Mi padre cruzaba a zancadas aquel césped que parecía papel de esmeril. Le di alcance. Los pequeños montículos levantados por los topos durante la época del buen tiempo restaban uniformidad a la superficie. La pared del establo, un alto pentágono moteado, estaba completamente iluminada por el sol.
– Mamá ha estado a punto de hacer trizas el reloj -le dije a mi padre cuando le alcancé. Se lo dije para que se sintiera ofendido.
– Está de un humor raro -dijo-. Tu madre es una auténtica femme , Peter. Si yo hubiera sido un hombre de verdad, la hubiera puesto a trabajar en los teatros de variedades cuando era joven.
– Ella cree que molestas al abuelo.
– ¿Eh? ¿Sí? El abuelo Kramer me encanta. En mi vida he conocido a ningún hombre tan encantador como él. Le adoro.
Parecía que las palabras estaban recortadas y apagadas por los quietos volúmenes de aire frío que hendían nuestras mejillas. Nuestro Buick negro, un cuatro puertas del 36, esperaba junto al establo con el morro mirando hacia abajo. Antes, el coche tenía una elegantísima y preciosa rejilla delante del radiador; mi padre, inesperadamente -pues las cosas materiales apenas si tenían significado para él-, se había mostrado al principio muy orgulloso de aquellas delgadas líneas paralelas de reluciente cromado. El otoño pasado, el embarrado y achacoso Chevrolet de Ray Deifendorf se negó a arrancar cuando estaba en el aparcamiento del instituto y mi padre, con su característico cristianismo impulsivo, se prestó voluntariamente a empujarle y, justo cuando habían logrado alcanzar la velocidad suficiente, Deifendorf cometió la estupidez de frenar, y la rejilla del radiador de nuestro coche se aplastó contra el parachoques del de Deifendorf. Yo no estaba allí. El propio Deifendorf me contó, riendo, que mi padre salió corriendo a ver la parte delantera del coche y que recogió todos los pedacitos de metal roto mientras murmuraba para sí:
– Es posible que puedan soldarlos. Seguramente Hummel podrá.
¡Soldar una rejilla tan destrozada! Deifendorf me lo contó de una manera que hasta yo tuve que reírme.
Los brillantes fragmentos de la rejilla seguían haciendo ruido en el portamaletas, y la cara de nuestro coche quedó como si le hubieran partido unos cuantos dientes. Era un coche largo y pesado, y necesitaba que le calibraran los cilindros. También le hacía falta una batería nueva. Mi padre y yo entramos y él puso el starter, conectó el arranque y se quedó escuchando, con la cabeza inclinada, mientras el motor se resistía a ponerse en marcha. La escarcha que había sobre el parabrisas dejaba el interior del coche en penumbra. Parecía imposible conseguir que el motor resucitase. Escuchamos tan atentamente que fue como si en la mente de los dos se dibujara la misma imagen cristalizada, la imagen de la parda biela luchando en su parda caverna, patinando más allá del cenit de su revolución, y luego retirándose, rechazada. No había ni asomo de chispa. Cerré los ojos para iniciar una rápida oración y oí decir a mi padre:
– Santo cielo, chico, estamos metidos en un buen lío.
Salió y arañó frenéticamente la escarcha del parabrisas con las uñas hasta dejar limpio un espacio delante del asiento del conductor. Yo salí por mi lado y nos pusimos a empujar los dos cada uno en su puerta. Una vez. Dos veces. Una tercera vez inmensa.
Con un ligero ruido los neumáticos se despegaron de la helada tierra de la rampa del establo. La resistencia del peso del coche empezó a disminuir; descendíamos indolentemente pendiente abajo. Saltamos los dos dentro, cerramos de golpe las puertas, y el coche empezó a coger velocidad por el camino engravillado que giraba y después se hundía dejando atrás el establo. Las piedras crujían bajo nuestros neumáticos como fragmentos de hielo al partirse. Con una aceleración llena de dignidad el coche se tragó la parte más pronunciada de la bajada, mi padre soltó el embrague para meter la marcha, el chasis dio una sacudida, tosió el motor, arrancó, arrancó , y enseguida estuvimos en marcha, volando por la rosada recta que enmarcaban un prado verde pálido y un llano campo en barbecho. Pasaban tan pocos coches por este camino que en el centro crecían multitud de hierbajos. Los labios de mi padre, apretados hasta ahora, se distendieron ligeramente. Metió gasolina en el sediento motor. Si ahora nos quedábamos parados sería fatal, porque ya no tendríamos ninguna pendiente para ponerlo en marcha. Hundió la mitad del starter. El motor resonó en un tono más alto. A través de los claros bordes de la hoja de escarcha que cubría el parabrisas podía ver lo que había delante; nos acercábamos al límite de nuestras tierras. Nuestro prado terminaba donde el terreno empezaba a elevarse. Nuestro gallardo capó negro avanzó hacia la pequeña subida del camino, se la tragó con piedras y todo, y la escupió dejándola atrás. A nuestra derecha, el buzón de Silas Schoelkopf nos saludó con su tiesa banderita roja. Habíamos logrado escapar de nuestras tierras. Miré atrás: nuestra casa era un pequeño grupo de edificios alojados en un costado del valle que cada vez se hacía más borroso. El alero del establo y el gallinero eran de un rojo suave. Del cubo estucado donde habíamos dormido salía, como un último jirón de nuestros sueños, una espiral de humo que, vista contra los bosques morados, parecía azul. El camino volvió a hundirse y nuestra casa desapareció; nadie nos perseguía. Schoelkopf tenía un estanque, y sobre el hielo caminaban unos patos del color de las teclas de un piano viejo. A nuestra izquierda, el alto y encalado establo de Jesse Flagler parecía lanzar un bocado de heno en nuestra dirección. Entreví el redondo ojo marrón de una vaca.
El sucio camino llevaba hasta la carretera 122 y se encontraba con ella en un ángulo traicionero en el que era fácil que se calara el motor. En ese punto había una fila de buzones que parecía una calle de pajareras, una señal de STOP llena de oxidados agujeros de bala, y un manzano con las ramas podadas. Mi padre miró hacia la carretera y dedujo que estaba vacía; sin tocar el freno, nos hizo avanzar a saltos por el último trecho de camino. Ya estábamos sobre el terreno firme y seguro de macadán. Metió la segunda, hizo rugir el motor, metió la tercera, y el Buick avanzó exultante. Olinger estaba a diecisiete kilómetros. A partir de aquel punto el viaje sería una bajada. Me comí media tostada. Las frías migajas se derramaron sobre mis libros y mi regazo. Pelé el plátano y me lo comí entero, más para satisfacer a mi madre que para saciar el hambre, y bajé el cristal de la ventanilla lo suficiente para tirar la piel y el resto de la tostada hacia el campo que nos rozaba.
Anuncios redondos, rectangulares y octogonales nos hablaban desde los márgenes de los campos. En uno de los lados de un viejo establo había un gran cartel que decía: CON PONY AHORRARÁ BUJÍAS. Los campos en los que durante el verano los seguidores de Amish [2]con gorros y sombreros negros recogían tomates, y en los que hombres gordos montados en tractores rojos de nariz estrecha se bamboleaban en mares de cebada, parecían, ahora que estaban desnudos de cultivos, dolorosamente expuestos a la intemperie; como si estuvieran rogando al cielo que les cubriera con una manta de nieve. En una curva, una gasolinera con dos surtidores, cuyas paredes estaban cubiertas de viejos carteles que anunciaban refrescos, se cruzó en nuestro camino y pronto quedó atrás para reaparecer en el espejo retrovisor ridículamente encogida; su manchado cartel con el caballo volador era ya ilegible y cada vez se hacía más pequeño. Una bajada de la carretera hizo que la portezuela de la guantera se pusiera a temblar. Cruzamos Firetown. El pueblo propiamente dicho se reducía a cuatro casas de piedra arenisca; en ellas habían vivido las familias de la aristocracia rural de la zona. Durante cincuenta años una de esas casas había sido la posada Ten Mile Inn, y todavía había junto al porche una barandilla para amarrar los caballos. Las ventanas estaban atrancadas con tablas. Más allá de este núcleo el pueblo se iba adelgazando en la zona de construcciones nuevas: un almacén de bloques de hormigón en el que vendían cerveza por cajas; dos casas nuevas de altos cimientos y sin escalera en la parte delantera, pero ambas habitadas por familias; una choza de cazadores, bastante retirada de la carretera y cuyas luces encendían los fines de semana grupos integrados por numerosos hombres y a veces unas cuantas mujeres; algunas casas con techo de ripias construidas antes de la guerra, tan altas como si fueran de ciudad y llenas, según afirmaba mi abuelo, de niños ilegítimos que morían de hambre. Nos cruzamos con un autobús escolar de color naranja que se balanceaba avanzando en dirección contraria, de camino al instituto de la ciudad. Yo vivía ahora en el distrito perteneciente a ese instituto, pero como mi padre trabajaba en el de Olinger no tuve que cambiar. Los niños de nuestra vecindad me daban miedo. Mi madre me había obligado a hacerme miembro del club 4-H. Mis compañeros tenían los ojos ovalados y achinados y la piel suave y parda. Tanto la lerda inocencia de algunos como la astucia maliciosamente ilimitada de otros me parecían igualmente salvajes y ajenas a mis civilizadísimas aspiraciones. Nos reuníamos en el sótano de la iglesia, y cuando pasábamos una hora viendo diapositivas sobre las enfermedades del ganado y las plagas de los cereales, yo me ponía a sudar de claustrofobia; luego bogaba en el aire frío del exterior y me zambullía, una vez en casa, en mi libro de reproducciones de Vermeer, del mismo modo que un hombre que ha estado a punto de ahogarse se aferra a la playa.
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