En cuanto a la camisa, la más adecuada era la roja. Casi nunca me la ponía porque el color brillante de sus hombros hacía que destacaran mucho las blancas motas que caían de mi cuero cabelludo como una nevada de caspa. No era caspa, y yo se lo quería decir a todo el mundo, como si eso me exonerase. Pero si me acordaba de no rascarme la cabeza no pasaría nada, y además un impulso generoso me permitió rechazar el riesgo. Decidí que aquel día llevaría a mis compañeros de curso un regalo de luz roja, una chispa gigante, un símbolo del calor. El tacto de sus mangas de lana en mis brazos era agradable. Era una camisa de ocho dólares; mi madre no entendía por qué no me la ponía. Casi nunca tenía conciencia de mi «desventaja» y, cuando la tenía, su solicitud llegaba a ser exagerada y me trataba como si yo fuera un pedazo de ella. De hecho, su alergia, aparte de la presencia de las costras en su cuero cabelludo y lo de las uñas, era incomparablemente más suave que la mía. Yo no estaba resentido, sin embargo, porque ella sufría de otras maneras.
– No, Cassie -decía mi padre-, el abuelo debería vivir más que yo. Ha tenido una vida ejemplar. El abuelo Kramer merece vivir eternamente.
Antes de oír la contestación de mi madre, yo sabía muy bien cómo se iba a tomar esta frase: como una pulla lanzada contra su padre por vivir tanto tiempo, por seguir siendo, año tras año, una carga. Ella creía que mi padre intentaba empujar al abuelo a la tumba fastidiándole todo lo posible. ¿Tenía razón mi madre? Aunque había muchas cosas que encajaban en su teoría, yo nunca la creí. Era una teoría demasiado ingeniosa y demasiado sombría.
Por el ruido del fregadero que estaba debajo de mí supe que ella se había dado la vuelta sin contestar. Podía imaginar su cuerpo moteado de ira, las aletas de su nariz blanqueadas y la piel de encima agitada por visibles pulsaciones. Me dio la sensación de cabalgar sobre las olas de emoción que se agitaban debajo de mí. Cuando me senté al borde de la cama para ponerme los calcetines, el viejo piso de madera se levantó bajo mis pies.
– Nunca sabemos -dijo mi abuelo- en qué momento seremos llamados. Aquí abajo nadie sabe nunca a quién necesitarán arriba.
– Diablos, pues yo sé muy bien que a mí no me necesitan -dijo mi padre-. Si de alguna cosa puede prescindir Dios, es de contemplar mi fea cara.
– Pero Él sabe cuánto te necesitamos nosotros , George.
– Tú no me necesitas, Cassie. Estarías mucho mejor sin mí. Mi padre murió a los cuarenta y nueve años y eso fue lo mejor que hizo en su vida por nosotros: morir pronto.
– Tu padre era un hombre desengañado -le dijo mi madre-. Tú no tienes motivos para serlo. Tienes un hijo maravilloso, una bonita granja, y una esposa que te adora…
– En cuanto el viejo estuvo en la tumba -continuó mi padre-, mi madre empezó a vivir de verdad. Aquéllos fueron los años más felices de su vida. Era la supermujer, abuelo.
– Creo que es muy triste -dijo mi madre- que no esté permitido que un hombre se case con su madre.
– No te engañes, Cassie. Mi madre consiguió que la vida de mi padre fuera un infierno en la Tierra. Se lo comió crudo.
Uno de los calcetines tenía un agujero en el talón y me lo puse de modo que quedara bastante dentro del zapato. Era lunes, y en el cajón de los calcetines no me quedaban más que los huérfanos y un par de calcetines de lana inglesa que mi tía Alma me había enviado estas Navidades desde Troy, estado de Nueva York. Trabajaba en esa ciudad de jefe de compras de ropa de niños en unos almacenes. Imaginé que los calcetines que me había enviado debían de ser caros, pero cuando me los puse abultaban tanto que me daba la sensación de tener uñeros en todos los dedos de los pies, y nunca me los ponía. Una de mis vanidades era usar zapatos de una talla un poco más pequeña de la que me correspondía. Detestaba tener los pies grandes; siempre había querido tener los cascos sutiles y rápidos de un bailarín.
Golpeando el suelo con el tacón y la punta del pie, salí de mi habitación y crucé frente a la de mis padres. Las mantas de su cama estaban brutalmente vueltas hacia abajo y dejaban ver un colchón atravesado por dos depresiones. La superficie de su cicatrizada cómoda estaba llena de peines de todos los tamaños y todos los colores del plástico, recogidos por mi padre en el Departamento de Objetos Perdidos del instituto. Siempre traía a casa chismes de esta clase, como si se burlara de su función de proveedor.
La escalera de aquella casa de campo, que descendía entre una pared de yeso y un tabique de madera, era estrecha y muy pendiente. Al final, los escalones se curvaban y quedaban reducidos a estrechas y gastadas uñas; hacía falta una barandilla. Mi padre estaba seguro de que el abuelo, que cuando miraba hacia abajo veía muy poco, se caería cualquier día; siempre decía que iba a poner un pasamanos. Incluso había llegado a comprar el pasamanos, por un dólar, en una tienda de trastos viejos que había en Alton. Pero había quedado olvidado en el establo. Casi todos los proyectos de mi padre en relación con esta casa terminaban así. Brincando al son de graciosas notas, como Fred Astaire, bajé golpeando el yeso desnudo con mi brazo derecho. Esta pared de suave piel ligeramente ondulada parecía el flanco de una gran criatura tranquila a la que daba vida el frío que llegaba a través de las piedras desde el exterior. Las paredes de esta casa eran gruesos muros de piedra arenisca levantados hacía un siglo por fuertes albañiles míticos.
– Cierra la puerta de la escalera -dijo mi madre.
No queríamos que el calor se escapara hacia arriba.
Todavía puedo verlo todo. La planta baja tenía dos largas habitaciones, la cocina y la sala, comunicadas por dos puertas situadas una al lado de la otra. El piso de la cocina estaba hecho de anchas tablas viejas de pino que habían sido lijadas y enceradas recientemente. Un orificio por el que salía aire caliente se abría en estas tablas al pie de la escalera, y lanzó una cálida corriente hacia mis tobillos al pasar. La corriente levantaba la punta de una hoja de un periódico, el Sun de Alton, que había caído al suelo, como suplicando ser leído. Teníamos la casa llena de diarios y revistas que inundaban los alféizares de las ventanas y se derramaban del sofá. Mi padre los traía en fardos; tenía alguna relación con la campaña de recogida de papeles de los Boy Scouts, pero al parecer nunca llegábamos a llevárselos. En lugar de eso iban dando traspiés por el suelo en espera de que alguien los leyera, y cuando mi padre se encontraba por la noche en casa sin tener adónde ir, leía desconsoladamente todo un montón. Leía a una velocidad tremenda, y decía que nunca había llegado a aprender o recordar nada de lo que había leído.
– Me molesta sacarte de la cama, Peter -me dijo-. Si algo necesita un chico de tu edad es dormir.
Yo no le veía porque estaba en la sala. A través de la primera puerta entreví unos troncos de cerezo que ardían en el hogar, aunque también estaba encendido el nuevo horno del sótano. En el estrecho fragmento de pared de la cocina que había entre las dos puertas colgaba un cuadro pintado por mí que representaba el patio de atrás de nuestra casa de Olinger. El hombro de mi madre lo eclipsaba. Desde que estábamos en el campo se había acostumbrado a ponerse gruesos jerseys de hombre, a pesar de que tanto durante su juventud como en la época de Olinger, cuando todavía estaba delgada y cuando yo la reconocí por primera vez como mi madre, había sido siempre una mujer a la que le gustaba vestirse al estilo de lo que en aquel condado se llama «de fantasía». Con un golpecito seco que era como una regañina sin palabras, colocó un vaso de zumo de naranja en el sitio de la mesa que yo solía ocupar. Entre la mesa y la pared había algo parecido a un pasillo, y ella lo llenaba. Frenado por su cuerpo, di una patada en el suelo. Ella salió del hueco. La dejé atrás, y pasé delante de la segunda puerta, a través de la cual entreví a mi abuelo adormilado en el sofá junto a un montón de revistas y la cabeza inclinada como si rezara o durmiese y sus refinadas manos pulcramente cruzadas sobre el vientre de su suave jersey gris. Crucé después ante la alta repisa, donde había dos relojes que marcaban las 7.30 y las 7.23 respectivamente. El reloj más adelantado era rojo y eléctrico y de plástico, y lo había comprado mi padre porque estaba rebajado. El más atrasado era oscuro, de madera, adornado, de los antiguos de cuerda, y había sido heredado del padre de mi abuelo, un hombre que cuando yo nací hacía mucho tiempo que había muerto. El reloj más viejo estaba colocado sobre la repisa; el otro estaba colgado de un clavo. Dejé atrás el rectángulo blanco de la nevera y salí fuera. Había dos puertas, la puerta y la contrapuerta, separadas por un ancho umbral de piedra arenisca. Cuando estaba entre las dos oí la voz de mi padre que decía:
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