John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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¡Peter! ¿Es que quieres atormentar a tu padre?

– ¡No! Ya me levanto. Por Dios.

– Pues, entonces, levántate. Levántate . Lo digo en serio, jovencito. Ahora mismo.

Me estiré y mi cuerpo se ensanchó en los fríos márgenes de la cama. La savia comenzó su reflujo. Lo emocionante del sueño fue que ella supo que estaba cambiando, había notado que sus dedos se convertían en hojas, había querido decírmelo (aquellos iris tan redondos) pero no lo había hecho, me había protegido, se había transformado en árbol sin decir una sola palabra. Había en Penny algo que el sueño me había revelado con toda su fuerza, algo que hasta entonces apenas había sentido, un amor que, aun siendo joven como era, a pesar de que hacía poco tiempo que nos tocábamos, a pesar de lo poco que yo le daba, resultaba protector; ella era capaz de sacrificarse por mí. Y mientras me preguntaba por qué, una experiencia exultante atravesó todo mi cuerpo. Era una nueva capa de pintura en mi vida.

– ¡Levántate y brilla, mi pequeño rayo de sol!

Mi madre había cambiado de táctica. Yo sabía que la brillante pintura gris del alféizar de mi ventana estaría fría como el hielo si estiraba mi mano y la tocaba. El sol había subido un poquito más. El camino sucio se había convertido en una franja de brillante salmón. A este lado del camino, nuestro césped era una hoja de papel esmerilado con la que habían rascado pintura verde. Este invierno no había nevado todavía. Quizás este invierno no nevaría. ¿Era posible un invierno en el que no nevara?

¡Peter!

La voz de mi madre sonaba verdaderamente furiosa y salté de la cama sin pensármelo. Me dispuse a vestirme procurando que mi piel no tocara nada duro y utilizando sólo las puntas de los dedos para abrir la cómoda con los tiradores de cristal que parecían los afacetados cristales del amonio congelado. La casa era una granja algo remozada. El piso de arriba no tenía calefacción. Me saqué el pijama y permanecí un momento disfrutando del martirio de mi desnudez: me parecía una forma astuta de criticar nuestra mudanza a un lugar tan primitivo. Había sido idea de mi madre. A ella le encantaba la naturaleza. Permanecí, pues, desnudo, como si delatara ante el mundo su locura.

Si el mundo hubiese estado mirando se hubiera quedado asombrado porque mi barriga, como si hubiera sido picoteada por un gran pájaro, estaba salpicada de costras rojas del tamaño de una moneda. Psoriasis. El nombre mismo de la alergia, tan extranjero, tan difícil de pronunciar, tan propenso a fomentar la tartamudez, hacía más intensa la humillación. «Humillación», «alergia»: nunca sabía qué nombre darle. No era una enfermedad, porque la generaba desde mí mismo. Como alérgico, era sensible a casi todo: el chocolate, las patatas fritas, el algodón, el azúcar, la grasa de freír, la excitación nerviosa, la aridez, la oscuridad, la presión, los espacios cerrados, el clima temperado. De hecho, era alergia a la vida misma. Mi madre, de quien la había heredado, decía a veces que era «una desventaja». A mí, esta forma de verlo me parecía un insulto. Al fin y al cabo era culpa suya; sólo puede ser transmitida a los hijos por las mujeres. Si mi padre, cuyo alto cuerpo se combaba en pliegues de blanco puro, hubiera sido mi madre, mi piel hubiera sido inmaculada. «Desventaja» sonaba a substracción, y esto era una adición, algo que se me había añadido. A esta edad disfrutaba de una extraña inocencia respecto al sufrimiento; creía que era algo necesario para los hombres. Me parecía que el sufrimiento estaba en todas partes, rodeándome, y que yo fuera aparentemente una excepción resultaba amenazador. No me había roto nunca un hueso, era un chico brillante, mis padres me amaban abiertamente. En mi presunción yo creía ser malévolamente afortunado. Por eso había llegado por fin a creer que mi psoriasis era una maldición. Dios, para hacer de mí un hombre, me había otorgado la bendición de sufrir una maldición rítmica que venía y se iba de acuerdo con sus estaciones. El sol del verano fundía mis costras; en septiembre mi pecho y mis piernas estaban limpios aparte de un ligero moteado, invisibles semillas pálidas que florecerían de nuevo cuando llegara la larga sombra seca del otoño y el invierno. La maldición alcanzaba el punto culminante de su floración en primavera; pero entonces el sol cada vez más fuerte prometía la curación. En enero no había esperanzas. Los codos y las rodillas, zonas en las que la piel está sometida a presión, quedaban cubiertos de costras; en los tobillos, sobre todo en la zona en la que el abrazo de los calcetines favorecía la formación de costras, crecían en tal cantidad que formaban casi una corteza ininterrumpida de color rosa. Tenía los antebrazos lo bastante salpicados como para no poder arremangarme la camisa como hacían los otros chicos. Pero aparte de esto, cuando iba vestido, mi disfraz de ser humano normal era muy bueno. Dios se había apiadado al llegar a mi cara; aparte de algunas huellas que aparecían a lo largo de la zona donde empezaba el pelo y que yo cubría con un flequillo, mi cara estaba limpia. Como mis manos, con la excepción de un punteado en las uñas que prácticamente no se notaba. En cambio, algunas uñas de mi madre estaban completamente comidas por algo que parecía una podredumbre amarilla.

En toda mi piel ardían llamas de frío; las pequeñas pruebas de mi sexo estaban contraídas en un tenso apiñamiento. Todos los signos de animalidad normal de mi cuerpo me tranquilizaban. Me encantaban los pelos que por fin habían salido en mi pubis. Eran de un negro rojizo, metálicos y ensortijados, demasiado escasos para formar un matorral, tensos como muelles en aquel frío color limón. La idea de carecer de vello me parecía detestable; me sentía indefenso en el vestuario cuando, mientras me cambiaba de ropa a toda prisa para evitar que alguien descubriera mi manto de manchas, veía que mis compañeros de curso estaban provistos ya de una coraza de pelo.

La parte posterior de mis brazos estaba llena de bultos que yo frotaba muy fuerte. Además, como un pobre que cuenta sus monedas, solía pasar mis palmas por mi abdomen. Porque el más recóndito secreto, el giro final de mi vergüenza, era que la textura de mi psoriasis -islas delicadamente elevadas que convertían en plata la suavidad que las rodeaba, constelaciones de asperezas cuya desigual distribución sobre mi cuerpo parecía un ritmo vivo de pausas y movimientos- me resultaba en privado agradable. Sólo quien haya disfrutado del placer de notar que una gran costra cede y se separa del cuerpo bajo la insistencia de una uña sabrá de lo que hablo.

Sólo me miraban los medallones del empapelado. Fui a la cómoda y encontré unos calzoncillos cuya goma todavía era elástica. Me puse una camiseta al revés.

– Tú vivirás más que yo, abuelo -dijo en voz alta mi padre desde abajo-. Llevo la muerte en mis intestinos.

La forma brutal con que dijo esta frase afectó a mis propios intestinos, que se me pusieron resbaladizos y perentorios.

– El chico se ha levantado, George -dijo mi madre-. Cuando quieras puedes terminar la función.

Su voz ya no sonaba al pie de la escalera.

– ¿Eh? ¿Crees que esto puede trastornar al chico?

Mi padre cumplió los cincuenta justo antes de Navidad; siempre había dicho que no llegaría a los cincuenta. Al franquear esa barrera se le había soltado la lengua, como si, estando muerto desde el punto de vista matemático, no importara ya nada de lo que decía. A veces, su fantasmal libertad me asustaba.

Me quedé deliberando delante del armario. Quizá preveía que llevaría durante mucho tiempo la ropa que me pusiera. Quizás el peso de la inminente ordalía me hacía actuar con más lentitud que de costumbre. Reprendiendo mi duda, un estornudo se concentró en mi nariz y noté una fuerte comezón. Sentía un dulce dolor en la vejiga. Saqué de la percha los pantalones de franela gris, aunque tenían bastante mal la raya. Yo tenía tres pares de pantalones; los de color marrón estaban en la tintorería, y los azules estaban echados a perder por culpa de una ligera palidez que aparecía en el extremo inferior de la bragueta. Para mí aquello era un misterio, y me sentía injustamente condenado cuando regresaron de la tintorería con una insultante tira impresa que decía: No nos hacemos responsables de las manchas imposibles de quitar .

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