John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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– ¿Cómo es que se ha quedado atrapado en este lugar? De estar en sus zapatos, señor, me iría tan rápidamente a Florida que ni siquiera podría ver usted el polvo que levantaba detrás de mí.

– Vivía en Albany con un tipo -dijo a su pesar el viajero.

Mi corazón se estremeció al ver confirmados mis temores; pero mi padre parecía no darse cuenta de que habíamos entrado en aquel horrible territorio.

– ¿Un amigo? -preguntó.

– Sí, algo así.

– ¿Qué pasó? ¿Le traicionó?

El hombre se sintió tan a gusto al oír esta última pregunta que se inclinó hacia delante.

– Exacto, amigo -le dijo a mi padre-. Eso fue precisamente lo que hizo el muy cabrón. Lo siento, chico.

– No se preocupe -dijo mi padre-. Este pobre chico oye más palabrotas en un día que yo en toda mi vida. Es por su madre; es una mujer que ve las cosas como son y no puede evitarlo. Gracias a Dios, yo soy medio ciego y casi sordo. El cielo protege al ignorante.

Agradecí confusamente a mi padre que hubiera conjurado al cielo y a mi madre como mis protectores, como un dique capaz de contener la riada de perversas confidencias que derramaba nuestro invitado; pero me quedé muy resentido contra él por haberme mencionado en una conversación con un hombre de éstos, que zambullera la sombra de mi personalidad en aquel cenagoso pantano. Me pareció que la tensión que suponía que un extremo de mi personalidad estuviera rozando a Vermeer y el otro al viajero era insoportable.

Pero faltaba poco para que llegase el alivio. Alcanzamos la cima de Coughdrop Hill, la segunda y más pronunciada de las dos colinas que había antes de llegar a Alton. Al llegar abajo, la carretera de Olinger se desviaba hacia la izquierda y allí tendríamos que abandonar al viajero.

Comenzamos el descenso. Nos cruzamos con un camión con remolque que subía lentamente la cuesta, con tal lentitud que su pintura, pelada en numerosos puntos, parecía haberse estropeado durante aquella corta ascensión. Apartada considerablemente de la carretera, la gran mansión parda de Rudy Essick trepaba perezosamente entre los árboles.

Coughdrop [3]Hill tomaba su nombre del negocio de su propietario, cuyas pastillas para la tos («¿Está usted enfermo? ¡Essick es el remedio!») producía a millones una fábrica situada en Alton, que extendía a manzanas enteras del pueblo el olor a mentol. En sus cajitas color mandarina, estas pastillas se vendían en toda la costa atlántica del país: la única vez en mi vida que estuve en Manhattan me asombró encontrar, nada menos que en la garganta misma del Paraíso, en un mostrador de la Grand Central Station, toda una hilera de esas cajitas de mi pueblo. Incapaz de creerlo, compré una. Y, en efecto, debajo de un imponente retrato en miniatura de la fábrica aparecían en la parte posterior de la caja unas letras claramente impresas que decían: HECHO EN ALTON, PENNSYLVANIA. Y al abrirla, la caja dejó escapar el olor frío y estoplasmático de Brubaker Street. Las dos ciudades de mi vida, la real y la imaginaria, quedaron sobreimpresas; jamás había siquiera soñado que Alton pudiera rozar Nueva York. Puse una de las pastillas en mi boca para completar esta deliciosa confusión, esta penetración concéntrica; se me endulzaron los dientes y, a la altura de mis ojos -un ahuecado kilómetro bajo el techo que, en un desvaído firmamento, desplegaba sus constelaciones de cetrinas estrellas eléctricas-, se retorcieron las nudosas y amarillentas manos de mi padre, nerviosas por mi retraso. Fue entonces cuando terminó mi enfado y me puse tan ansioso como él por tomar el tren que nos devolvería a casa. Hasta aquel momento mi padre me había decepcionado. A todo lo largo de nuestro viaje, que se reducía a una estancia de una sola noche en casa de su hermana, mi padre se había mostrado amedrentado y frustrado. La ciudad era demasiado grande para que él pudiera hacerse a la idea. El dinero que llevaba en el bolsillo fue desapareciendo sin que hubiéramos comprado nada. A pesar de que anduvimos muchísimo, no conseguimos llegar a ninguno de los museos que yo conocía por los libros. Ni al que se llama Frick, donde está el Vermeer con el hombre que lleva puesto ese sombrero tan grande y la mujer que ríe y tiene una palma perezosamente vuelta hacia arriba que acepta inconscientemente la luz, ni al Metropolitan, donde se encuentra la chica con el sombrero almidonado que se inclina reverentemente sobre el jarro de latón, cuyo vertical brillo azul fue el Espíritu Santo de mi adolescencia. Me parecía un profundo misterio el hecho de que estas pinturas, que yo había adorado en forma de reproducciones, tuvieran una simple existencia física: para mí, llegar a tenerlas al alcance de la mano, ver con mis propios ojos la verdad de su color, la tracería de las grietas en las que se había incrustado el tiempo como un misterio dentro de otro misterio, hubiera sido como penetrar en una Presencia Real tan definitiva que no me hubiera sorprendido morir en el encuentro. Pero los errores de mi padre lo evitaron. No llegamos a entrar en los museos; no llegué a ver los cuadros. Lo que sí vi fue el interior de la habitación de hotel donde vivía la hermana de mi padre. Pese a estar suspendida veinte pisos sobre la calle tenía, curiosamente, el olor del forro del abrigo con cuello de piel que usaba mi madre en invierno, un abrigo de gruesa tela a cuadros verdes. Tía Alma sorbía una bebida amarilla y dejaba salir el humo de sus Kool por las esquinas de sus delgadísimos labios rojos. Tenía una piel muy blanca, y su mirada transparentaba inteligencia. Sus ojos se arrugaban con tristeza cada vez que miraba a mi padre; era tres años mayor que él. Estuvieron hasta muy tarde hablando de travesuras y crisis de un personaje desaparecido de Passaic, cuya sola mención me hacía sentir vértigo y náuseas, como si me encontrara suspendido sobre un desfiladero del tiempo. Abajo, en la calle, veinte pisos más abajo, las luces de los taxis aparecían y desaparecían en un espectáculo abstractamente interesante. Durante el día tía Alma, que estaba encargada de comprar fuera de la ciudad ropa de niños, nos dejó solos. Los desconocidos que mi padre paraba en la calle se resistían con todas sus fuerzas a dejarse arrastrar por las preguntas ansiosas y circulares que les dirigía mi padre. Su descortesía me humillaba tanto como la ignorancia de mi padre, y mi irritación fue creciendo hasta alcanzar dimensiones de rabieta, pero las pastillas para la tos la disolvieron. Le perdoné. En un templo de mármol ocre le perdoné y quise darle las gracias por haberme concebido de forma que mi nacimiento ocurriese en un condado capaz de colocar sus dulzonas pastillas en la garganta del Paraíso. Tomamos el metro que llevaba a la estación de Pennsylvania y allí cogimos un tren e hicimos el viaje sentados el uno al lado del otro como un par de gemelos de regreso a su casa, e incluso ahora, dos años después del viaje, al subir o bajar diariamente Coughdrop Hill, notaba en mi interior una corriente subterránea neoyorquina que arrastraba consigo unas constelaciones que parecían hacernos ascender por los aires, libres los dos de la tierra que pisábamos todos los días.

En lugar de frenar, debido a alguna equivocación, mi padre siguió adelante cuando llegamos al cruce de Olinger sin cambiar de carretera. Yo le grité:

– ¡Eh!

– No importa, Peter -me dijo con suavidad-. Hace demasiado frío.

Bajo aquel cretino gorro de lana azul mantenía una expresión impasible. No quería que el viajero se avergonzase al averiguar que, dejando a un lado nuestro camino, íbamos a llevarle hasta Alton.

Yo estaba tan indignado que me atreví a volverme y lanzar una mirada feroz. El rostro del viajero, todavía congelado, era terrible; un charco; como no entendía por qué me había girado, se me acercó con la cara cruzada por la mancha de una sonrisa que emanaba una embarrada emoción. Me acobardé y me encogí rígidamente; los detalles del salpicadero saltaron brillantes delante mismo de mis ojos. Los cerré para evitar otra ola interna de aquella imprevista y molesta ducha interior de icor que yo mismo había provocado. Lo peor de todo había sido que fuera tímido, agradecido y afeminado.

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