Pero, también, nos dan una idea de la versatilidad de que puede gozar un narrador, y de las mudas a que puede estar sometido, modificando, con esos saltos de una persona gramatical a otra, la perspectiva desde la cual se desenvuelve lo narrado.
Veamos algunos casos interesantes de versatilidad, de esos saltos o mudas espaciales del narrador. Seguro que usted recuerda el inicio de Moby Dick, otro de los más turbadores de la novela universal: «Call me Ishmael.» (Supongamos que me llamo Ismael.) Extraordinario comienzo ¿no es cierto? Con sólo tres palabras inglesas, Melville consigue crear en nosotros una hormigueante curiosidad sobre este misterioso narrador-personaje cuya identidad se nos oculta, pues ni siquiera es seguro que se llame Ismael. El punto de vista espacial está muy bien definido, desde luego. Ismael habla desde la primera persona, es un personaje más de la historia, aunque no el más importante -lo es el fanático e iluminado Capitán Achab (Captain Ahab), o, acaso, su enemiga, esa ausencia tan obsesiva y tan presente que es la ballena blanca a la que persigue por todos los mares del mundo-, pero sí un testigo y participante de gran parte de aquellas aventuras que cuenta (las que no, las conoce de oídas y retransmite al lector). Este punto de vista está rigurosamente respetado por el autor a lo largo de la historia, pero sólo hasta el episodio final. Hasta entonces, la coherencia en el punto de vista espacial es absoluta, porque Ismael sólo cuenta (sólo sabe) aquello que puede conocer a través de su propia experiencia de personaje implicado en la historia, coherencia que fortalece el poder de persuasión de la novela. Pero, al final, como usted recordará, sucede esa terrible hecatombe, en la que la monstruosa bestia marina da cuenta del capitán Achab y de todos los marineros de su barco, el Pequod. Desde un punto de vista objetivo y en nombre de aquella coherencia interna de la historia, la conclusión lógica sería que Ismael sucumbiera también con sus compañeros de aventura. Pero, si este desenvolvimiento lógico hubiera sido respetado ¿cómo hubiera sido posible que nos contara la historia alguien que perece en ella? Para evitar esa incongruencia y no convertir Moby Dick en una historia fantástica, cuyo narrador estaría contándonos la ficción desde la ultratumba, Melville hace sobrevivir (milagrosamente) a Ismael, hecho del que nos enteramos en una posdata de la historia. Esta posdata la escribe ya no el propio Ismael, sino un narrador-omnisciente, ajeno al mundo narrado. Hay, pues, en las páginas finales de Moby Dick, una muda espacial, un salto del punto de vista de un narrador-personaje, cuyo espacio es el de la historia narrada, a un narrador-omnisciente, que ocupa un espacio diferente y mayor que el espacio narrado (ya que desde el suyo puede observar y describir a este último).
De más está decirle algo que usted debe de haber reconocido hace rato: que esas mudanzas de narrador no son infrecuentes en las novelas. Todo lo contrario, es normal que las novelas sean contadas (aunque no siempre lo advirtamos a primera vista) no por uno, sino por dos y a veces varios narradores, que se van relevando unos a otros, como en una carrera de postas, para contar la historia.
El ejemplo más gráfico de este relevo de narradores -de mudas espaciales- que se me viene a la cabeza es el de Mientras agonizo, esa novela de Faulkner que relata el viaje de la familia Bundren por el mítico territorio sureño para enterrar a la madre, Addie Bundren, que quería que sus huesos reposaran en el lugar donde nació. Ese viaje tiene rasgos bíblicos y épicos, pues ese cadáver se va descomponiendo bajo el implacable sol del Deep South, pero la familia prosigue impertérrita su tránsito animada por esa convicción fanática que suelen lucir los personajes faulknerianos. ¿Recuerda cómo está contada esa novela o, mejor dicho, quién la cuenta? Muchos narradores: todos los miembros de la familia Bundren. La historia va pasando por las conciencias de cada uno de ellos, estableciendo una perspectiva itinerante y plural. El narrador es, en todos los casos, un narrador-personaje, implicado en la acción, instalado en el espacio narrado. Pero, aunque en este sentido el punto de vista espacial se mantiene incambiado, la identidad de ese narrador cambia de un personaje a otro, de tal modo que en este caso las mudas tienen lugar -no como en Moby Dick o en el Quijote-, de un punto de vista espacial a otro sino, sin salir del espacio narrado, de un personaje a otro personaje.
Si estas mudas son justificadas, pues contribuyen a dotar de mayor densidad y riqueza anímica, de más vivencias a la ficción, esas mudas resultan invisibles al lector, atrapado por la excitación y curiosidad que despierta en él la historia. En cambio, si no consiguen este efecto, logran el contrario: esos recursos técnicos se hacen visibles y por ello nos parecen forzados y arbitrarios, unas camisas de fuerza que privan de espontaneidad y autenticidad a los personajes de la historia. No es el caso del Quijote ni de Moby Dick, claro está.
Y tampoco lo es el de la maravillosa Madame Bovary, otra catedral del género novelesco, en la que asistimos también a una interesantísima muda espacial. ¿Recuerda usted el comienzo? «Nos encontrábamos en clase cuando entró el director. Le seguían un nuevo alumno con traje dominguero y un bedel cargado con un gran pupitre.» ¿Quién es el narrador? ¿Quién habla desde ese nosotros? No lo sabremos nunca. Lo único evidente es que se trata de un narrador-personaje, cuyo espacio es el mismo de lo narrado, testigo presencial de aquello que cuenta pues lo cuenta desde la primera persona del plural. Como habla desde un nosotros, no se puede descartar que se trate de un personaje colectivo, acaso el conjunto de alumnos de esa clase a la que se incorpora el joven Bovary. (Yo, si usted me permite citar a un pigmeo junto a ese gigante que es Flaubert, conté un relato, Los cachorros, desde el punto de vista espacial de un narrador-personaje colectivo, el grupo de amigos del barrio del protagonista, Pichulita Cuéllar.) Pero podría tratarse también de un alumno singular, que hable desde un «nosotros» por discreción, modestia o timidez. Ahora bien, este punto de vista se mantiene apenas unas cuantas páginas, en las que, dos o tres veces, escuchamos esa voz en primera persona refiriéndonos una historia de la que se presenta inequívocamente como testigo. Pero, en un momento difícil de precisar -en esa astucia hay otra proeza técnica- esa voz deja de ser la de un narrador-personaje y muda a la de un narrador-omnisciente, ajeno a la historia, instalado en un espacio diferente al de ésta, que ya no narra desde un nosotros sino desde la tercera persona gramatical: él. En este caso, la muda es del punto de vista: éste era al principio el de un personaje y es luego el de un Dios omnisciente e invisible, que lo sabe todo y lo ve todo y lo cuenta todo sin mostrarse ni contarse jamás él mismo. Ese nuevo punto de vista será rigurosamente respetado hasta el final de la novela.
Flaubert, que, en sus cartas, desarrolló toda una teoría sobre el género novelesco, fue un empeñoso partidario de la invisibilidad del narrador, pues sostenía que eso que hemos llamado soberanía o autosuficiencia de una ficción, dependía de que el lector olvidara que aquello que leía le estaba siendo contado por alguien y de que tuviera la impresión de que estaba autogenerándose bajo sus ojos, como por un acto de necesidad congénito a la propia novela. Para conseguir la invisibilidad del narrador-omnisciente, creó y perfeccionó diversas técnicas, la primera de las cuales fue la de la neutralidad e impasibilidad del narrador. Éste debía limitarse a narrar y no opinar sobre lo qué narraba. Comentar, interpretar, juzgar son intrusiones del narrador en la historia, manifestaciones de una presencia (de un espacio y realidad) distinta de aquéllas que conforman la realidad novelesca, algo que mata la ilusión de autosuficiencia de la ficción, pues delata su naturaleza adventicia, derivada, dependiente de algo, alguien, ajeno a la historia. La teoría de Flaubert sobre la «objetividad» del narrador, como precio de su invisibilidad, ha sido seguida largamente por los novelistas modernos (por muchos sin siquiera saberlo) y por esa razón no es exagerado tal vez llamarlo el novelista que inaugura la novela moderna, trazando entre ésta y la novela romántica o clásica una frontera técnica.
Читать дальше