Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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Ahora, en el tren chino que avanza inexorablemente en la noche, ni la dureza del asiento ni la proximidad de otros viajeros consiguen perturbarlo. No se deja distraer ni siquiera por la atractiva señora de las gafas de sol (¿una estrella del mundo del espectáculo que viaja de incógnito?), la cual, sentada junto a la ventanilla, al lado de una pareja joven y frente a tres mujeres de edad avanzada vuelve graciosamente la cabeza hacia él, con un codo apoyado en la mesita plegable. No. Nuestro señor Muo no está en un coche de tren, sino en la mitad de una línea escrita en la lengua de otro país y, sobre todo, en medio de sus sueños, que con tanto pundonor, tanto celo profesional o, más bien, tanto amor, anota y analiza.

Por momentos, el placer que le produce su actividad se refleja en su rostro, sobre todo cuando recuerda, recita o aplica a sus sueños alguna frase o un párrafo entero de Freud o Lacan, dos maestros a los que profesa una adoración ilimitada. En esos breves instantes, sonríe y mueve los labios con un gozo infantil, como si acabara de reconocer a un viejo amigo. Sus facciones, tan duras hace sólo un momento, se ablandan como la tierra seca bajo la lluvia; su rostro pierde el contorno minuto a minuto y sus ojos se vuelven húmedos y diáfanos. Liberada de una caligrafía trabajosa, su letra se convierte en un gozoso garabateo de trazos cada vez más amplios, de bucles que tan pronto son vertiginosos como suaves ondulantes, armoniosos. Es la señal de que ha entrado en otro mundo, siempre palpitante, siempre apasionante, siempre nuevo.

A veces, un cambio en la velocidad del tren interrumpe el curso de su redacción; el señor Muo levanta la cabeza (que es la de un auténtico chino, siempre en guardia) y, con una mirada desconfiada, comprueba que su maleta sigue encadenada al portaequipajes. En el mismo movimiento reflejo y en idéntico estado de alerta, se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta, provisto de una cremallera, para asegurarse de que su pasaporte chino, su permiso de residencia francés y su tarjeta de crédito siguen allí. A continuación, más discretamente, desliza la mano hacia su trasero y, con la punta de los dedos, palpa el bulto que forma el bolsillo secreto disimulado en su calzoncillo, en el que guarda a buen recaudo y al calor de su cuerpo la nada despreciable suma de diez mil dólares en metálico.

En torno a la medianoche se apagan los fluorescentes. En el coche, lleno a rebosar, todo el mundo duerme, excepto tres o cuatro jugadores de cartas insomnes que, sentados en el suelo cerca de la puerta del váter, se entregan al juego y hacen febriles apuestas -los billetes no paran de cambiar de manos-, bajo la bombilla desnuda de la iluminación nocturna, cuya azulada luz arroja sombras violetas sobre sus rostros y los naipes extendidos en abanico contra sus pechos, pero también sobre una lata de cerveza vacía que rueda de aquí para allá sin ir a ninguna parte. Muo le pone el capuchón a la estilográfica, deja el cuaderno en la mesita plegable y mira a la atractiva señora madura, que, sentada en la penumbra, se ha quitado al fin las gafas de sol panorámicas y se está aplicando una capa de crema azulada en la cara, tal vez una mascarilla hidratante o revitalizadora. «Qué coqueta… -se dice Muo-. ¡Cómo ha cambiado China!» A intervalos regulares, la mujer acerca la cara a la ventanilla, examina su reflejo, retira la capa de crema azulada y se aplica otra. La verdad es que la máscara le favorece. La vuelve más misteriosa, casi una mujer fatal, mientras escruta detenidamente su rostro en el cristal. De improviso, el cruce con otro tren proyecta una sucesión de resplandores sobre la ventanilla, y Muo descubre que la mujer está llorando en silencio. Las lágrimas le resbalan por la nariz, trazan surcos en la espesa capa azulada de la mascarilla y la llenan de admirables sinuosidades.

Al cabo de unos minutos, las siluetas recortadas y compactas de las montañas y los túneles sin fin dan paso a una llanura inmensa salpicada de Oscuros arrozales y pueblos dormidos. De pronto, aparece una torre de ladrillo sin puerta ni ventanas (tal vez un hangar o un torreón en ruinas) en medio de una explanada iluminada por farolas. En su teatral soledad, la torre avanza majestuosamente hacia Muo con un anuncio publicitario dibujado sobre su muro ciego con unos cuantos ideogramas enormes y negros, que promete: «Cura garantizada de la tartamudez.» (¿Quién la garantiza? ¿Cómo curan al tartamudo? ¿Y dónde? ¿En la torre?) La originalidad del reclamo mural se ve reforzada por una línea vertical, una escalerilla de hierro roñoso que recorre la pared pasando por el centro de la inscripción y tachonando los ladrillos hasta lo alto de la torre. A medida que el tren se acerca, los ideogramas van aumentando de tamaño, hasta que uno de ellos llena la ventanilla del coche, como si quisiera meterse dentro, momento en que la nariz del señor Muo casi parece rozar la herrumbrosa escalerilla, que, para ser francos, independientemente de los peligros inherentes a su altura y a la ley de la gravedad, ejerce una oscura fascinación sexual inequívocamente freudiana.

En ese instante, en el duro banco del coche, Muo es presa del mismo vértigo que sintió veinte años atrás (el 15 de febrero de 1980, para ser exactos) en una habitación de seis metros cuadrados con literas que compartían ocho estudiantes: una habitación húmeda, fría, en la que flotaba un olor a desperdicios, agua grasienta y fideos instantáneos que irritaba los ojos y que sigue flotando hoy en día en todos los dormitorios de las universidades chinas. Ese día, poco después de medianoche (las luces se apagaban a las once, siguiendo las estrictas consignas de la dirección), los dormitorios, o sea, tres edificios idénticos de nueve plantas para los chicos y dos para las chicas, estaban sumidos en disciplinada silenciosa oscuridad. El joven Muo, que por aquel entonces contaba veinte años y estudiaba literatura clásica china, tenía en las manos, por primera vez en su vida, un libro de Freud titulado La interpretación de los sueños . (Se lo había regalado un historiador canadiense de pelo blanco para el que, durante las vacaciones de invierno, había traducido al mandarín moderno las inscripciones de unas estelas antiguas, sin recibir pago alguno por su, trabajo.) Leía acostado en la litera superior, escondido bajo una manta guateada. El amarillento haz de su linterna recorría nerviosamente aquellas palabras llegadas de muy lejos, pasaba de una línea a otra y, de vez en cuando, ralentizaba la marcha hasta detenerse en un concepto oscuro y abstracto, para volver a perderse en los largos, larguísimos senderos de un tortuoso laberinto, antes de llegar a un punto o una simple coma. De pronto, un comentario de Freud sobre una escalera con la que había soñado golpeó el cerebro de Muo como un ladrillo arrojado contra un cristal. Arrebujado en la manta, impregnada de sudor y otros vestigios de sus actividades nocturnas, trató de dilucidar si se trataba de un sueño personal de Freud, o si el padre del psicoanálisis había penetrado en los meandros de su cerebro para asistir a uno de sus sueños recurrentes, o si bien no sería él, Muo, quien había soñado lo mismo que Freud antes que él, en otro lugar… No, el deslumbramiento que un libro puede causar en un joven no conoce límites. Esa noche, Freud encendió, literalmente, una hoguera de felicidad en la mente de su futuro discípulo, que arrojó al suelo la vieja manta, encendió la lámpara de la cabecera, pese a las protestas de sus condiscípulos y, en la beatitud provocada por el contacto con un dios viviente, leyó en voz alta, leyó, releyó y se dejo llevar, hasta que el celador del dormitorio, un tuerto gordinflón, apareció en la puerta, lo injurió, lo amenazó y acabó confiscándole el libro. Desde entonces, lleva el apodo «Freudmuo», acuñado por sus compañeros, pegado a la piel.

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