John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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– Ah, no, mira -dijo mi padre continuando con ese tono ligeramente elevado de voz que trataba siempre de encontrar un asidero en superficies planas-, yo era hijo de un pastor. Me educaron en la creencia, que todavía mantengo, de que Dios hizo al Hombre a su imagen y semejanza y que era lo mejor de su Creación. Si esto es así, ¿en qué consiste este tiempo que es tan superior a nosotros?

Mi madre volvió a entrar en la cocina, se inclinó sobre mí, y vertió el agua humeante en mi taza. Yo levanté la cabeza y le dirigí una disimulada sonrisa de complicidad; a menudo nos burlábamos de mi padre. Pero ella mantuvo los ojos fijos en mi taza y, sosteniendo el asa del cacharro con un guante de cocina estampado de flores, vertió el agua en ella sin derramarla. El polvo de color marrón, Maxwell Instant, formó un diminuto montículo en la superficie humeante del agua y después se disolvió tiñéndola de negro. Mi madre revolvió el líquido con mi cucharilla y una espiral de espuma marrón dio vueltas en la taza.

– Cómete los cereales, Peter -me dijo.

– No puedo -le dije-. Tengo el estómago revuelto, me duele.

Quería vengarme porque ella había rechazado mi intento de complicidad. Me fastidiaba que mi padre, aquel hombre triste y tonto que yo creía que había quedado excluido desde hacía tiempo de nuestro romance, me hubiera robado aquella mañana el lugar que yo ocupaba en los pensamientos de mi madre.

– Abuelo -decía ahora mi padre-, no tenía intención de hacerte daño; es que estas expresiones antiguas me enloquecen de tal manera que cuando las oigo me pongo furioso. Son tan autosuficientes que no las soporto. Si esos viejos campesinos, o quienquiera que las inventó, tienen algo que decirme, sería mejor que vinieran ahora mismo y lo dijeran.

– George -dijo mi madre-, fuiste el primero que la utilizó.

Él cambió de tema:

– Eh, ¿qué hora es?

La leche estaba demasiado fría, el café demasiado caliente. Tomé un sorbo y me quemé el paladar; después de esto la fría masa blanda y pastosa del maíz resultaba nauseabunda. Como para convertir mi mentira en verdad, el estómago empezó a dolerme; el tictac de los minutos me lo iba pellizcando.

– Ya estoy listo -grité-, estoy listo, estoy listo.

Estaba actuando como mi padre con sus interpretaciones para un público invisible, con la diferencia de que su público estaba lejos y era preciso gritar, y el mío estaba justo al otro lado de las candilejas. Un muchacho agarrándose cómicamente la barriga cruza el escenario hacia la izquierda. Entré en la sala para coger el chaquetón y los libros. Mi chaquetón de marinero color guisante, curtido y fiel, estaba colgado tras una puerta. Mi padre se hallaba sentado en un balancín vuelto de espaldas al fuego que silbaba y bailaba en el hogar. Llevaba puesto el abrigo, un chaquetón harapiento a cuadros con botones de los más variados estilos que había rescatado de una venta realizada en alguna iglesia y que le venía pequeño y apenas si le llegaba a las rodillas. En la cabeza llevaba un horrendo gorro de punto azul que había encontrado en un cubo de basuras en el instituto. Como se lo ponía hasta las orejas, le daba el aspecto de un tonto grandullón, de los que salen en los tebeos. Hacía poco que había cogido la manía de ponerse ese gorro y yo me preguntaba por qué. Todavía tenía mucho pelo en la cabeza, y casi ninguna cana. Para mí, mi padre era un ser que no cambiaba. De hecho, aparentaba menos años de los que tenía. Cuando volvió hacia mí su cabeza, su cara era la de un pícaro pilluelo prematuramente endurecido por la experiencia. Su infancia transcurrió en un barrio humilde de Passaic. Su cara, formada por brillantes bultos y pliegues poco profundos, me parecía a la vez tierna y brutal, sabia y ciega; todavía la dignificaba la gran distancia que al principio la había elevado un poco hacia el cielo. Cuando yo era pequeño y mi estatura alcanzaba solamente el nivel de sus rodillas y le miraba junto a la pared de ladrillo que conducía a la parra de nuestra casa de Olinger, me parecía que era tan alto como las copas de los castaños de Indias y creía que mientras todo siguiera así nada iría mal.

– Tienes los libros en el alféizar de la ventana -me dijo-. ¿Te has comido los cereales?

Yo repliqué seriamente:

– No paras de decirme que llegamos tarde.

Recogí mis libros. El de latín, de un azul desteñido, con la cubierta desencuadernada. El elegante libro rojo de álgebra, que era una nueva edición de este año; cada vez que volvía una página, el papel emanaba un aroma picante y virginal. Un grueso libro gris muy pesado, el de ciencias, que era la asignatura de mi padre. En la cubierta había un grabado triangular con el dibujo de un dinosaurio, un átomo ardiendo como una estrella y un microscopio. En el lomo de este libro uno de sus anteriores propietarios había escrito con tinta azul y letras enormes la palabra FIDO. El tamaño de la inscripción parecía patético y abyecto, como un monumento religioso abandonado. Fido Hornbecker había sido un astro del rugby cuando yo estaba en séptimo. En la lista de nombres escritos en la parte interior de la tapa, y en la que el mío era el último, no fui nunca capaz de adivinar cuál era el nombre de la chica que había estado enamorada de él. En cinco años, yo era el primer chico que se había convertido en dueño de aquel libro. Los cuatro nombres escritos encima del mío:

Mary Heffner

Evelyn Mays Bitsy

Rhea Furstweibler

Phyllis L. Gerhardt

se habían fundido para mí en uno solo, el de una ninfa de caligrafía inconstante. Quizá todas ellas habían amado a Fido.

– Robarle tiempo a la comida -dijo el abuelo- es como robarse tiempo a uno mismo.

– El chico es como yo, abuelo -dijo mi padre-. Tampoco yo tuve nunca tiempo suficiente para comer despacio. Acaba pronto; es todo lo que me decían. La pobreza es algo terrible.

Las manos de mi abuelo se enlazaban y desenlazaban cautelosamente, y sus botines se movían agitadamente. Su personalidad estaba en perfecto contraste con la de mi padre porque, en su vejez, imaginaba que si la gente le prestaba atención, era capaz de encontrar respuesta a cualquier clase de pregunta y consolar todas las incertidumbres.

– Yo iría a ver al doctor Appleton -dijo el abuelo aclarándose la garganta con extrema delicadeza, como si sus mucosidades fueran papel japonés-. Conocía muy bien a su padre. Los Appleton llevan en el condado desde el primer momento.

Estaba bañado en la blanca luz que dan las ventanas en invierno y, en comparación con aquella cabeza en forma de bala de mi padre que formaba un enorme bulto negro contra el fuego chisporroteante, parecía una criatura más evolucionada.

Mi padre se puso en pie:

– Cuando yo voy a verle -le dijo a mi abuelo-, lo único que hace es fanfarronear.

Había agitación en la cocina. Las puertas gemían y se cerraban de golpe; unas fuertes garras arañaban el pico de madera. La perra entró corriendo en la sala. Lady parecía planear sobre la alfombra, agachándose como azotada por la alegría. Con un frenético movimiento natatorio arañó con los pies un punto de la vieja alfombra morada que, aunque estaba gastada, todavía podía soltar cuando la frotaban una pelusa color espliego. Mi abuela, cuando esta alfombra estaba en Olinger y ella estaba todavía viva, llamaba «ratones» a estas bolas de pelusa. Lady estaba tan contenta de haber podido entrar que parecía un estallido de buenas noticias, un peludo revoltillo de vertiginoso éxtasis que al virar emitía el olor de la mofeta que había matado hacía una semana. Luego saltó en persecución de un dios. Se lanzó hacia mi padre, cambió de dirección al pasar delante de mis piernas, saltó al sofá y, frenéticamente agradecida, lamió la cara de mi abuelo.

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