John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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– Por Dios, abuelo, cuando yo era niño nunca conseguía dormir. Por eso me encuentro tan mal ahora.

Había un pequeño porche de cemento en el que estaba la bomba del agua. Aunque la casa tenía luz eléctrica, todavía no había agua corriente. La tierra de fuera del porche, húmeda en verano, se había contraído por las heladas, y la frágil hierba ocultaba crujientes cuevas que se cerraban bajo mis pies. La alta hierba de la pendiente del huerto estaba blanqueada por remolinos de escarcha que parecían fragmentos de paralizada niebla. Fui a orinar detrás de un matorral de forsythias demasiado cercano a la casa. A menudo mi madre se quejaba del hedor; para ella el campo representaba la pureza, pero yo no podía tomármela en serio. Me parecía evidente que la tierra se alimentaba de la podredumbre y los excrementos.

Tuve una grotesca visión en la que mi orina se congelaba en el aire y se me quedaba pegada. De hecho no fue así y cayó al suelo, donde estuvo humeando unos instantes sobre la capa de hierba y paja que constituía el suelo sobre el que se elevaban las entrelazadas enaguas del desnudo matorral. Lady salió escarbando de su caseta, derramando paja, e introdujo sus negros orificios nasales entre la verja de alambre para mirarme.

– Buenos días -dije yo, caballerosamente.

Cuando me acerqué al gallinero ella dio un gran salto en el aire, y cuando introduje mis manos por uno de los escarchados agujeros para darle un golpe, se agitó y amenazó con dar otro salto. Su pelaje se había esponjado para preservarse del frío y estaba salpicado de briznas de paja. La textura de su garganta era plumosa; la parte superior de la cabeza parecía, en cambio, encerada. Se notaban debajo del pelo los huesos y músculos tibios y delgados. Por su forma de mover hambrienta la cabeza, como si quisiera coger mis manos, temí que mis dedos resbalaran hasta sus ojos tan vulnerablemente protuberantes; unas lentes de oscura gelatina.

– ¿Qué tal se encuentra? -le pregunté-. ¿Ha dormido bien? ¿Ha soñado con conejos? ¡ Conejos !

Era delicioso ver cómo mi voz hacía que girase en remolino, lanzara acometidas, meneara la cola y se quejara.

Al agacharme, el frío me penetró por detrás y me apretujó la espalda. Cuando me puse otra vez de pie, los rectángulos de alambre que mi mano había tocado eran negros porque mi piel había fundido la pátina de escarcha. Lady saltó como si alguien hubiera soltado un muelle. Metió una pata dentro del bebedero y lo volcó, pero, contra lo que yo esperaba, el agua no se derramó porque estaba totalmente helada. Durante el instante que transcurrió hasta que mi cerebro llegó a comprender lo que mis ojos veían, me pareció un milagro.

Ahora, el aire, que ni la más mínima brisa movía, empezó a endurecerse a mi alrededor y caminé de prisa. Mi cepillo dental, rígido de frío, se había pegado al soporte de aluminio que estaba atornillado en el poste del porche. Lo arranqué de un tirón. Los cuatro primeros golpes que di a la palanca de la bomba fueron inútiles. Al dar el quinto, salió de las profundidades de la condenada tierra un chorro vaporoso de agua que salpicó el pequeño glaciar pardo lleno de surcos que se había formado en el bebedero. El agua herrumbrosa quitó al cepillo su rígida envoltura, pero cuando me lo puse en la boca era como un caramelo de palo completamente insípido. El frío se coló por los empastes y me dolieron las muelas. La pasta dentífrica depositada sobre las cerdas se fundió en un sabor a menta. Lady observaba mi actuación con un salvaje placer que hacía que su cuerpo se hinchara y retorciera, y cuando escupí ladró en señal de aplauso, cada ladrido se convirtió en una bocanada de escarcha. Volví a colocar el cepillo en su sitio y la saludé con una reverencia, y tuve la satisfacción de oír que el aplauso continuaba mientras yo me retiraba tras la doble cortina, la contrapuerta y la puerta principal.

Ahora los relojes marcaban las 7.35 y las 7.28. El baño de aire caliente que me rodeó al entrar en la cocina, del color de la miel, me hizo moverme más perezosamente a pesar de que los relojes me aguijoneaban.

– ¿Por qué ladra la perra? -preguntó mi madre.

– Se muere de frío -dije-. Hace demasiado frío ahí fuera. ¿Por qué no la dejamos entrar?

– No podrías hacerle nada peor -gritó, invisible, mi padre-. En cuanto se acostumbre a estar dentro de casa, morirá de pulmonía como el último que tuvimos. Los animales han de vivir en su ambiente. Eh, Cassie: ¿qué hora es?

– ¿En qué reloj?

– En el mío.

– Poco más de las siete y media. El otro marca algo menos de las siete y media.

– Tenemos que irnos, chico. Hay que ponerse en movimiento.

Mi madre me dijo:

– Come, Peter .

Y a mi padre:

– Esa baratija que compraste se adelanta, George. Según el del abuelo te quedan cinco minutos.

– No es una baratija. Antes de las rebajas costaba trece dólares, Cassie. Es de la General Electric. Si dice que son menos veinte, llegaré tarde. Tómate deprisa el café, chico. El tiempo y la marea no esperan.

– Y menos a alguien que tiene una araña en el intestino -dijo mi madre-, rebosas energía.

Luego, volviéndose a mí, añadió:

– Peter, ¿no oyes a tu padre?

Yo había estado admirando una sombra color espliego que había bajo el nogal de mi cuadro del patio de nuestra antigua casa. Siempre me había gustado mucho aquel árbol; cuando yo era pequeño había un columpio sujeto a la rama que en el cuadro no era más que un poquito de negro. Mientras miraba esas manchas negras, reviví el movimiento de mi espátula, un segundo de mi vida que, maravillosamente, se había perpetuado. Creo que fue esta perpetuación, esta posibilidad de fijar unos pocos segundos fugaces, lo que me llevó, a los cinco años, al arte. Porque ¿no es aproximadamente a esa edad cuando comprendemos que las cosas, si no mueren, ciertamente cambian, se agitan, se deslizan, se alejan y, como los brochazos de sol en los ladrillos bajo una parra en un día ventoso de junio, cambian tanto que acaban por no tener identidad?

– Peter -dijo mi madre en un tono que no admitía réplica.

Me tomé el zumo de naranja en dos tragos y, para dejarla preocupada dije:

– La pobre perra está ahí fuera y ni siquiera tiene nada que beber, lo máximo que puede hacer es lamer el pedazo de hielo que tiene en su bebedero.

En la otra habitación mi abuelo se movió y dijo:

– Éste era uno de los dichos favoritos de Jake Beam, que era jefe de la antigua estación de los Hornos Bertha, antes de que suprimieran el servicio de pasajeros. «El tiempo y la marea», decía solemnemente, «y el tren de Alton no esperan.»

– De acuerdo, pero, abuelo -dijo mi padre-, ¿te has parado alguna vez a pensar si hay algún hombre que espere al tiempo?

Ante tal absurdo, mi abuelo guardó silencio y mi madre, que llevaba un cacharro lleno de agua recién hervida para mi café, entró en la otra habitación para defenderle:

– George -dijo-, ¿por qué no sales y pones el coche en marcha en lugar de atormentar a todo el mundo con tus tonterías?

– ¿Qué? -dijo él-. ¿Es que le he hecho algún daño al abuelo? Si es así, no tenía ninguna intención de hacerlo, abuelo. Lo que he dicho lo decía en serio. Llevo toda mi vida oyendo esa frase sobre el tiempo, y no la entiendo. ¿Qué quiere decir? Si se lo preguntas a la gente, no hay ningún bastardo que quiera decírtelo. Ni tampoco ninguno que sea honrado, porque nadie admite que no lo sabe.

– Pues es fácil, significa -dijo mi madre, y después dudó porque, al igual que me había ocurrido a mí, le daba la sensación de que la ansiosa curiosidad de mi padre le había privado al dicho de su sencillo significado-, significa que no podemos conseguir lo imposible.

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