– Sí.
La puerta se cerró de golpe. La luz se puso verde. El ritmo de mis latidos se hizo más lento. Nos dirigimos hacia la derecha y avanzamos contra la corriente de automóviles que entraban en Alton. Miré a nuestro invitado a través de la polvorienta ventanilla trasera y su imagen, como la de un mensajero con su paquete, fue empequeñeciéndose. El hombre se convirtió en una parda brizna junto al puente, que voló hacia arriba y desapareció. Mi padre, con un tono muy realista, me dijo:
– Ese hombre era un caballero.
Sentía en mi interior una rabieta intensa que me producía una gran comezón; durante el resto del camino hasta el instituto traté fríamente de reprender a mi padre.
– Ha sido magnífico -dije-. Verdaderamente magnífico. Tenías tanta prisa que ni siquiera me dejaste desayunar un poco, y luego coges a un maldito vagabundo y recorres innecesariamente cinco kilómetros para llevarle a donde él quiere sin que ni siquiera se moleste en darte las gracias. Ahora sí que llegaremos tarde al instituto. Puedo ver a Zimmerman mirándose el reloj y recorriendo los pasillos mientras se pregunta dónde puedes haberte metido. La verdad , papá, yo creía que de vez en cuando demostrarías tener un poco más de sentido común. No entiendo qué encuentras en estos vagabundos. ¿Acaso tuve yo la culpa porque al nacer te impedí convertirte en uno de ellos? Florida. Y no sé por qué tuviste que hablarle de mi piel. Ha sido algo muy agradable, te lo agradezco. ¿Por qué no me has pedido que me quitara la camisa, una vez puestos? Seguramente tendría que haberle enseñado las costras de mis piernas. ¿Por qué insistes en contárselo todo a todo el mundo? A nadie le importa nada de esto, lo único que le importaba a ese imbécil era matar perros y respirar justo en mi cogote. Las escalinatas blancas de Baltimore, por Dios. Dime la verdad, papá, ¿en qué piensas cuando te pones a hablar y hablar de esta manera?
Pero es imposible seguir regañando a una persona que no dice nada. Durante el segundo kilómetro permanecimos los dos en silencio. Él forzaba el coche, asustado ahora ante la idea de llegar tarde, y adelantaba un coche tras otro avanzando por el mismo centro de la carretera. El volante le resbaló al quedarle los neumáticos atrapados en las vías del tranvía. Pero tuvo suerte, hicimos el recorrido en poco tiempo. Cuando quedamos frente al cartel en el que los Lions, y los Rotary y los Kiwanis y los Elks nos daban la bienvenida a Olinger, mi padre dijo:
– No debe preocuparte que él sepa lo de tu piel, Peter. Lo olvidará. Esto es lo que se aprende cuando te dedicas a enseñar; la gente olvida todo cuanto se le dice. Cada día, cuando miro esas caras insensibles e inexpresivas, pienso en la muerte. Atraviesas sus cabezas sin dejar huella. Recuerdo que cuando mi padre supo que agonizaba, abrió los ojos y miró a mamá y también a Alma y a mí, y dijo: «¿Creéis que alcanzaré el perdón eterno?». A menudo pienso en ello. El perdón eterno. Era una frase horrible en labios de un pastor. Desde entonces he vivido amedrentado.
Cuando entramos en el aparcamiento del instituto, todavía se agolpaban en las puertas los últimos chicos. Debía de hacer muy poco que había sonado la campana. Al darme la vuelta para salir del coche y recoger mis libros, miré el asiento de atrás.
– ¡Papá! -grité-. ¡Tus guantes han desaparecido!
Mi padre se había alejado ya algunos pasos del coche. Volvió y barrió su cabeza con su mano salpicada de verrugas para quitarse el gorro azul. El pelo se le erizó por la electricidad.
– ¿Qué? ¿Se los ha llevado ese bastardo?
– Seguramente. No están aquí. Sólo quedan la cuerda y el mapa.
Le bastó un instante para encajar esta revelación.
– Bueno -dijo-, él los necesita más que yo. Ese pobre diablo no tenía dónde caerse muerto.
Y se puso de nuevo en marcha, tragando el camino de cemento con generosas zancadas. Luchando por sujetar mis libros, no conseguí ponerme a su altura y mientras le seguía a una distancia cada vez mayor, la pérdida de los guantes, la manera como permitía que mi caro regalo, que tanto esfuerzo me había exigido, se le fuera de las manos, hizo nacer un torpe peso en el punto en que apretaba mis libros contra el abdomen. Mi padre era nuestro proveedor; él recogía las cosas para luego desparramarlas por todo el mundo; mi ropa, mi comida, mis lujosas esperanzas eran cosas que había recibido de él, y por primera vez me pareció que su muerte, incluso siendo tan imposible que parecía encontrarse tan lejana como las estrellas, era una amenaza grave y temible.
Quirón llegaba un poco tarde y apresuró el paso por los corredores de tamariscos, tejos, laureles y coscojas. Bajo los cedros y los plateados pinos cuyas silenciosas copas eran sombras permeadas de azul olímpico, un vigoroso sotobosque de madroños, perales silvestres, cornejos, bojes y andrachnes, llenaba de aromas de flores y savia y tallos nuevos el aire del bosque. Aquí y allá, algunas ramas en flor daban pinceladas de color a las móviles cavernas del bosque que circundaban la prisa de su medio galope. Redujo su velocidad, y también lo hicieron los confusos y callados acompañantes aéreos que escoltaban su alta cabeza. Estos intervalos de espacio abierto -tocados por la arqueada búsqueda de los nuevos brotes e hilados por el rápido goteo de los trinos de los pájaros que parecían cantar desde un cargado techo rebosante de elementos (algunas canciones eran agua, otras cobre, plata, bruñidos pedazos de madera, fuego ondulado y frío)- le recordaban cavernas y le tranquilizaban y satisfacían a su naturaleza. Sus ojos de estudiante -pues ¿qué es un profesor sino un estudiante que ha crecido?- salvaban de su reclusión en la maleza múltiples plantas que conocía: la albahaca, los eléboros, la feverwort [4], el euforbio, el polipodio, la brionia, el acónito de flor amarilla y la escila de primavera. Y, por la forma de sus pétalos, hojas, tallos y espinas, sacó de su anonimato entre el indiscriminado verde a la cincoenrama, el orégano y las clavelinas. Reconocidas, las plantas parecían elevarse para saludarle, como a un héroe. El eléboro negro es mortal para los caballos. El azafrán crece mejor si ha sido pisado . Sin querer, su cerebro se puso a recitar sus antiguos conocimientos de farmacia. De las plantas de la especie Strychnos, hay una que provoca sueño, las demás provocan la locura. La raíz de la primera, que al arrancarla de la tierra es blanca, se vuelve de un tono rojo sangre cuando se seca. A la otra algunos la llaman thryoron y otros peritton; con cuatro gramos el enfermo se siente activo, con el doble empieza a alucinar, y el triple bastará para volverle loco. Y si toma más, morirá.
El tomillo sólo crece en los lugares a los que llega la brisa marina. Al cortar determinadas raíces hay que colocarse del lado del viento . Los antiguos herbolarios decían que la raíz de la peonía debe ser arrancada de la tierra por la noche, porque si un pájaro carpintero te ve arrancarlas serás presa de un prolapsus ani . Quirón se había burlado de esta superstición; su intención había sido sacar a los hombres de las tinieblas. Apolo y Diana le habían hecho la promesa de guiarle. Para cortar la mandrágora hay que trazar antes tres círculos a su alrededor con una espada, y, en el momento de cortarla, ponerse de cara a poniente . Los blancos labios de Quirón sonrieron en el seno de las bronceadas crines de su barba mientras recordaba los complicados escrúpulos de los que había tenido que burlarse en su propósito de obtener una curación real de las enfermedades. Lo que más había que tener en cuenta en relación con la mandrágora era que, si se tomaba mezclada con la comida, servía para aliviar la gota, el insomnio, la erisipela y la impotencia. La raíz del pepino silvestre cura la lepra blanca y la sarna en los corderos. Las hojas de la escorodonia, machacadas en aceite de oliva, sirven para cubrir fracturas y curar inflamaciones; el fruto, para purgar la bilis. El polipodio limpia hacia abajo; el tallo -que conserva esta capacidad durante más de doscientos años- limpia hacia arriba y hacia abajo. Las mejores medicinas proceden de terrenos ventosos que miren al norte, y que además sean secos; en Eubea, las drogas más potentes son las de Aigai y Telethrion. Todos los perfumes, menos el iris, proceden de Asia: la casia, la canela, el cardamomo, el nardo, el estoraque, la mirra y el eneldo. Las plantas venenosas tienen su origen aquí: el eléboro, la cicuta, la flor de otoño, la amapola y el acónito de flor amarilla. La manzanilla romana es fatal para los perros y los cerdos; para saber si un hombre enfermo morirá o no, hay que lavarle con una pasta de camaleón mezclada con aceite y agua durante tres días. Si sobrevive a la prueba, vivirá .
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