John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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GEORGE W. CALDWELL, PROFESOR, 50 AÑOS.

El señor Caldwell nació el 21 de diciembre de 1896, en Staten Island, ciudad de Nueva York. Su padre era el reverendo John Wesley Caldwell, licenciado por la Universidad de Princeton y el Seminario de la Unión Teológica de Nueva York. Cuando obtuvo su licenciatura en esta última institución se hizo pastor presbiteriano; con él, la familia Caldwell proporcionaba por quinta generación consecutiva un clérigo a esta Iglesia. Su esposa, de soltera Phyllis Harthorne, procedía de una familia del sur originaria de los alrededores de Nashville, estado de Tennessee. Ella llevó a su matrimonio no solamente su gran belleza y encanto personal, sino también la enérgica piedad característica de las damas del Sur, y fueron innumerables los miembros de la parroquia que quedarían en deuda con ella por su ejemplo de devoción y de testimonio cristiano; cuando a la trágicamente temprana edad de cuarenta y nueve años su esposo fue llamado a un Servicio más Alto, fue ella quien a lo largo de los difíciles años de la lenta enfermedad de su marido se encargó del trabajo de la iglesia, y llegó incluso a subir al púlpito varios domingos.

La pareja fue bendecida con dos retoños, de los que George fue el segundo. El mes de marzo de 1900, cuando George tenía tres años, su padre renunció a su parroquia de Staten Island, y aceptó la llamada de la Primera Iglesia presbiteriana de Passaic, estado de Nueva Jersey, que se encontraba en el cruce de Grove Street y Passaic Avenue, una espléndida estructura de piedra caliza amarilla que todavía sigue en pie y ha sido recientemente ampliada. Fue allí donde John Caldwell se vio destinado a prodigar durante dos décadas sus conocimientos, su irónico ingenio y su sólida fe sobre las atentas caras de sus feligreses. De este modo, Passaic, antiguamente conocido como Acquackanonk, un tranquilo pueblo situado al lado de un río y cuya belleza rural estaba muy lejos por aquel entonces de ser eclipsada por el vigor de su industria, se convirtió en el lugar donde George Caldwell se crió.

Muchas de las personas que todavía viven en este pueblo recuerdan que era un muchacho muy despierto, aficionado a todos los deportes, y tan diestro para conservar amigos como para hacerlos. Los chicos le llamaban Palo , nombre que seguramente era una alusión a su extraordinaria delgadez. Siguiendo las tendencias intelectuales de su padre, mostró desde muy temprano un gran interés por las ciencias, aunque años más tarde afirmara, con la bienhumorada modestia que tanto le caracterizaba, que su máxima ambición era convertirse en farmacéutico. Afortunadamente para una generación de muchachos de Olinger, el Destino le llevó por otros caminos.

La juventud del señor Caldwell se vio turbada por la prematura muerte de su padre y la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Patriota por instinto, se alistó en las tropas del Cuartel General de la División Setenta y Ocho a finales de 1917 y salió con vida por muy poco, en Fort Dix, de la gran epidemia de gripe que en aquellos momentos barría los campamentos militares. Estaba listo, con el número 2414792, para actuar en los campos de batalla de ultramar cuando se declaró el armisticio; ésa fue la vez que más cerca estuvo George Caldwell de abandonar las fronteras continentales de la nación que él iba a enriquecer como obrero, profesor, feligrés, dirigente civil, hijo, marido y padre.

Los años que siguieron a su licenciamiento militar, George Caldwell, que ahora -junto con su hermana, que se había casado- era el sostén de su madre, trabajó en una amplia gama de empleos: vendedor a domicilio de enciclopedias, conductor de un autobús que recorría Atlantic City mostrando la ciudad a los turistas, supervisor de atletismo en la YMCA de Paterson, bombero del ferrocarril en la línea Nueva York-Susquehanna-Western, y hasta botones de hotel y lavaplatos de un restaurante. En 1920 se matriculó en Lake College de las cercanías de Filadelfia y, sin más recursos económicos que los procedentes de sus propios esfuerzos, consiguió obtener una licenciatura, con distinción, el año 1924. Su especialización universitaria fue en química. Además de lograr un historial académico excelente y cumplir con el exigente horario que le imponía el compartir sus estudios con diversos empleos, ganó una beca por méritos atléticos que redujo a la mitad los gastos de sus estudios. Jugó, durante tres años, de defensa titular del equipo de rugby de su universidad, habiendo sufrido diecisiete veces fractura de nariz, dos dislocaciones de rótula, una fractura en la pierna y otra de las vértebras del cuello. Fue allí, en el adorable campus cuya joya principal es el reluciente lago rodeado de robles -que los Lenni Lenape (el «pueblo que originalmente poblaba la región») consideraban sagrado-, donde conoció y quedó hechizado por la señorita Catherine Kramer, cuya familia era oriunda de Firetown, condado de Alton. La pareja contrajo matrimonio el año 1926 en Hagerstown, estado de Maryland, y durante los siguientes cinco años tuvieron que viajar por todos los estados de la costa atlántica, así como por Ohio y West Virginia, debido a que George trabajaba como empalmador de cables para la Bell Telephone and Telegraph Company.

«Las bendiciones llegan bajo extraños disfraces.» En 1931 el destino de la nación volvió a entrometerse en el del individuo; debido a los problemas económicos que asolaban a Estados Unidos, George Caldwell fue despedido por el gigante industrial para el que había trabajado tan concienzudamente. Él y su esposa, que pronto ampliaría las responsabilidades de George Caldwell con otro ser humano, se fueron a vivir con los padres de ella a Olinger, donde el señor Kramer había comprado varios años antes la bonita casa blanca de ladrillo de Buchanan Road, que actualmente ocupa el doctor Potter. En otoño de 1933 el señor Caldwell empezó a enseñar en el instituto de Olinger, empleo que nunca abandonaría.

¿Cómo explicar las características de su forma de enseñar? Podría mencionarse su absoluto dominio de los temas que enseñaba, su inagotable simpatía por los que se pierden en los meandros de la ciencia, su extraordinaria habilidad para establecer relaciones inesperadas y combinar de una forma siempre nueva y esclarecedora la materia prima de su asignatura con la materia prima de la vida, su espontáneo humor, su don nada despreciable para la dramatización, su temperamento inquieto y abierto siempre a la duda que le empujaba incesantemente hasta el perfeccionamiento en el arte pedagógico; pero esto no sería sino citar algunos de los elementos que integraban aquel todo. No hay, seguramente, nada que quede tan duramente grabado en la mente de sus ex alumnos (entre los que se cuenta el autor de estas líneas) como su sobrehumano desinterés y su preocupación absoluta por el mundo en general, que le dejaba, quizá, poco margen para condescendencias consigo mismo o para su placentero descanso. Sentarse en uno de los bancos del aula del señor Caldwell era elevar el espíritu hacia grandes aspiraciones. Aunque a veces reinara cierta confusión -hasta tal punto era enérgica y cambiante su entrega a sus alumnos-, siempre quedaba claro que el señor Caldwell «era todo un hombre».

Además de todas las actividades escolares no estrictamente didácticas -era entrenador de nuestro gallardo equipo de nadadores, administraba los equipos de rugby, baloncesto, carreras de atletismo y béisbol, y supervisaba también el Club de Comunicaciones-, el señor Caldwell desempeñaba un papel de primerísima magnitud en todos los asuntos de la comunidad local. Era secretario del Club de Animación de Olinger, miembro de la junta del Grupo de Cachorros 12, miembro del Comité para la Creación de un Parque Municipal, vicepresidente del Lions Club y presidente de la campaña anual que este club organizaba para la venta de bombillas en favor de los niños ciegos. Durante la reciente guerra fue Jefe de Manzana e instrumento esforzado de muchos aspectos de la Contienda. Aunque por su familia era republicano y presbiteriano, se convirtió en demócrata y luterano y colaboró fielmente en ambas causas. Después de haber sido durante muchos años diácono y miembro del consejo de la Iglesia Redentora luterana de Olinger, tras su reciente mudanza a una encantadora casa rural de Firetown, «cuna» de la familia de su esposa, el señor Caldwell se convirtió muy pronto en diácono y miembro del consejo de la Iglesia evangélica-luterana de Firetown. Por su propia naturaleza, este resumen no puede incluir las innumerables y anónimas obras de caridad y buena voluntad a través de las cuales él, que originalmente era un extraño para el pueblo de Olinger, acabó entretejiéndose con firmeza en la urdimbre de ciudadanía y camaradería del pueblo que le había acogido.

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