Fue como si mi padre entrara en la habitación justo en aquel momento, o sea que debí de dormirme. Notaba los labios hinchados, y mis piernas parecían carecer de huesos y ser desmesuradamente largas. La gran sombra de mi padre cortó la tira de luz rosa que dejaba entrar la persiana. Le oí poner mis libros sobre la mesa.
– ¿Duermes, Peter?
– No. ¿Dónde has estado?
– He telefoneado a tu madre y también a Al Hummel. Tu madre me ha dicho que te diga que no te preocupes por nada, y Al que mandará su grúa a recoger el coche a primera hora de la mañana. Dice que debe de ser el eje de transmisión y que tratará de conseguirme uno de segunda mano.
– ¿Cómo estás?
– Bien. He hablado con un caballero amabilísimo en el vestíbulo; viaja por toda esta costa visitando grandes almacenes y otras empresas como agente de publicidad. Se saca veinte mil al año con dos meses de vacaciones. Le he dicho que ésta es la clase de trabajo creativo que te interesa y ha dicho que le gustaría charlar contigo. He pensado subir a buscarte, pero luego se me ha ocurrido que seguramente estarías dormido.
– Gracias -dije.
Mientras se quitaba el chaquetón, la corbata y la camisa, su sombra atravesaba la luz una y otra vez.
Luego me dijo con una sonrisita:
– Al diablo con él, ¿eh? Supongo que ésta es la actitud más correcta. Un hombre así es de los que son capaces de pasar sobre tu cadáver para coger una moneda. Me he pasado la vida entera tratando con bastardos como éste. Son demasiado listos para mí.
Cuando se metió en cama, una vez terminado el ruido de sábanas que hizo al acomodarse, hubo una pausa, y luego dijo:
– No te preocupes por tu padre, Peter. En Dios hemos puesto nuestra confianza.
– No estoy preocupado -dije-. Buenas noches.
Hubo otra pausa, y después habló la oscuridad:
– Dulces sueños, como diría el abuelo.
Su evocación del abuelo hizo que, inesperadamente, aquella habitación extraña pareciese lo bastante segura como para dormir en ella, a pesar de la voz de una mujer que reía al fondo del pasillo y de los golpes de puertas que se cerraban encima y debajo de nosotros.
Dormí tranquilamente, sin soñar apenas. Cuando desperté, todo lo que recordaba era que me encontraba en un interminable laboratorio químico que era como el del aula 107 del instituto de Olinger, con sus matraces y probetas y quemadores Bunsen, todo ello multiplicado por mil espejos. En una mesa había un pequeño tarro de conservas, como los que usaba mi abuela para guardar la mermelada de manzana, con el cristal empañado. Lo cogí y apliqué mi oreja a la tapadera y oí una voz diminuta, de un timbre tan alto como la voz que va diciendo los números cuando te examinan el oído, y que decía con claridad microscópica: «Quiero morir. Quiero morir».
Mi padre estaba ya levantado y vestido. Se encontraba junto a la ventana, y miraba la ciudad que se desperezaba en la mañana gris. El cielo no estaba despejado; unas nubes que parecían la parte inferior de larguísimos bollos se extendían más allá del horizonte color ladrillo de la ciudad. Abrió la ventana, para saborear Alton, y el aire tenía un sabor diferente del día anterior: más suave, preparatorio, agitado. Algo se había acercado.
Abajo, nuestro portero había sido sustituido por un hombre más joven que andaba muy tieso y no sonreía.
– ¿Ha terminado el turno del anciano caballero de anoche? -preguntó mi padre.
– Es gracioso -dijo el nuevo portero sin sonreír en absoluto-, Charlie murió esta noche pasada.
– ¿Qué? ¿Cómo es posible?
– No lo sé. Me han dicho que fue alrededor de las dos de la madrugada. Yo no tenía que entrar hasta las ocho. Dicen que se levantó de aquí y fue al lavabo y murió. Lo encontraron tendido en el suelo. Debe de haber sido el corazón. ¿No les ha despertado la ambulancia?
– ¿Esa sirena era por mi amigo? No puedo dar crédito a lo que usted dice. Se portó con nosotros como un verdadero cristiano.
– Yo no le conocía muy bien.
El portero sólo aceptó el cheque de mi padre tras largas explicaciones, y con una mueca llena de dudas.
Mi padre y yo rebuscamos nuestros bolsillos en busca de monedas sueltas y encontramos lo suficiente para desayunar en un bar. Yo llevaba un dólar en mi cartera pero no se lo dije, pues pensaba que sería mejor reservarlo como sorpresa para el momento en que la situación fuera aún más grave. A lo largo del mostrador del bar se sentaban obreros malhumorados y ojerosos porque todavía estaban medio dormidos. Me alivió ver que el hombre que trabajaba en la parrilla no era el que habíamos cogido en coche el día anterior. Pedí panqueques y tocino; fue mi mejor desayuno desde hacía meses. Mi padre pidió cereales, los ablandó con la leche, comió un par de cucharadas y apartó la escudilla a un lado. Miró el reloj. Eran las 7.25. Contuvo un eructo. Se le quedó la cara blanca y la piel de debajo de los ojos pareció hundírsele contra el hueso de la órbita. Vio que yo le estudiaba alarmado y me dijo:
– Ya lo sé. Tengo muy mal aspecto. Me afeitaré en la sala de las calderas cuando lleguemos al instituto. Heller tiene una maquinilla de afeitar.
Tenía las mejillas y el mentón llenos de puntitos blanquecinos, como si tuviera el rostro cubierto de escarcha.
Salimos del bar y nos dirigimos hacia el sur, hacia la elevada y deslucida lechuza de tubos muertos. Una tenue neblina invernal, producida por la subida de la temperatura, lamía el húmedo cemento y el asfalto. Subimos a un tranvía en Fifth Street esquina Weiser. La paja de los asientos alegraba el interior que, además, estaba caliente y vacío. A esa hora había poquísima gente que, como nosotros, se dirigiera en contra de la corriente que entraba en la ciudad. El número de edificios a ambos lados de la vía empezó a disminuir; las hileras de casas se partieron como el hielo al romperse; una colina lejana aparecía dividida entre el verde de la hierba y el color crema de unas casas nuevas; y después del largo tramo en el que nos deslizamos tras pasar frente al gran quiosco coronado por una enorme reproducción en yeso de un helado, empezaron a tomar posiciones a nuestro alrededor las casas de ladrillo de Olinger. Apareció a la izquierda el instituto; primero los terrenos deportivos y luego el edificio de ladrillo salmón; la chimenea de las calderas amonestaba al cielo como la aguja de una iglesia. Bajamos al llegar a la altura del taller de Hummel. Nuestro Buick aún no estaba allí. Por una vez no llegábamos tarde; los coches todavía estaban aparcando. Un autobús color naranja dio un brusco giro y, balanceándose, se detuvo de golpe; estudiantes del tamaño de pájaros y vestidos de colores alegres, todos diferentes, salieron por parejas de las puertas.
Cuando mi padre y yo caminábamos por el pavimento que dividía el césped lateral del instituto de la entrada en el taller de Hummel, un pequeño torbellino se originó delante de nosotros y nos guió. Hojas muertas, tan quebradizas como alas de mariposa, un envoltorio de caramelo verde-azulado, polvo y trocitos de porquería de las cloacas se arremolinaban ruidosamente bajo nuestros ojos; una presencia invisible y claramente circular se perfilaba en el camino. Bailaba saltando de uno a otro margen y gemía desde su mundo insensible; instintivamente, sentí deseos de detenerme, pero mi padre siguió caminando de prisa. Las perneras de su pantalón aleteaban; algo me succionó los tobillos, y cerré los ojos. Cuando miré hacia atrás, el torbellino había desaparecido.
Una vez en el instituto, nos separamos. Como estudiante, yo debía quedarme, de acuerdo con el reglamento, a este lado de las puertas reforzadas con alambre. Él la abrió y avanzó por el largo vestíbulo con la cabeza alta, el cabello revuelto porque se había quitado su gorro de punto azul, y sus tacones golpeando con fuerza las barnizadas tablas. En su perspectiva mi padre iba haciéndose cada vez más pequeño; cuando llegó a la puerta del otro extremo se convirtió en una sombra, una mariposa nocturna atravesada por la luz contra la que avanzaba. La puerta cedió; mi padre desapareció. El terror, con una presión de sudor, se apoderó de mí.
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