionamiento. A petición popular, la pareja aceptó hacer una demostración pública. La Embalsamadora subió a buscar su ropa sucia, mientras Jian, su prometido, colocaba la maquina junto al grifo comunitario. Muo, que también estaba allí, tenía la sensación de asistir a la ceremonia de lanzamiento de un cohete espacial. Cuando Jian aplicó el Pulgar al botón de puesta en marcha, unas luces rojas y verdes empezaron a parpadear encima de la puerta de carga, tras la cual las prendas se empaparon y empezaron a girar en el flujo y reflujo del agua con un borboteo de río e infinidad de burbujas, que el sol de primavera irisaba de estrellas multicolores. Cogida del brazo de Jian, la Embalsamadora daba vueltas alrededor del aparato, lo inspeccionaba, lo tocaba y lanzaba exclamaciones, mientras el chasis blanco vibraba con creciente violencia, imitando de vez en cuando el ruido de un avión al despegar.
Tras unos minutos de sacudidas, la demostración concluyó con la apertura de la portezuela ante las expectantes miradas del vecindario. De rodillas ante la máquina, la pareja sacó con veneración las prendas recién lavadas. Estaban irreconocibles, totalmente desgarradas y reducidas a jirones por el despiadado Viento del Este.)
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