¿Recuerda usted el verso de Rubén Darío: «Una forma que no encuentra mi estilo»? Durante mucho tiempo me desconcertó este verso, porque ¿acaso el estilo y la forma no son la misma cosa? ¿Cómo se puede buscar una forma, teniéndola ya? Ahora entiendo mejor que sí es posible, porque, como le dije en una carta anterior, la escritura es sólo un aspecto de la forma literaria. Otro, no menos importante, es la técnica, pues las palabras no se bastan para contar buenas historias. Pero esta carta se ha prolongado demasiado y sería prudente dejar este asunto para más adelante.
Un abrazo.
V . EL NARRADOR. EL ESPACIO
Querido amigo:
Me alegro que me anime a hablar de la estructura de la novela, esa artesanía que sostiene como un todo armónico y viviente las ficciones que nos deslumbran y cuyo poder persuasivo es tan grande que nos parecen soberanas: autogeneradas y autosuficientes. Pero, ya sabemos que sólo lo parecen. En el fondo, no lo son, han conseguido contagiarnos esa ilusión gracias a la hechicería de su escritura y destreza de su fábrica. Ya hablamos sobre el estilo narrativo. Nos toca, ahora, considerar lo relativo a la organización de los materiales de que consta una novela, las técnicas de que se sirve el novelista para dotar a lo que inventa de poder sugestivo.
La variedad de problemas o desafíos a que debe hacer frente quien se dispone a escribir una historia puede agruparse en cuatro grandes grupos, según se refieran
a) al narrador,
b) al espacio,
c) al tiempo, y
d) al nivel de realidad.
Es decir, a quien narra la historia y a los tres puntos de vista que aparecen en toda novela íntimamente entrelazados y de cuya elección y manejo depende, tanto como de la eficacia del estilo, que una ficción consiga sorprendernos, conmovernos, exaltarnos o aburrirnos.
Me gustaría que habláramos hoy del narrador, el personaje más importante de todas las novelas (sin ninguna excepción) y del que, en cierta forma, dependen todos los demás. Pero, ante todo, conviene disipar un malentendido muy frecuente que consiste en identificar al narrador, quien cuenta la historia, con el autor, el que la escribe. Éste es un gravísimo error, que cometen incluso muchos novelistas, que, por haber decidido narrar sus historias en primera persona y utilizando deliberadamente su propia biografía como tema, creen ser los narradores de sus ficciones. Se equivocan. Un narrador es un ser hecho de palabras, no de carne y hueso como suelen ser los autores; aquél vive sólo en función de la novela que cuenta y mientras la cuenta (los confines de la ficción son los de su existencia), en tanto que el autor tiene una vida más rica y diversa, que antecede y sigue a la escritura de esa novela, y que ni siquiera mientras la está escribiendo absorbe totalmente su vivir.
El narrador es siempre un personaje inventado, un ser de ficción, al igual que los otros, aquellos a los que él «cuenta», pero más importante que ellos, pues de la manera como actúa -mostrándose u ocultándose, demorándose o precipitándose, siendo explícito o elusivo, gárrulo o sobrio, juguetón o serio- depende que éstos nos persuadan de su verdad o nos disuadan de ella y nos parezcan títeres o caricaturas. La conducta del narrador es determinante para la coherencia interna de una historia, la que, a su vez, es factor esencial de su poder persuasivo.
El primer problema que debe resolver el autor de una novela es el siguiente: «¿Quién va a contar la historia?» Las posibilidades parecen innumerables, pero, en términos generales, se reducen en verdad a tres opciones: un narrador-personaje, un narrador-omnisciente exterior y ajeno a la historia que cuenta, o un narrador-ambiguo del que no está claro si narra desde dentro o desde fuera del mundo narrado. Los dos primeros tipos de narrador son los de más antigua tradición; el último, en cambio, de solera recientísima, un producto de la novela moderna.
Para averiguar cuál fue la elección del autor, basta comprobar desde qué persona gramatical está contada la ficción: si desde un él, un yo o un tú. La persona gramatical desde la que habla el narrador nos informa sobre la situación que él ocupa en relación con el espacio donde ocurre la historia que nos refiere. Si lo hace desde un yo (o desde un nosotros, caso raro pero no imposible, acuérdese de Citadelle de Antoine de Saint-Exupéry o de muchos pasajes de Las uvas de la ira de John Steinbeck) está dentro de ese espacio, alternando con los personajes de la historia. Si lo hace desde la tercera persona, un él, está fuera del espacio narrado y es, como ocurre en tantas novelas clásicas, un narrador-omnisciente, que imita a Dios Padre todopoderoso, pues lo ve todo, lo más infinitamente grande y lo más infinitamente pequeño del mundo narrado, y lo sabe todo, pero no forma parte de ese mundo, al que nos va mostrando desde afuera, desde la perspectiva de su mirada volante.
¿Y en qué parte del espacio se encuentra el narrador que narra desde la segunda persona gramatical, el tú, como ocurre, por ejemplo, en L’ emploi du temps de Michel Butor, Aura de Carlos Fuentes, Juan sin tierra de Juan Goytisolo, Cinco horas con Mario de Miguel Delibes o en muchos capítulos de Galíndez de Manuel Vázquez Montalbán? No hay manera de saberlo de antemano, sólo en razón de esa segunda persona gramatical en la que se ha instalado. Pues el tú podría ser el de un narrador-omnisciente, exterior al mundo narrado, que va dando órdenes, imperativos, imponiendo que ocurra lo que nos cuenta, algo que ocurriría en ese caso merced a su voluntad omnímoda y a sus plenos poderes ilimitados de que goza ese imitador de Dios. Pero, también puede ocurrir que ese narrador sea una conciencia que se desdobla y se habla a sí misma mediante el subterfugio del tú, un narrador-personaje algo esquizofrénico, implicado en la acción pero que disfraza su identidad al lector (y a veces a sí mismo) mediante el artilugio del desdoblamiento. En las novelas narradas por un narrador que habla desde la segunda persona, no hay manera de saberlo con certeza, sólo de deducirlo por evidencias internas de la propia ficción.
Llamemos punto de vista espacial a esta relación que existe en toda novela entre el espacio que ocupa el narrador en relación con el espacio narrado y digamos que él se determina por la persona gramatical desde la que se narra. Las posibilidades son tres:
a) un narrador-personaje, que narra desde la primera persona gramatical, punto de vista en el que el espacio del narrador y el espacio narrado se confunden;
b) un narrador-omnisciente, que narra desde la tercera persona gramatical y ocupa un espacio distinto e independiente del espacio donde sucede lo que narra; y
c) un narrador-ambiguo, escondido detrás de una segunda persona gramatical, un tú que puede ser la voz de un narrador omnisciente y prepotente, que, desde afuera del espacio narrado, ordena imperativamente que suceda lo que sucede en la ficción, o la voz de un narrador-personaje, implicado en la acción, que, presa de timidez, astucia, esquizofrenia o mero capricho, se desdobla y se habla a sí mismo a la vez que habla al lector.
Me imagino que, esquematizado como acabo de hacerlo, el punto de vista espacial le parece muy claro, algo que se puede identificar con una simple ojeada a las primeras frases de una novela. Eso es así si nos quedamos en la generalización abstracta; cuando nos acercamos a lo concreto, a los casos particulares, vemos que dentro de aquel esquema caben múltiples variantes, lo que permite que cada autor, luego de elegir un punto de vista espacial determinado para contar su historia, disponga de un margen ancho de innovaciones y matizaciones, es decir de originalidad y libertad.
¿Recuerda usted el comienzo del Quijote? Estoy seguro que sí, pues se trata de uno de los más memorables arranques de novela de que tengamos memoria: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…» Atendiendo a aquella clasificación, no hay la menor duda: el narrador de la novela está instalado en la primera persona, habla desde un yo, y, por lo tanto, es un narrador-personaje cuyo espacio es el mismo de la historia. Sin embargo, pronto descubrimos que, aunque ese narrador se entrometa de vez en cuando como en la primera frase y nos hable desde un yo, no se trata en absoluto de un narrador-personaje, sino de un narrador-omnisciente, el típico narrador émulo de Dios, que, desde una envolvente perspectiva exterior nos narra la acción como si narrara desde fuera, desde un él. De hecho, narra desde un él , salvo en algunas contadas ocasiones en que, como al principio, se muda a la primera persona y se muestra al lector, relatando desde un yo exhibicionista y distractor (pues su presencia súbita en una historia de la que no forma parte es un espectáculo gratuito y que distrae al lector de lo que en aquélla está ocurriendo). Esas mudas o saltos en el punto de vista espacial -de un yo a un él, de un narrador-omnisciente a un narrador-personaje o viceversa- alteran la perspectiva, la distancia de lo narrado, y pueden ser justificados o no serlo. Si no lo son, si con esos cambios de perspectiva espacial sólo asistimos a un alarde gratuito de la omnipotencia del narrador, entonces, la incongruencia que introducen conspira contra la ilusión debilitando los poderes persuasivos de la historia.
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