Caldwell calculó que, a la hora que era, lo mejor que podía hacer era tratar de controlar como pudiera el revuelo hasta que sonara la campana.
– A las siete en punto de esta mañana -explicó, comprobando que algunas de las caras parecían estar escuchando- aparecieron los primeros peces vertebrados. La corteza de la Tierra se combó. Y se redujeron los océanos de la era Ordoviciense.
Fats Frymoyer se inclinó hacia un lado y echó al pequeño Billy Schupp del asiento; el chico, un frágil diabético, cayó al suelo. Cuando trató de levantarse, una mano anónima le tocó la cabeza y le empujó de nuevo hacia abajo.
– A las siete y media empezaron a crecer sobre la tierra las primeras plantas. En las ciénagas, los peces dotados de pulmones aprendieron a respirar y a arrastrarse por el barro. A las ocho en punto aparecieron los anfibios. La Tierra estaba caliente. En la zona antártica había marismas. Crecieron frondosos bosques de helechos gigantes que luego cayeron para formar los depósitos de carbón que hay, por ejemplo, en nuestro propio estado, y que dan el nombre a esta era. Por eso, la palabra «Pennsylvania» puede referirse tanto a un holandés tonto como a una fase del Paleozoico.
Betty Jean Shilling había estado masticando chicle; ahora salía de sus labios un globo auténticamente prodigioso, un globo del tamaño de una pelota de ping-pong. Los ojos de la chica bizquearon a causa de la tensión y estuvieron a punto de salírsele de las órbitas por el esfuerzo. Pero el maravilloso globo estalló, cubriendo su mentón de tiras de color rosa.
– Aparecieron a continuación los insectos, que fueron diversificándose; había libélulas con las alas de más de setenta centímetros de largo. El mundo se enfrió otra vez. Algunos anfibios volvieron al mar; otros empezaron a poner sus huevos en la tierra. Se trataba de reptiles que, durante dos horas, desde las nueve hasta las once, mientras la Tierra volvía a calentarse, constituyeron la forma de vida dominante. Cruzaban el mar plesiosaurios de quince metros de longitud, mientras que, como paraguas rotos, agitaban sus alas en el cielo los pterosaurios. En tierra, seres gigantescos e imbéciles hacían retumbar el suelo.
De acuerdo con una señal preestablecida, todos los chicos se pusieron a producir un sonoro zumbido. No se movían los labios de nadie; los ojos se iban de acá para allá inocentemente; pero el ambiente estaba cargado de una melosa insolencia en suspensión. Lo único que podía hacer Caldwell era seguir nadando:
– Los brontosaurios tenían un cuerpo que pesaba treinta toneladas y un cerebro de sólo cincuenta gramos. Los anatosaurios tenían dos mil dientes. Los tricerátopos tenían un casco de huesos arrugados que medía más de dos metros de largo. El tiranosaurio rex tenía unos brazos diminutos y unos dientes que parecían navajas de doce centímetros, y fue elegido presidente. Comía de todo: carne de animales muertos y de animales vivos, esqueletos…
Sonó la primera campanada. Los monitores salieron de clase a toda velocidad; uno de ellos pisó la anémona del pasillo y la flor soltó un estridente quejido. Dos chicos chocaron en la puerta y se apuñalaron con sus lápices. Crujían sus dientes; les salían mucosidades por los orificios nasales. Zimmerman había conseguido de algún modo sacarle la blusa y el sujetador a Iris Osgood y los pechos de la chica aparecían sobre la superficie de su pupitre como dos tranquilas lunas comestibles.
– Quedan dos minutos -gritó Caldwell. El tono de su voz había subido, como si alguien hubiese girado una clavija en su cabeza-. Que todo el mundo se quede en su sitio. En la próxima clase hablaremos de los mamíferos extinguidos y de las glaciaciones. Abreviando una historia que ha sido larguísima, podríamos decir que hace una hora, y tras la aparición de las plantas con flor y de las diversas hierbas, surgieron nuestros fieles amigos los mamíferos, que se hicieron dueños de la Tierra; y hace un minuto, hace un minuto… .
Deifendorf había sacado a Becky Davis al pasillo y la chica se retorcía y se reía entre los lampiños brazos del muchacho.
– … hace un minuto -dijo Caldwell por tercera vez, pero alguien le arrojó a la cara un puñado de perdigones. Caldwell hizo una mueca de dolor y levantó el brazo derecho para protegerse y dio gracias a Dios de no haber sido alcanzado de lleno en un ojo. Son para toda la vida.
El estómago se le encogió en solidaridad con su pierna-… una pequeña fiera que vivía en un arbusto adquirió una visión capaz de captar el volumen por medio de sus dos ojos, y unas manos de pulgar opuesto a los otros cuatro dedos y capaces de asir, y una corteza cerebral especialmente desarrollada en respuesta a las condiciones especiales de la vida en los árboles, una pequeña fiera que vivía en los árboles y que actualmente todavía puede encontrarse en Java, evolucionó…
La falda de la chica estaba enrollada en torno a su cintura. Ella estaba inclinada boca abajo sobre el pupitre y los pies de Deifendorf se agitaban en el estrecho pasillo. Mientras la cubría, en el rostro de Deifendorf apareció una mueca adormilada y ansiosa. El aula entera olía a establo. Caldwell estaba a punto de salirse de sus casillas. Tomó el brillante astil de su mesa, avanzó a través de la enloquecedora confusión de libros cerrados de golpe, y azotó, una vez, dos veces, azotó la desnuda espalda de aquella bestia. Me rompió la rejilla del radiador . Dos tiras blancas brillaron en la carne de los hombros de Deifendorf. Caldwell vio horrorizado que estas dos tiras se iban poniendo lentamente rojas. Le quedarían verdugones. La pareja cayó y se separó como un capullo roto. Deifendorf levantó sus pequeños ojos pardos arrasados de lágrimas; la chica, en un ademán lleno de compostura, se arregló el pelo. La mano de Zimmerman garabateaba furiosamente en un rincón del campo de visión de Caldwell.
El profesor, asombrado, volvió a su sitio frente a la clase. No había tenido intención de pegarle tan fuerte. Depositó el astil de la flecha en la tablilla de la tiza. Después se volvió, y cerró los ojos, y el dolor abrió sus húmedas alas en la roja oscuridad. Caldwell despegó los labios; hasta la médula de sus propios huesos aborrecía la historia que había estado explicando:
– … y apareció un animal trágico, capaz de desbastar piedras, capaz de hacer fuego, conocedor de la muerte… -sonó, desapacible, el timbre; a lo largo y ancho de todo el edificio empezó a oírse un estruendo por los pasillos; Caldwell estuvo a punto de desfallecer, pero consiguió mantener el equilibrio porque había decidido terminar-,…un animal al que llamamos Hombre.
Mi padre y mi madre estaban hablando. Ahora me despierto a menudo cuando reina el silencio, a tu lado, presa de miedo, después de haber tenido unos sueños que dejan un amargo sabor de ateísmo en mi estómago (ayer noche soñé que Hitler, un poco canoso con la lengua saliéndole por entre los labios, era encontrado vivo en Argentina). Pero por aquel entonces siempre me despertaba al oír las voces de mis padres, unas voces que incluso cuando estaban de acuerdo discutían vivamente. Había soñado con un árbol, y a través del sonido de sus palabras me dio la sensación de pasar de ser un árbol a ser un chico que estaba echado en la cama. Yo tenía quince años y era 1947. Esa mañana el tema parecía ser nuevo; no lograba captar su forma, sino simplemente sentir en mi interior, como si en mi sueño me hubiera tragado algo vivo que en aquel momento se despertara dentro de mí, el inquieto peso de su pavor.
– No te preocupes, Cassie -dijo mi padre. Su voz tenía un sonido tímido, como si se hubiera puesto de espaldas-. He tenido suerte de haber vivido tanto tiempo.
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