Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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– Me he lavado el pelo porque vuelvo a casa. Hace un año que me marché y trabajo como una mula en Pingxíang, una porquería de ciudad, a dos estaciones de aquí.

– ¿Y en qué trabajas?

– Como vendedora de trapos. En unos almacenes que acaban de quebrar. Gracias a eso, puedo ir a celebrar el cumpleaños de mi padre.

– ¿Qué regalo le llevas? Perdona, seguramente te parezco demasiado curioso. Pero, para serte franco, mi trabajo consiste principalmente en estudiar las relaciones que las hijas y los hijos mantienen con sus padres. Soy psicoanalista.

– Y eso de psicoanalista ¿qué es? ¿Una profesión?

– Desde luego. Se trata de analizar… ¿Cómo te lo explicaría? No trabajo en un hospital, pero pronto tendré una consulta privada.

– ¿Es Usted médico?

– No. Interpreto los sueños. La gente que sufre me cuenta sus sueños y yo intento ayudarlos a comprenderlos.

– ¡Dios mío! Nadie diría que usted se dedica a decir la buenaventura…

– ¿Cómo?

– ¡Que dice usted la buenaventura! -repite ella. Y, antes de que Muo pueda rechazar esa definición popular del psicoanálisis, la muchacha, señalando con el dedo una caja de cartón que hay en el portaequipajes, le explica-: Es un regalo… Un televisor chino de doce pulgadas, un Arco Iris. Mi padre quería uno más grande, japonés, por las dichosas cataratas, pero es demasiado caro.

Mientras Muo contempla, en respetuoso contrapicado, la caja del televisor, prueba de amor filial que se agita en el portaequipajes al ritmo de las sacudidas del tren, la chica suelta la escoba, saca del bolso una esterilla de bambú, la extiende debajo del banco, bosteza sin cumplidos, se quita los zapatos de caucho, los coloca al lado de los de Muo, se agacha y, con movimientos lentos, graciosos, felinos, se desliza bajo el asiento y desaparece. (Tiene que encogerse para que los pies no sobresalgan del banco. Y, a juzgar por el silencio que se apodera de la oscuridad al instante, ha debido de quedarse dormida nada más posar la cabeza en el bolso, que le sirve de almohada.)

La ingeniosa litera deja a Muo boquiabierto. Sufre por la muchacha, la compadece, casi está enamorado de ella, cegado por un arranque de piedad que conoce de sobra y que, brotando de sus ojos miopes, deposita sobre los cristales de sus gafas una especie de bruma, a través de la cual ve los pies desnudos de la muchacha, que se estiran y asoman por debajo del banco. Qué hipnótico espectáculo el de esos pies que se cruzan y se frotan uno contra otro lánguidamente cada vez que un mosquito invisible se posa en ellos… La delgadez de los tobillos, constata Muo no deja de tener su encanto, lo mismo que los restos de esmalte coralino en las uñas de los dedos gordos, vestigios de su coquetería. Un instante después, debido a un movimiento de repliegue de las piernas, los pies sucios de la barrendera desaparecen de la vista de Muo, pero su huella queda impresa en su cerebro, donde gira y se demora hasta que el aprendiz de psicoanalista consigue completar las partes que faltan de la imagen de la muchacha tumbada en la oscuridad: las despellejadas rodillas, el arrugado pantalón, la camiseta de hombre empapada en sudor; el polvo, que se pega a la reluciente piel de su espalda, dibuja en su nuca un melancólico cuello de encaje, rodea su boca y aplica un toque de sombra de ojos bajo sus pestañas, pegadas por la transpiración.

Muo se levanta y, tras excusarse ante sus dormidos compañeros de viaje y abrirse paso entre los viajeros sentados en el pasillo, se dirige al váter. Cuando regresa, su preciado sitio, minúsculo paraíso hecho de un tercio de asiento, ha sido tomado al asalto por su vecino, el padre del mal estudiante de inglés, cuya cabeza reposa sobre la mesita plegable, en una postura tan inamovible como si le hubieran pegado dos tiros a bocajarro. El resto del asiento está ocupado por otro usurpador que, con un hilillo de baba en la comisura de los labios, tiene la cabeza apoyada en el hombro del padre de familia. En el otro extremo, el del pasillo, está sentada una campesina. Con la camisa abierta, amamanta a una criatura apretándose con la mano el turgente pecho izquierdo. Malhumorado, Muo acepta su pérdida y se sienta gruñendo en el suelo, junto a ella.

La bombilla que ilumina los torsos desnudos y a los jugadores de cartas arroja un débil rayo de luz sobre el gorrito rojo del bebé. «¿Por qué lleva eso en la cabeza, con este calor infernal? -se pregunta Muo-. ¿Estará enfermo? ¿No sabe su madre que un afamado psicoanalista dijo, refiriéndose a un hada de una leyenda europea, que “su gorro rojo no es otra cosa que el símbolo de sus menstruos”?»

En ese instante, el gorrito rojo, o la palabra «menstruos», prende una llama que incendia inmediatamente su cerebro.

«¿Será virgen la chica?»

De pronto, un trueno brama y resuena en su cabeza. Su estilográfica se cae de la mesita plegable, rebota en el suelo y, como si fuera presa de una crisis nerviosa, continúa hacia el otro extremo del pasillo, donde Muo, sin capacidad de reacción, la ve rodar y rodar, en un movimiento tan impetuoso como el del tren. Su mirada sigue clavada en el gorrito rojo del bebé. En el interior de su cabeza, Muo se oye repetir esta frase: «Es verdad; si es virgen, eso lo cambia todo.»

La criatura aprieta los párpados, abre de par en par la boca, manchada de leche, y rompe a llorar.

A Muo le horrorizan los berrinches infantiles. Aparta los ojos. Contempla las sombras que se desplazan de rostro en rostro dentro del coche, las palpitantes luces que se suceden en el exterior, una gasolinera desierta, una calle flanqueada de tiendas con escaparates ciegos, edificios en construcción rodeados de andamios de bambú que se van estrechando conforme ascienden hacia el cielo.

El bebé del gorrito rojo, que se ha cansado de llorar, se inclina hacia Muo y lo golpea en la cara con su caprichoso e inocente puño; la madre, agotada y somnolienta, lo deja hacer. Muo recibe los golpes sin intentar esquivarlos, mientras sigue con la mirada la lata de cerveza que hace un rato rodaba entre los jugadores de cartas y ahora atraviesa el vagón, cruza un charquito de agua, o de pipí de niño, rodea un enorme escupitajo y se detiene frente a él, tan cerca que a pesar de la escasa luz, Muo puede distinguir una rajita en la pared de hojalata. Un soplo de aire caliente le acaricia el cuello y vuelve la cabeza, soltándose de los brazos maternos, el bebé se le acerca, hunde la naricilla en su nuca y la olfatea como si buscara algún olor en ella. Luego, le lanza una mirada recelosa, casi hostil, arruga a la minúscula nariz y reanuda su inspección olfativa.

¡Qué horror! Estornuda y vuelve a llorar.

Esta vez llora con ganas, a pleno pulmón, soltando gritos tremendos y desgarradores. De pronto, un escalofrío recorre la espina dorsal de Muo, que es presa de la angustia cuando su mirada se encuentra con la del bebé, severa, acusadora, como si la criatura comprendiera lo que se esconde en el fondo del cerebro de Muo, ese extraño provecto, o más bien ese extraño delirio de encontrar a una joven virgen para conseguir el fin al que se ha consagrado, un fin que un día podría provocar la estupefacción general.

Con un movimiento brusco, Muo le vuelve la espalda para ahuyentar esas ideas, que amenazan con desorientarlo y quebrantar su determinación de médico de las Almas.

Perseguido por el llanto del bebe, se desliza a cuatro paras bajo el duro asiento, sumido en una oscuridad impenetrable. Al instante, lo asalta la sensación de haberse quedado ciego. Envuelto en repugnantes efluvios, tiene que taparse la nariz por miedo a asfixiarse. Durante unos segundos recuerda olores de hace mucho tiempos de su infancia al comienzo de la Revolución Cultural, cuando bajaba al subterráneo en el que permanecían encerrados su abuelo, pastor cristiano (no es de extrañar que la sangre del Salvador corra por sus venas), y otros prisioneros: el hedor a orines, sudor agrio, suciedad, humedad, a cerrado y también a putrefacción de los cadáveres de las ratas que cubrían los estrechos peldaños de la escalera y con los que tropezaba constantemente. Ahora comprende por qué la ex vendedora de Pingxiang ha barrido bajo el banco tan cuidadosamente antes de meterse dentro, y no se atreve a imaginar la fetidez que habría reinado allí sin tan escrupulosa limpieza.

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