Caldwell había notado que sus alumnos se habían ido hundiendo, abandonándole como el hierro inerte había abandonado la corteza cada vez más fría. La pelota de golf les despertó un poco, pero no lo suficiente. Una muñeca rodeada por un brazalete hizo una pausa a mitad de un pasillo, mientras pasaba una nota; Deifendorf dejó de hacerle cosquillas a Becky Davis; Kegerise dejó de garabatear; hasta Zimmerman levantó la mirada. Quizá sólo eran imaginaciones de Caldwell, pero le había parecido que el viejo toro había estado dando golpecitos en el lechoso brazo de Iris Osgood. No había nada en esa clase que le fastidiara tanto como la sonrisa satisfecha que aparecía en la obscena cara de Becky Davis; una cara sensual, maliciosa; la miró con tanta intensidad que sus labios pintados de carmín dijeron en defensa propia:
– Por dentro es azul.
– Sí -dijo lentamente Caldwell-, dentro de las pelotas de golf, debajo de las bandas de goma, hay una bolsita de fluido azul.
Ahora ya no se acordaba de por qué había mencionado la pelota de golf. Miró el reloj. Quedaban doce minutos. Sintió una patada en el estómago. Trató de quitar peso de la pierna herida. A medida que se iba secando la sangre, aumentaba el escozor que le producía el pinchazo del tobillo.
– Durante un día entero -dijo-, del mediodía del martes hasta el mediodía del miércoles, la Tierra permanece estéril. Sin vida. No hay en ella nada más que feas rocas, agua sucia, volcanes que vomitan, y todo se desliza y resbala y quizá se congela de vez en cuando, porque el Sol parpadea como una bombilla sucia y vieja. Ayer al mediodía empezó a asomar la vida. No era en sí nada espectacular, simplemente un poco de limo. Ayer por la tarde, y durante casi toda la noche, toda vida se limitaba a lo microscópico.
Entonces se volvió y escribió en la pizarra:
Coricium enigmaticum
Leptotrix
Volvox .
Golpeó la primera palabra y la tiza se convirtió en una gran larva cálida y húmeda. Caldwell la dejó caer de puro asco haciendo reír por lo bajo a toda la clase.
– Coricium enigmathum -dijo Caldwell-. Los restos carbónicos de este organismo marino primitivo que han sido encontrados en unas rocas de Finlandia se remontan al parecer a mil quinientos millones de años. Tal como sugiere su nombre, esta forma de vida primitiva sigue siendo enigmática, pero se cree que es un alga verde-azulada de un tipo parecido al que, todavía en la actualidad, tiñe grandes zonas del océano.
Un avión de papel cruzó el aire, se detuvo y descendió bruscamente; cayó en el suelo del pasillo central y se convirtió en una flor blanca abierta cuyo alarido de recién nacido siguió escuchando Caldwell hasta que terminó la clase. De su hoja herida caía un fluido pálido y Caldwell se excusó interiormente ante los encargados de la limpieza.
– El heptotrix es un punto microscópico de vida cuyo nombre griego significa «pequeño cabello». Esta bacteria era capaz de extraer de las sales férricas un gránulo de hierro puro y, aunque pueda parecer fantástico, había tal cantidad de estas bacterias, que ellas son las responsables de todos los depósitos de hierro que han sido explotados por los hombres. Las crestas de Mesabi en el estado de Minnesota fueron creadas en su origen por unos ciudadanos norteamericanos tan pequeños que mil de ellos cabrían en la cabeza de un alfiler. Luego, para ganar la Segunda Guerra Mundial, extrajimos el hierro para construir todos esos buques de guerra y esos tanques y jeeps y máquinas de Coca-Cola y la sierra quedó convertida en un cadáver que los chacales han dejado reducido a un esqueleto. Es horrible. Cuando yo era un niño y vivía en Passaic, la gente decía que la sierra de Mesabi era una bella dama pelirroja tendida entre los lagos.
No contento con hacer cosquillas con el lápiz, Deifendorf había rodeado la garganta de la chica con sus manos y acariciaba con sus pulgares la parte inferior de su mandíbula. El éxtasis hacía que la cara de la chica se fuera haciendo cada vez más pequeña.
– En tercer lugar -gritó Caldwell porque la corriente subterránea de ruidos producidos en la clase subía a sus labios-, el Volvox , que, de todos estos primeros ciudadanos del reino de la vida, resulta especialmente interesante porque fue el que inventó la muerte. En la sustancia plásmica no hay razones intrínsecas por las cuales tenga que acabarse la vida. Las amebas no mueren nunca; y algunas células de esperma masculino, las que logran el éxito, se convierten en la piedra fundamental de una nueva vida que se prolonga más allá del padre. Pero el volvox, una esfera rodante de algas flageladas que estaba organizada en dos clases de células, somáticas y reproductivas, y que no es ni planta ni animal (vista al microscopio tiene el mismo aspecto que una de esas bolas que se ponen en los árboles de Navidad), al lanzar esta nueva idea de la cooperación , hizo rozar la vida hacia el reino de la muerte segura. Hasta entonces, sólo existía la posibilidad de la muerte accidental. Pues (aguantad un poco, chicos, sólo quedan siete minutos más de tortura), aunque cada célula es inmortal en potencia, al aceptar voluntariamente una función especializada en el seno de una sociedad organizada de células, entra en un medio ambiente comprometido. A la larga, la tensión gasta y acaba por matar la célula. Su muerte es un sacrificio, porque muere en beneficio del conjunto. Estas primeras células se cansaron de permanecer indolentes en esa espuma verde-azulada y dijeron: «Unámonos y hagamos un volvox»; ellas fueron las primeras altruistas. Los primeros seres que quisieron hacer el bien. Si llevara un sombrero puesto, me lo quitaría para saludarlas.
Fingió que se quitaba el sombrero y la clase se puso a chillar. Mark Youngerman pegó un salto y su acné alcanzó la pared; la pintura empezó a arder en unas erupciones que se extendían lentamente sobre la pizarra lateral. Puños, garras y codos doblados se desdibujaron presas de pánico sobre los cicatrizados y barnizados pupitres; de toda aquella enloquecida masa en movimiento los únicos cuerpos que permanecían quietos eran los de Zimmerman e Iris Osgood. En algún momento, Zimmerman había cruzado el pasillo y se había sentado en el asiento de Iris. Había rodeado los hombros de la chica con su brazo y miraba radiante y lleno de orgullo. Iris permanecía tranquila e inerte bajo su brazo, mirando al suelo con sus grises mejillas ligeramente sonrosadas.
Caldwell miró el reloj. Le quedaban cinco minutos y todavía tenía que contar lo más importante.
– Alrededor de las tres y media de esta mañana -dijo-, mientras todavía dormíais vosotros en vuestras camas, las phylas de mayor tamaño, excepto los cordados, aparecieron ya en forma desarrollada. Esto es al menos lo que nos dicen los fósiles. Hasta el amanecer, el animal más importante del mundo era una cosa muy fea que se llamaba trilobites y estaba muy extendido en el fondo marino.
Un chico de los que estaban junto a las ventanas había colado al entrar en clase una bolsa de papel de una tienda de comestibles y ahora, tras recibir un codazo de un compañero, derramó su contenido, un montón de trilobites vivos, en el suelo. La mayoría medía apenas un par de centímetros; algunos, más de un palmo. Parecían carcomas vistas con lupa, pero eran de color rojizo. Los más grandes tenían en sus rojizos escudos cefálicos condones parcialmente desenrollados, como si se hubieran puesto un sombrero de goma para ir a una fiesta. Enseguida se pusieron a correr entre las patas metálicas de los pupitres, y sus cabezas sin cerebro y sus silbantes frentes cepillaban los tobillos de las chicas, que se pusieron a chillar y levantaron tan alto sus pies que se vieron los destellos de sus blancos muslos y de sus grises bragas. Aterrorizados, algunos de los trilobites se enroscaron hasta convertirse en bolas articuladas. Para divertirse, los chicos empezaron a dejar caer sus pesados libros de texto sobre estos primitivos artrópodos; una de las chicas, un enorme loro morado cubierto de plumas de barro, se agachó rápidamente y cogió uno de los pequeños. Las minúsculas patas dobles de aquel pequeño ser protestaban agitándose al notar que les faltaba el suelo. La chica lo aplastó en su pintado hocico y lo masticó metódicamente.
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