Esos estilos fracasan porque no los sentimos necesarios; por el contrario, leyéndolos nos damos cuenta de que esas historias contadas de otra manera, con otras palabras, serían mejores (lo que en literatura quiere decir, simplemente, más persuasivas). Jamás tenemos esa sensación de dicotomía entre lo contado y las palabras que lo cuentan en los relatos de Borges, las novelas de Faulkner o las historias de
Isak Dinesen. El estilo de estos autores, muy diferentes entre sí, nos persuade porque en ellos las palabras, los personajes y cosas constituyen una unidad irrompible, algo que no concebimos siquiera que pudiera disociarse. A esa perfecta integración entre «fondo» y «forma» aludo cuando hablo de ese atributo de necesidad que tiene una escritura creadora.
Ese carácter necesario del lenguaje de los grandes escritores se detecta, por contraste, por lo forzado y falso que resulta en los epígonos. Borges es uno de los más originales prosistas de la lengua española, acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX. Por eso mismo ha ejercido una influencia grande, y, si usted me permite, a menudo nefasta. El estilo de Borges es inconfundible, dotado de extraordinaria funcionalidad, capaz de dar vida y crédito a su mundo de ideas y curiosidades de refinado intelectualismo y abstracción, donde los sistemas filosóficos, las disquisiciones teológicas, los mitos y símbolos literarios y el quehacer reflexivo y especulativo así como la historia universal contemplada desde una perspectiva eminentemente literaria conforman la materia prima de la invención. El estilo borgeano se adecua y funde con esa temática en aleación indivisible, y el lector siente, desde las primeras frases de sus cuentos y de muchos de sus ensayos que tienen la inventiva y soberanía de verdaderas ficciones, que ellos sólo podían haber sido contados así, con ese lenguaje inteligente e irónico, de matemática precisión -ninguna palabra falta, ninguna sobra-, de fría elegancia y aristocráticos desplantes, que privilegia el intelecto y el conocimiento sobre las emociones y los sentidos, juega con la erudición, hace del alarde una técnica, elude toda forma de sentimentalismo e ignora el cuerpo y la sensualidad (o los divisa, lejanísimos, como manifestaciones inferiores de la existencia humana) y se humaniza gracias a la sutil ironía, fresca brisa que aligera la complejidad de los razonamientos, laberintos intelectuales o barrocas construcciones que son casi siempre los temas de sus historias. El color y la gracia de ese estilo está sobre todo en su adjetivación, que sacude al lector con su audacia y excentricidad («Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»), con sus violentas e insospechadas metáforas, esos adjetivos o adverbios que, además de redondear una idea o destacar un trazo físico o psicológico de un personaje, a menudo se bastan para crear la atmósfera borgeana. Ahora bien, precisamente por su carácter necesario, el estilo de Borges es inimitable. Cuando sus admiradores y seguidores literarios se prestan de él sus maneras de adjetivar, sus irreverentes salidas, sus burlas y desplantes, éstos chirrían y desentonan, como esas pelucas mal fabricadas que no llegan a pasar por cabelleras y proclaman su falsedad bañando de ridículo a la infeliz cabeza que recubren. Siendo Jorge Luis Borges un formidable creador, no hay nada más irritante y molesto que los «borgecitos», imitadores en los que por esa falta de necesidad de la prosa que miman lo que en aquél era original, auténtico, bello, estimulante, resulta caricatural, feo e insincero. (La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético.)
Cosa parecida le ocurre a otro gran prosista de nuestra lengua, Gabriel García Márquez. A diferencia del de Borges, su estilo no es sobrio sino abundante, y nada intelectualizado, más bien sensorial y sensual, de estirpe clásica por su casticismo y corrección, pero no envarado ni arcaizante, más bien abierto a la asimilación de dichos y expresiones populares y a neologismos y extranjerismos, de rica musicalidad y limpieza conceptual, exento de complicaciones o retruécanos intelectuales. Calor, sabor, música, todas las texturas de la percepción y los apetitos del cuerpo se expresan en él con naturalidad, sin remilgos, y con la misma libertad respira en él la fantasía, proyectándose sin trabas hacia lo extraordinario. Leyendo Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera nos abruma la certidumbre de que sólo contadas con esas palabras, ese talante y ese ritmo, esas historias resultan creíbles, verosímiles, fascinantes, conmovedoras; que, separadas de ellas, en cambio, no hubieran podido hechizarnos como lo hacen, porque esas historias son las palabras que las cuentan.
La verdad es que esas palabras son las historias que cuentan, y, por ello, cuando otro escritor se presta ese estilo, la literatura que resulta de esa operación suena falaz, mera caricatura. Después de Borges, García Márquez es el escritor más imitado de la lengua, y aunque algunos de sus discípulos han llegado a tener éxito, es decir muchos lectores, su obra, por más aprovechado que sea el discípulo, no vive con vida propia, y su carácter ancilar, forzado, asoma de inmediato. La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata.
Aunque me parece que, con lo anterior, le he dicho todo lo que sé sobre el estilo, en vista de esas perentorias exigencias de consejos prácticos de su carta, le doy éste: ya que no se puede ser un novelista sin tener un estilo coherente y necesario y usted quiere serlo, busque y encuentre su estilo. Lea muchísimo, porque es imposible tener un lenguaje rico, desenvuelto, sin leer abundante y buena literatura, y trate, en la medida de sus fuerzas, ya que ello no es tan fácil, de no imitar los estilos de los novelistas que más admira y que le han enseñado a amar la literatura. Imítelos en todo lo demás: en su dedicación, en su disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las siente lícitas, sus convicciones. Pero trate de evitar reproducir mecánicamente las figuras y maneras de su escritura, pues, si usted no consigue elaborar un estilo personal, el que conviene más que ningún otro a aquello que quiere usted contar, sus historias difícilmente llegarán a embeberse del poder de persuasión que las haga vivir.
Buscar y encontrar el estilo propio es posible. Lea usted la primera y la segunda novela de Faulkner. Verá que entre la mediocre Mosquitos (Mosquitoes) y la notable Banderas sobre el polvo (Flags in the dust), la primera versión de Sartoris, el escritor sureño encontró su estilo, ese laberíntico y majestuoso lenguaje entre religioso, mítico y épico capaz de animar la saga de Yoknapatawpha. Flaubert también buscó y encontró el suyo entre su primera versión de La tentación de San Antonio, de prosa torrencial, desmoronada, de lirismo romántico, y Madame Bovary, donde aquel desmelenamiento estilístico fue sometido a una severísima purga, y toda la exuberancia emocional y lírica que había en él fue reprimida sin contemplaciones, en pos de una «ilusión de realidad» que, en efecto, conseguiría de manera inigualable en los cinco años de trabajo sobrehumano que le tomó escribir su primera obra maestra. No sé si usted sabe que Flaubert tenía, respecto del estilo, una teoría: la del mot juste. La palabra justa era aquella -única- que podía expresar cabalmente la idea. La obligación del escritor era encontrarla. ¿Cómo sabía cuándo la había encontrado? Se lo decía el oído: la palabra era justa cuando sonaba bien. Aquel ajuste perfecto entre forma y fondo -entre palabra e idea- se traducía en armonía musical, por eso, Flaubert sometía todas sus frases a la prueba de «la gueulade» (de la chillería o vocerío). Salía a leer en voz alta lo que había escrito, en una pequeña alameda de tilos que todavía existe en lo que fue su casita de Croisset: la allée des gueulades (la alameda del vocerío). Allí leía a voz en cuello lo que había escrito y el oído le decía si había acertado o debía seguir buscando los vocablos y frases hasta alcanzar aquella perfección artística que persiguió con tenacidad fanática hasta que la alcanzó.
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