Esto no significa, desde luego, que, porque en ellas el narrador es menos invisible, y a veces demasiado visible, las novelas románticas o las clásicas nos parezcan defectuosas, incongruentes, carentes de poder de persuasión. Nada de eso. Significa, sólo, que cuando leemos una novela de Dickens, Victor Hugo, Voltaire, Daniel Defoe o Thackeray, tenemos que reacomodarnos como lectores, adaptarnos a un espectáculo diferente del que nos ha habituado la novela moderna.
Esta diferencia tiene que ver sobre todo con la distinta manera de actuar en unas y otras del narrador-omnisciente. Éste, en la novela moderna suele ser invisible o por lo menos discreto, y, en aquélla, una presencia destacada, a veces tan arrolladora que, a la vez que nos cuenta la historia, parece contarse a sí mismo y a veces hasta utilizar lo que nos cuenta como un pretexto para su exhibicionismo desaforado.
¿No es eso lo que ocurre en esa gran novela del siglo XIX, Los miserables? Se trata de una de las más ambiciosas creaciones narrativas de ese gran siglo novelesco, una historia que está amasada con todas las grandes experiencias sociales, culturales y políticas de su tiempo y las vividas por Victor Hugo a lo largo de los casi treinta años que le tomó escribirla (retomando el manuscrito varias veces después de largos intervalos). No es exagerado decir que Los miserables es un formidable espectáculo de exhibicionismo y egolatría de su narrador -un narrador omnisciente- técnicamente ajeno al mundo narrado, encaramado en un espacio exterior y distinto a aquél donde evolucionan y se cruzan y descruzan las vidas de Jean Valjean, Monseñor Bienvenu (Bienvenido Myriel), Gavroche, Marius, Cosette, toda la riquísima fauna humana de la novela. Pero, en verdad, ese narrador está más presente en el relato que los propios personajes, pues, dotado de una personalidad desmesurada y soberbia, de una irresistible megalomanía, no puede dejar de mostrarse todo el tiempo a la vez que nos va mostrando la historia: con frecuencia interrumpe la acción, a veces saltando a la primera persona desde la tercera, para opinar sobre lo que ocurre, pontificar sobre filosofía, historia, moral, religión, juzgar a sus personajes, fulminándolos con condenas inapelables o ponderándolos y elevándolos a las nubes por sus prendas cívicas y espirituales. Este narrador-Dios (y nunca mejor empleado que en este caso el epíteto divino) no sólo nos da pruebas continuas de su existencia, del carácter ancilar y dependiente que tiene el mundo narrado; también, despliega ante los ojos del lector, además de sus convicciones y teorías, sus fobias y simpatías, sin el menor tapujo ni precaución ni escrúpulo, convencido de su verdad, de la justicia de su causa en todo lo que cree, dice y hace. Estas intromisiones de narrador, en un novelista menos diestro y poderoso que Victor Hugo, servirían para destruir enteramente el poder de persuasión de la novela. Esas intromisiones del narrador-omnisciente constituirían lo que los críticos de la corriente estilística llamarían una «ruptura de sistema», incoherencias e incongruencias que matarían la ilusión y privarían totalmente a la historia de crédito ante el lector. Pero no ocurre así. ¿Por qué? Porque, muy pronto, el lector moderno se aclimata a esas intromisiones, las siente como parte inseparable del sistema narrativo, de una ficción cuya naturaleza consta, en verdad, de dos historias íntimamente mezcladas, inseparables la una de la otra: la de los personajes y la anécdota narrativa que comienza con el robo de los candelabros que lleva a cabo Jean Valjean en casa del obispo Monsieur Bienvenu, y termina cuarenta años más tarde, cuando el ex forzado, santificado por los sacrificios y virtudes de su heroica vida, entra en la eternidad, con esos mismos candelabros en las manos, y la historia del propio narrador, cuyas piruetas, exclamaciones, reflexiones, juicios, caprichos, sermones, constituyen el contexto intelectual, un telón de fondo ideológico-filosófico-moral de lo narrado.
¿Podríamos, imitando al narrador egolátrico y arbitrario de Los miserables, hacer un alto en este punto, y hacer un balance de lo que llevo dicho sobre el narrador, el punto de vista espacial y el espacio novelesco? No creo que sea inútil el paréntesis, pues, si todo esto no ha quedado claro, me temo que lo que, incitado por su interés, comentarios y preguntas, le diga después (va a ser difícil que usted me ataje en estas reflexiones sobre el apasionante asunto de la forma novelesca) le resulte confuso y hasta incomprensible.
Para contar por escrito una historia, todo novelista inventa a un narrador, su representante o plenipotenciario en la ficción, él mismo una ficción, pues, como los otros personajes a los que va a contar, está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela. Este personaje, el narrador, puede estar dentro de la historia, fuera de ella o en una colocación incierta, según narre desde la primera, la tercera o la segunda persona gramatical. Ésta no es una elección gratuita: según el espacio que ocupe el narrador respecto de lo narrado, variará la distancia y el conocimiento que tiene sobre lo que cuenta. Es obvio que un narrador-personaje no puede saber -y por lo tanto describir y relatar- más que aquellas experiencias que están verosímilmente a su alcance, en tanto que un narrador-omnisciente puede saberlo todo y estar en todas partes del mundo narrado. Elegir uno u otro punto de vista, significa, pues, elegir unos condicionamientos determinados a los que el narrador debe someterse a la hora de narrar, y que, si no respeta, tendrán un efecto lesivo, destructor, en el poder de persuasión. Al mismo tiempo, del respeto que guarde de los límites que ese punto de vista espacial elegido le fija, depende en gran parte que aquel poder de persuasión funcione y lo narrado nos parezca verosímil, imbuido de esa «verdad» que parecen contener esas grandes mentiras que son las buenas novelas.
Es importantísimo subrayar que el novelista goza, a la hora de crear su narrador, de absoluta libertad, lo que significa, simplemente, que la distinción entre esos tres posibles tipos de narrador atendiendo al espacio que ocupan respecto del mundo narrado, de ningún modo implica que su colocación espacial agote sus atributos y personalidades. En absoluto. Hemos visto, a través de unos pocos ejemplos, qué diferentes podían ser esos narradores-omniscientes, esos dioses omnímodos que son los narradores de las novelas de un Flaubert o de un Victor Hugo, y no se diga en el caso de los narradores-personajes cuyas características pueden variar hasta el infinito, como es el caso de los personajes de una ficción.
Hemos visto también algo que debí tal vez mencionar al principio, algo que no hice por razones de claridad expositiva, pero que, estoy seguro, usted ya sabía, o ha descubierto leyendo esta carta, pues transpira naturalmente de los ejemplos que he citado. Y es lo siguiente: es raro, casi imposible, que una novela tenga un narrador. Lo común es que tenga varios, una serie de narradores que se van turnando unos a otros para contarnos la historia desde distintas perspectivas, a veces dentro de un mismo punto de vista espacial (el de un narrador-personaje, en libros como La Celestina o Mientras agonizo, que tienen, ambos, apariencia de libretos dramáticos) o saltando, mediante mudas, de uno a otro punto de vista, como en los ejemplos de Cervantes, Flaubert o Melville.
Podemos ir un poquito más lejos todavía, en torno al punto de vista espacial y las mudas espaciales de los narradores de las novelas. Si nos acercamos a echar una ojeada minuciosa, congeladora, armados de una lupa (una manera atroz e inaceptable de leer novelas, por supuesto), descubrimos que, en realidad, esas mudas espaciales del narrador no sólo ocurren, como en los casos de los que me he valido
para ilustrar este tema, de una manera general y por largos períodos narrativos. Pueden ser mudas veloces y brevísimas, que duran apenas unas cuantas palabras, en las que se produce un sutil e inaprensible
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