John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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– Y el Amor puso en movimiento el universo. Todo lo que existe es obra suya: el Sol, la Luna, las estrellas, la Tierra con sus montañas y sus ríos, sus árboles, sus hierbas y todas sus criaturas vivas. Ahora bien, Eros tenía dos sexos y unas alas doradas, y como tenía cuatro cabezas, a veces mugía como un toro o rugía como un león y, otras, silbaba como una serpiente o balaba como un cordero; bajo el gobierno de Eros, el mundo era tan armonioso como una colmena. Los hombres vivían libres de preocupaciones y trabajos, y sólo se alimentaban de bellotas, frutos silvestres, y de la miel que goteaba de los árboles; bebían la leche de las ovejas y las cabras, nunca envejecían, y bailaban y reían mucho. La muerte no era para ellos más terrible que el sueño. Luego, el cetro de Eros pasó a manos de Urano…

4

Al terminar las clases subí al aula de mi padre, el aula 204. Estaban con él dos alumnos. Les lancé una mirada furiosa a los dos y crucé con mi chillona camisa roja la sala en dirección a la ventana y me puse a contemplar en dirección a Alton. Durante el día me había prometido proteger a mi padre, y los dos alumnos que le robaban su tiempo eran los dos primeros enemigos con los que me encontraba. Uno de ellos era Deifendorf, el otro Judy Lengel. El que hablaba era Deifendorf.

– Entiendo que haya clases de taller y mecanografía y cosas así, señor Caldwell -dijo-, pero para alguien como yo, que no piensa ir a la universidad ni nada, me resulta incomprensible que se me haga aprender de memoria una lista de animales que murieron hace un millón de años.

– Es incomprensible -dijo mi padre-. Tienes absolutamente toda la razón: ¿a quién le importan los animales muertos? Si están muertos, lo mejor es dejarles en paz; éste es mi lema. A mí me deprimen horrores. Pero esto es lo que me dicen que os enseñe, y seguiré enseñándolo así me muera. O tú o yo, Deifendorf, y si no consigues tomártelo con calma haré todo lo posible por acabar contigo antes de que tú acabes conmigo; te estrangularé con mis propias manos si es necesario. Yo vengo aquí a luchar por mi vida. Tengo que alimentar a una esposa, un hijo y un anciano. Me pasa lo mismo que a ti; preferiría estar andando por ahí. Comprendo lo que te pasa; sé cuánto sufres.

Yo reí hacia el exterior; era mi forma de atacar a Deifendorf. Notaba que se agarraba a mi padre, chupándole las fuerzas. Así eran, me pareció, los niños crueles. Primero le provocaban hasta ponerle casi frenético (entonces le asomaban por los bordes de los labios unos puntitos de espuma y los ojos se le ponían como pequeños diamantes sin pulir), pero al cabo de una hora aparecían en su habitación para pedir consejos, hacer confesiones y reafirmar sus personalidades. Y en cuanto dejaban de estar delante de él, volvían a burlarse de él. Por eso mantuve mi espalda vuelta contra aquel nauseabundo par de alumnos.

Desde las ventanas del aula de mi padre podía ver el césped del instituto, donde ensayaban en otoño la banda y los de la claca, y las pistas de tenis y la hilera de castaños de Indias que señalaban el camino del asilo y, más allá, el monte Alton, un corcovado horizonte azul cicatrizado por una cantera de grava. Un tranvía repleto de compradores que regresaban de Alton apareció chisporroteante por la carretera. Algunos de los estudiantes que vivían por la parte de Alton estaban arracimados en la parada esperando la llegada del otro tranvía que debía pasar en sentido contrario. En los paseos de cemento que recorrían el costado del edificio desde la salida de las chicas -tenía que tocar con la nariz el helado cristal para mirar en aquel ángulo- caminaban hacia su casa en grupos de dos y de tres las chicas que, vistas en escorzo, parecían retazos de pieles, cuadros, libros y lana. De sus bocas salía un aliento congelado. No podía oír lo que decían. Intenté divisar a Penny entre ellas. Durante todo aquel día había tratado de evitarla porque me parecía que si me acercaba a ella abandonaba a mis padres, cuya necesidad de mí se había acentuado de manera misteriosa y solemne.

– … el único -decía Deifendorf a mi padre.

Su voz era como un arañazo. Tenía una voz femeninamente débil, sin relación con su cuerpo atlético e imponente. Yo había visto muchas veces a Deifendorf desnudo en el vestuario. Tenía las piernas fornidas y cubiertas de un pelo arenoso, y un enorme torso de caucho y brillantes hombros inclinados y unos brazos muy largos que terminaban en unas manos acucharadas. Era un nadador.

– Exacto, tú no eres el único -le dijo mi padre-. Pero bien mirado, Deifendorf, diría que eres el peor. Diría que eres el alumno que me produce más comezón de todos los que tengo este año.

Mi padre hizo esta estimación de forma desapasionada. Había algunas cosas -la comezón, la inteligencia, la potencia atlética- que podía calibrar perfectamente gracias a sus años de experiencia como profesor.

Penny no había aparecido entre las chicas de abajo. Detrás de mí, el silencio de Deifendorf parecía desconcertado y hasta herido. Tenía un lado vulnerable. Deifendorf amaba a mi padre. Me duele admitirlo, pero entre este obsceno animal y mi padre existía un afecto auténtico. A mí me sabía mal. Me sabía mal ver a mi padre volcarse generosamente sobre aquel muchacho, como si en todo aquel absurdo fuera posible hallar una posibilidad de curación.

– Los Padres Fundadores -explicó mi padre- decidieron juiciosamente que los niños suponían una carga que sus progenitores eran incapaces de soportar. Por eso crearon unas cárceles a las que llamaron escuelas y en las que se llevan a cabo una serie de torturas que bautizaron con el nombre de educación. La escuela es ese sitio adonde le mandan a uno durante ese período en el que ni te quieren con ellos los padres ni tampoco te acepta la industria. A mí se me paga para que guarde durante ese tiempo a los individuos que la sociedad no puede utilizar: los lisiados, los flojos, los locos y los ignorantes. Muchacho, no soy capaz de proporcionarte más que un solo incentivo para que te portes bien, y es éste: a no ser que cedas y aprendas algo, serás tan imbécil como yo, y para ganarte la vida no tendrás más remedio que dar clases en un instituto. Cuando el año 31 fui víctima de la Depresión, yo no tenía nada. No sabía nada. Durante toda mi vida Dios había cuidado de mí y, por tanto, no se me podía dar ninguna clase de empleo. Y, con toda la bondad de su corazón, Al Hummel, el sobrino de mi suegro, me consiguió un puesto de profesor. No te lo recomiendo, muchacho. Aunque eres mi peor enemigo, no te lo recomiendo, ni lo deseo para ti.

Yo miraba, con las orejas calientes, hacia Mt. Alton. Y, como si a través de una imperfección del cristal pudiera ver al otro lado de una esquina del tiempo, vi que Deifendorf se dedicaría a la enseñanza. Y así llegaría a ser. Al cabo de catorce años volví a casa y me crucé en una calle secundaria de Alton con Deifendorf, que llevaba un viejo traje marrón. Por el bolsillo de la chaqueta asomaban lápices y plumas, igual que del de mi padre en años anteriores. Deifendorf había engordado y la frente se le había ensanchado, pero era él. Aquel día me preguntó, se atrevió con la máxima seriedad a preguntarme, a un auténtico expresionista abstracto de segunda fila que vivía en una buhardilla de la East Twentythird Street con una amante negra, si había pensado dedicarme alguna vez a la enseñanza. Le dije que No. Entonces él me dijo, con sus pálidos ojos incoloros cubiertos por una cáscara de seriedad:

– A menudo pienso, Peter, en lo que solía decir tu padre de la enseñanza. «Es duro», decía, «pero no hay nada que proporcione tantas satisfacciones.» Ahora me dedico a la enseñanza y entiendo lo que quería decir. Tu padre era un gran hombre. ¿Lo sabías?

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