John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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– Es usted un caballero y un erudito. Estábamos sedientos y usted nos ha dado de beber.

El portero señaló con una mano lustrosa y artrítica:

– El baño está detrás de esa puerta -dijo-. Me parece que hay un vaso limpio ahí dentro.

– Quiero decir que usted ha sido un buen samaritano -dijo mi padre-. Este pobre chico se muere de sueño.

– Qué va -dije yo.

Cuando el portero ya se había ido -yo seguía irritado-, le pregunté a mi padre:

– ¿Cómo se llama este lugar tan horrible?

– El New Yorker -dijo mi padre-. Es una auténtica pocilga de las de antes, ¿verdad?

Pero ponerme a discutir con él en aquel momento era una falta de gratitud, así que le dije:

– Este hombre se ha portado muy bien dejándonos entrar sin dinero.

– Nunca se sabe quiénes son los verdaderos amigos de uno -dijo-. Apuesto a que si la puta de Gloria Davis se enterase de que me había hecho un favor se pondría a chillar ahora mismo, aunque estuviera durmiendo.

– ¿Cómo es que no tenemos dinero? -pregunté.

– Llevo preguntándomelo desde hace cincuenta años. Y lo malo es que cuando les pague con un cheque todavía será peor, porque no van a poder cobrarlo. Sólo me quedan veintidós centavos en el banco.

– ¿Cuándo te pagan? ¿No es a mitad de mes?

– Tal como van las cosas -dijo mi padre-, este mes no cobraré ni creo que vuelva a hacerlo. Si la junta del instituto lee el informe de Zimmerman, en lugar de darme dinero me van a pedir que se lo dé yo .

– Bah, nadie lee nunca sus informes -le interrumpí, enfadado porque no sabía si desnudarme o no delante de él.

Me daba vergüenza que me viera las manchas, porque cada vez que las veía se quedaba preocupadísimo. Pero, al fin y al cabo, él era mi padre, y me saqué la chaqueta, la colgué en una silla desvencijada y sujeta con alambre, y empecé a desabrocharme la camisa roja. Él se volvió y cogió el pestillo:

– Tengo que salir -dijo.

– ¿Adónde vas ahora? ¿No puedes quedarte quieto?

– Tengo que llamar a tu madre y cerrar el coche. Tú duerme, Peter. Esta mañana te hemos hecho levantar demasiado temprano. Detesto hacerlo, porque desde que tengo cuatro años he estado tratando de recuperar horas de sueño perdidas. ¿Podrás dormirte? ¿Te traigo los libros del coche por si quieres estudiar?

No .

Me miró y parecía estar a punto de pedir disculpas, hacer una confesión o brindarme una oferta concreta. Había una palabra -una palabra que yo no sabía pero que creía que él sí- que esperaba ser pronunciada. Pero él dijo solamente:

– Supongo que podrás dormirte. Me parece que no eres tan nervioso como yo cuando tenía tu edad.

Tiró de la puerta antes de hora y el pestillo, que sólo se había retirado parcialmente, raspó la madera, y salió.

Las paredes de una habitación vacía son espejos que doblan y redoblan nuestra conciencia de nosotros mismos. Una vez solo, me sentí excitadísimo, como si bruscamente me hubieran llevado al lado de gente brillante, famosa y bella. Me acerqué a la única ventana de la habitación y miré el radiante revoltijo de la plaza. Era una tela de araña, una lanzadera, un lago en el que se concentraban las luces de los coches procedentes de todos los rincones de la ciudad. A lo largo de dos manzanas, Weiser Street era la calle más ancha de todo el Este de Estados Unidos; el propio Conrad Weiser había ideado y hasta colocado los postes topográficos -en pleno siglo xviii-, una ciudad amplia, clara y cómoda. Ahora los faros de los coches nadaban aquí como si se encontraran en las aguas de un lago morado cuya superficie llegara hasta el alféizar de mi ventana. Las ventanas y anuncios de los bares formaban un césped verde y rojo en las orillas. Los escaparates de Foy's, los mayores almacenes de Alton, eran estrellas cuadradas dispuestas en seis hileras, o como galletas hechas con dos clases de cereales, la mitad inferior de trigo amarillo claro, y la superior, la zona cubierta por las persianas ocre, de cebada o centeno. Enfrente, y por encima de todo lo demás, una gran lechuza de neón abría y cerraba un ojo movido por un dispositivo eléctrico, al mismo tiempo que un ala acercaba a su pico, en un movimiento de tres sucesivos destellos, una galleta incandescente. A sus pies unas letras polícromas proclamaban alternativamente:

GALLETAS LA LECHUZA

MEJORES NO HAY

GALLETAS LA LECHUZA

MEJORES NO HAY

Este anuncio y los más pequeños -una flecha, una trompeta, un cacahuete, un tulipán- parecían reflejarse en el aire, brillar trémulamente en el plano que se extendía sobre la plaza a la altura de mi habitación. Los coches, los semáforos y las sombras parpadeantes que eran las personas se fundían para mí en un licor visual cuyos vapores eran el futuro. La ciudad. Esto era la ciudad: la habitación en la que me encontraba solo vibraba movida por los halos de los anuncios. Apartado de la ventana, en un lugar desde donde podía ver sin ser visto, continué desnudándome, y las manchas de la piel parecían, al tocarlas, los pétalos exteriores burdamente moteados de un corazón vegetal delicado, delicioso y plateado que aparecería por fin desnudo cuando terminara de deshojarlo. Me quedé en calzoncillos, listo para nadar; los juncos y el barro tomaban la huella de mis pies descalzos; la propia ciudad parecía estar bañándose ya en el lago de la noche. Las imperfecciones de los cristales de la ventana ondulaban las húmedas luces. Manaba sobre mí como un viento un sentimiento virginal de lo prohibido, y descubrí que yo era un unicornio.

Alton se distendía. Sus brazos de tránsito blanco se extendían hacia el río. Su cabello brillante se abría en abanico sobre la superficie del lago. Mi conciencia de mí mismo se fue ampliando hasta que, amante y amado, observador y observado, integré mi yo, la ciudad y el futuro en varias expansiones acentuadas, y durante estos segundos surqué la esfera hasta su centro y fui más poderoso que el tiempo. Supe que triunfaría. Pero la ciudad seguía moviéndose y parpadeando al otro lado de la ventana sin haber sentido aparentemente conmoción alguna, transparente a mi penetración, y esta actitud provocó en mí una terrible sensación de empequeñecimiento. A toda prisa, como si mi pequeñez fuera una suma de cristales a medio fundir que se desvanecerían completamente si no eran recogidos con rapidez, volví a vestirme parcialmente y me metí en la cama que estaba más cerca de la pared; las frías sábanas se abrieron como hojas de mármol, y me dio la sensación de ser una seca semilla perdida en los dobleces de la tierra. Dios mío, perdóname, perdóname, bendice a mi padre, a mi madre, a mi abuelo y, ahora, permíteme dormir .

Cuando las sábanas se calentaron volví a recuperar el tamaño humano, y luego, mientras reptaba por todo mi cuerpo la disolución de la modorra, una sensación viva y sorda a la vez de enormidad entró en mis células, y me dio la sensación de ser un gigante capaz de incluir en una uña todas las galaxias del universo. Esta sensación se daba no sólo en el espacio, sino también en el tiempo; me parecía, tan literalmente como cuando uno dice «un momento», que había transcurrido toda una eternidad desde que me había levantado de la cama, me había puesto mi deslumbrante camisa roja, tropezado con mi padre, dado unos golpecitos a la perra a través de la red de alambre cubierta de escarcha, y bebido el zumo de naranja. Me parecía que todas estas cosas ocurrían en fotografías proyectadas sobre una neblina tan lejana como las estrellas; se mezclaban con Lauren Bacall y Doris Day, y a través de sus caras volví al reconfortante plano de la realidad. Tomé conciencia de los detalles: un lejano murmullo de voces, una espiral de alambre que mantenía sujetados los dos trozos de la pata de una silla a pocos palmos de mi cara, el molesto parpadeo de las luces en las paredes. Salí de la cama, bajé la persiana y me volví a meter en cama. ¡Qué cálida era la habitación en comparación con la que yo tenía en mi casa! Pensé en mi madre y la eché de menos por primera vez; ansié inhalar su aroma a cereales y olvidarme de mí mismo mirándola ir de un lado para otro en la cocina de casa. Pensé que cuando la viera otra vez tenía que decirle que comprendía por qué quiso que nos fuéramos a vivir a la casa de campo y que no se lo echaba en cara. Y que debía yo mostrar más respeto a mi abuelo y escucharle cuando hablara porque…, porque…, porque un día dejaría de estar con nosotros.

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