Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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¡Din don, la campana de la ermita!

¡Adiós, madre querida!

Enterradme en el viejo camposanto,

donde yace el mayor de mis hermanos.

Que mi ataúd sea negro

y seis ángeles lo sigan,

dos que canten, dos que recen

y dos que mi alma se lleven.

Como por milagro, el rostro de la madre de Jian recuperó poco a poco el tono sonrosado, gracias al fluido que la roñosa bomba, accionada por él, hacía circular por sus venas. Olvidándose del poema de Joyce, Jian había ocupado mi lugar. Yo me puse a limpiarle los dientes a la muerta; recuerdo que tenía los dos incisivos superiores un poco separados exactamente como su hijo. En menos de una hora, la relajación de los músculos del mentón, y luego de las manos, desapareció. Ya no tenía aquella mueca de sufrimiento; estaba tranquila como el cielo después de una tormenta. Había recuperado su serenidad de lingüista, y la disfrutaba. El dialecto de la tribu chinobirmana había dejado de torturarla. Sus facciones volvían a ser agradables, y su hijo juzgó que nos invitaban a embellecerlas aún más. Yo dije que de acuerdo, y él se fue a buscar el estuche de maquillaje de su madre. Me quedé sola en compañía de aquella mujer. La contemplé largo rato y luego me quedé dormida. Cuando desperté, estaba lloviendo. No sé qué pasó mientras dormía, pero algo había cambiado en mí. Todo me parecía amable. Hasta el ruido de la lluvia se me antojaba musical. Me entraron ganas de entonar un canto de plañidera, un canto muy antiguo que brotó de mi memoria, me llenó la cabeza y me acudió a los labios. Cuando se tiene un trabajo como el mío, no falta ocasión de oír cantos fúnebres, ¿sabes? Conozco unos cuantos. Así que estuve cantando hasta que volvió Jian. Mi canto le pareció magnífico, sobre todo la cadencia, que calificó de luminosa y radiante. Me hizo cantar otros. Luego, abrió un estuche de cuero negro charolado, del que, sin dejar de cantar saqué un lápiz de ojos para resaltar los párpados de su madre con un ligero trazo, leve como una caricia, tras lo cual le apliqué un brillante rojo coral en los labios y le peiné las pestañas con un rímel francés. Por último, Jian le puso un collar de oro del que pendía un zafiro. Su madre estaba sonriente, y hermosa a su manera.

– Creo que ese día sintió un flechazo por ti.

– Yo también lo creí; pero, en definitiva, sabes tan bien como yo señor psicoanalista, que un homosexual no puede hacer el amor con una mujer. De lo contrario, no se habría arrojado por una ventana en nuestra noche de bodas y yo no estaría viuda, viuda y aún virgen.

– Puede ser.

– Y ése es el drama.

3 Las partidas de mah-Jong

La sesión de psicoanálisis por teléfono termina a medianoche. ¡Bueno, parece que los meses que lleva peinando esa inmensa provincia del sudoeste de China no han sido en vano! A lo largo de las numerosas entrevistas del siniestro casting, ante timadoras o prostitutas disfrazadas de inocentes jovencitas, tenía la sensación de haber penetrado en un túnel sin fin en el que, sucesivamente, había sido víctima del robo de una maleta en un tren, una pitillera en un mercado, un reloj en un pequeño hotel y una cazadora en un karaoke. Al fin, la confesión de su antigua vecina la Embalsamadora, que aún no ha perdido la virginidad, enciende una luz de esperanza.

Súbitamente, tras colgar el auricular, Muo toma impulso y salta hacia atrás. Envuelto en una nube de felicidad, su cuerpo se eleva, se eleva y, al aterrizar en la cama, se hace daño en los riñones, pues se golpea en la espalda con un objeto duro, que aplasta y rompe. Es una tetera de porcelana que ha comprado ese mismo día. Pero el accidente no consigue quitarle el buen humor. Se acuerda de Michel su asexuado psicoanalista francés, que parece un francés corriente de una película francesa corriente, que, cuando quiere manifestar su alegría, baja al bar de la esquina e invita a una ronda a todo el mundo. Muo decide imitarlo, pese a lo avanzado de la hora. Se viste y sale. En la escalera del hotel, que no tiene ninguna ventana al exterior, suena, por primera vez, una canción de Serge Gainsbourg, silbada por él.

– ¡Viva el amor! -exclama dejando sobre el mostrador la llave de la habitación, de la que pende un llavero de madera tallada y numerada, y lanzando un beso de adiós al recepcionista con la punta de los dedos.

(Éste, un estudiante que trabaja en el hotel por la noche y durante los fines de semana, pasa diariamente, a las once en punto, por todas las habitaciones para ofrecer prostitutas a los clientes. Se oye el ruido de sus Nike, que se detienen ante las puertas para golpearlas con un dedo, como si fueran el teclado de un ordenador, y su voz juvenil, que anuncia: «¡Es el amor, que pasa!» Ha sido el más culto e ineficaz de los guías indígenas de Muo en su tenebrosa y ardua búsqueda de una virgen.)

Nuestro psicoanalista sale a la arteria principal de la ciudad, en la que las farolas, por economía, permanecen apagadas. Las peluquerías, sin embargo, están en plena actividad, con sus neones de crudas luces azules, rosas o multicolores, y sus chicas, oficialmente declaradas como peluqueras, que permanecen de pie en las puertas o sentadas en sofás ante televisores encendidos, muy maquilladas y en ajustados sujetadores y bragas. Ven pasar a Muo, lo llaman, lo invitan, lo provocan con acentos de lejanas provincias y poses lascivas… También permanecen abiertos un restaurante y dos farmacias especializadas en la venta de afrodisíacos, cuyos escaparates, astutamente iluminados, exhiben serpientes vivas enroscadas sobre sí mismas, caparazones de cangrejo, falsos cuernos de ciervo y rinoceronte, raíces de extrañas plantas y ginsengs de largos pelos. Más adelante, nuevos salones de peluquería, con sus correspondientes neones y sus pupilas jalonan la calle desierta y el paseo nocturno de Muo. Al final de la arteria se alzan los hornos de una fábrica de ladrillos privada, que ha prosperado favorecida por el reciente boom inmobiliario. Las encorvadas siluetas de los obreros se recortan a la luz de la luna y, como hormigas, cargan o descargan ladrillos, salen de las profundas fauces de los hornos empujando carretillas, respiran retoman en sentido contrario el negro y trillado camino y vuelven a ser engullidos por los hornos, sobre los que las volutas de humo blanco giran y desaparecen en la noche.

Muo entra en la casa de té que hay enfrente de la fábrica. Ya estuvo en ella la semana pasada, con uno de sus guías locales, en el curso de su estéril búsqueda. Le gusta su inclinada cubierta de tejas, sus pequeños patios descubiertos, sus mesas bajas de madera, sus sillas de bambú, que crujen perezosamente su suelo de negra y húmeda tierra batida, cubierto de colillas y cáscaras de cacahuetes y pipas, y su olor dulzón y familiar, que le recuerda el país de su infancia. El momento que más saborea es cuando llega el camarero para servirle el té en una tetera de cobre que tiene un pico fino y brillante de un metro de largo por el que vierte, como cascada caída del cielo, un chorro de agua hirviendo en un cuenco de porcelana colocado sobre un platillo de hierro; lo llena hasta el borde sin derramar una gota y, con la punta de los dedos, lo cubre con una tapadera de porcelana blanca. Pero, en esta su segunda visita, Muo se lleva un chasco: la casa de té se ha transformado en sala de billar saturada de humo y atestada de gente que tan pronto permanece oculta en las sombras como sale a la luz para inclinarse sobre el verde tapete y golpear las bolas de marfil, que chocan, rebotan en las bandas y vuelven a chocar bajo las grandes pantallas suspendidas del techo. Muo tiene la sensación de estar en el Lejano Oeste de una mala película estadounidense de bajo presupuesto de los sesenta. Todo es falso, mal interpretado, mal iluminado; incluso el ruido de las bolas al entrechocar suena hueco, vulgar, y hace pensar en los efectos de sonido de un estudio de tercera. Muo se acerca a la barra con los andares de un Clint Eastwood. Por una vez en su vida, le apetece ser rumboso, hacer una locura, invitar a todo el mundo y brindar, no por su salud, sino por la del «imperialismo americano», así que pregunta al camarero por el precio de las consumiciones. Aunque la tarifa de los licores es razonable, Muo se asusta y pregunta por el precio de la cerveza local, mientras cuenta a los jugadores de billar. Espeluznado por el cómputo, desaparece sin probar una gota antes de que el barman pueda darle una respuesta.

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