desplazamiento espacial del narrador.
Por ejemplo, en todo diálogo entre personajes privado de acotaciones, hay una muda espacial, un cambio de narrador. Si, en una novela en que hablan Pedro y María, narrada hasta este momento por un narrador omnisciente, excéntrico a la historia, se inserta de pronto este intercambio:
– Te amo, María.
– Yo te amo también, Pedro,
por el brevísimo instante de proferir aquella declaración de amor, el narrador de la historia ha mudado de un narrador-omnisciente (que narra desde un él) a un narrador-personaje, un implicado en la narración (Pedro y María), y ha habido luego, dentro de ese punto de vista espacial de narrador-personaje, otra muda entre dos personajes (de Pedro a María), para retornar luego el relato al punto de vista espacial del narrador-omnisciente. Naturalmente, no se habrían producido aquellas mudas si ese breve diálogo hubiera estado descrito sin la omisión de las acotaciones («Te amo, María», dijo Pedro, «Yo te amo también, Pedro», repuso María), pues en ese caso el relato habría estado siempre narrado desde el punto de vista del narrador-omnisciente.
¿Le parecen menudencias sin importancia estas mudas ínfimas, tan rápidas que el lector ni siquiera las advierte? No lo son. En verdad, nada deja de tener importancia en el dominio formal, y son los pequeños detalles, acumulados, los que deciden la excelencia o la pobreza de una factura artística. Lo evidente, en todo caso, es que esa ilimitada libertad que tiene el autor para crear a su narrador y dotarlo de atributos (moverlo, ocultarlo, exhibirlo, acercarlo, alejarlo y mudarlo en narradores diferentes o múltiples dentro de un mismo punto de vista espacial o saltando entre distintos espacios) no es ni puede ser arbitraria, debe estar justificada en función del poder de persuasión de la historia que esa novela cuenta.
Los cambios de punto de vista pueden enriquecer una historia, adensarla, sutilizarla, volverla misteriosa, ambigua, dándole una proyección múltiple, poliédrica, o pueden también sofocarla y desintegrarla si en vez de hacer brotar en ella las vivencias -la ilusión de vida- esos alardes técnicos, tecnicismos en este caso, resultan en incongruencias o en gratuitas y artificiales complicaciones o confusiones que destruyen su credibilidad y hacen patente al lector su naturaleza de mero artificio.
Un abrazo y hasta pronto, espero.
Querido amigo:
Celebro que estas reflexiones sobre la estructura novelesca le descubran algunas pistas para adentrarse, como un espeleólogo en los secretos de una montaña, en las entrañas de la ficción. Le propongo ahora que, luego de haber echado un vistazo a las características del narrador en relación con el espacio novelesco (lo que, con un lenguaje antipáticamente académico llamé el punto de vista espacial en la novela), examinemos ahora el tiempo, aspecto no menos importante de la forma narrativa y de cuyo tratamiento depende, ni más ni menos que del espacio, el poder persuasivo de una historia.
También sobre este asunto conviene, de entrada, despejar algunos prejuicios, no por antiguos menos falsos, para entender qué es y cómo es una novela.
Me refiero a la ingenua asimilación que suele hacerse entre el tiempo real (que llamaremos, desafiando el pleonasmo, el tiempo cronológico dentro del cual vivimos inmersos lectores y autores de novelas) y el tiempo de la ficción que leemos, un tiempo o transcurrir esencialmente distinto del real, un tiempo tan inventado como lo son el narrador y los personajes de las ficciones atrapados en él. Al igual que en el punto de vista espacial, en el punto de vista temporal que encontramos en toda novela el autor ha volcado una fuerte dosis de creatividad y de imaginación, aunque, en muchísimos casos, no haya sido consciente de ello. Como el narrador, como el espacio, el tiempo en que transcurren las novelas es también una ficción, una de las maneras de que se vale el novelista para emancipar a su creación del mundo real y dotarla de esa (aparente) autonomía de la que, repito, depende su poder de persuasión.
Aunque el tema del tiempo, que ha fascinado a tantos pensadores y creadores (Borges entre ellos, que fantaseó muchos textos sobre él), ha dado origen a múltiples teorías, diferentes y divergentes, todos, creo, podemos ponernos de acuerdo por lo menos en esta simple distinción: hay un tiempo cronológico y un tiempo psicológico. Aquél existe objetivamente, con independencia de nuestra subjetividad, y es el que medimos por el movimiento de los astros en el espacio y las distintas posiciones que ocupan entre sí los planetas, ese tiempo que nos roe desde que nacemos hasta que desaparecemos y preside la fatídica curva de la vida de todo lo existente. Pero, hay también un tiempo psicológico, del que somos conscientes en función de lo que hacemos o dejamos de hacer y que gravita de manera muy distinta en nuestras emociones. Ese tiempo pasa de prisa cuando gozamos y estamos inmersos en experiencias intensas y exaltantes, que nos embelesan, distraen y absorben. En cambio, se alarga y parece infinito -los segundos, minutos; los minutos, horas- cuando esperamos o sufrimos y nuestra circunstancia o situación particular (la soledad, la espera, la catástrofe que nos rodea, la expectativa por algo que debe o no debe ocurrir) nos da una conciencia aguda de ese transcurrir que, precisamente porque quisiéramos que se acelerara, parece atrancarse, rezagarse y pararse.
Me atrevo a asegurarle que es una ley sin excepciones (otra de las poquísimas en el mundo de la ficción) que el de las novelas es un tiempo construido a partir del tiempo psicológico, no del cronológico, un tiempo subjetivo al que la artesanía del novelista (del buen novelista) da apariencia de objetividad, consiguiendo de este modo que su novela tome distancia y diferencie del mundo real (obligación de toda ficción que quiere vivir por cuenta propia).
Quizás esto quede más claro con un ejemplo. ¿Ha leído usted ese maravilloso relato de Ambrose Bierce, «Un suceso en el puente del riachuelo del Búho» (An occurrence at Owl Creek Bridge)? Durante la guerra civil norteamericana, un hacendado sureño, Peyton Farquhar, que intentó sabotear un ferrocarril, va a ser ahorcado, desde un puente. El relato comienza cuando la soga se ajusta sobre el cuello de ese pobre hombre al que rodea un pelotón de soldados encargados de su ejecución. Pero, al darse la orden que pondrá fin a su vida, se rompe la soga y el condenado cae al río. Nadando, gana la ribera, y consigue escapar ileso de las balas que le disparan los soldados desde el puente y las orillas. El narrador-omnisciente narra desde muy cerca de la conciencia en movimiento de Peyton Farquhar, al que vemos huir por el bosque, perseguido, rememorando episodios de su pasado y acercándose a aquella casa donde vive y lo espera la mujer que ama, y donde siente que, cuando llegue, burlando a sus perseguidores, estará a salvo. La narración es angustiante, como su azarosa fuga. La casa está allí, a la vista, y el perseguido divisa por fin, apenas cruza el umbral, la silueta de su esposa. En el momento de abrazarla, se cierra sobre el cuello del condenado la soga que había comenzado a cerrarse al principio del cuento, uno o dos segundos atrás. Todo aquello ha ocurrido en un rapto brevísimo, ha sido una instantánea visión efímera que la narración ha dilatado, creando un tiempo aparte, propio, de palabras, distinto del real (que consta apenas de un segundo, el tiempo de la acción objetiva de la historia). ¿No es evidente en este ejemplo la manera como la ficción construye su propio tiempo, a partir del tiempo psicológico?
Una variante de este mismo tema es otro cuento famoso de Borges, «El milagro secreto», en el que, en el momento de la ejecución del escritor y poeta checo Jaromir Hladik, Dios le concede un año de vida para que -mentalmente- termine el drama en verso Los enemigos que ha planeado escribir toda su vida. El año, en el que él consigue completar esa obra ambiciosa en la intimidad de su conciencia, transcurre entre la orden de «fuego» dictada por el jefe del batallón de ejecución y el impacto de las balas que pulverizan al fusilado, es decir en apenas un fragmento de segundo, un período infinitesimal. Todas las ficciones (y, sobre todo, las buenas) tienen su propio tiempo, un sistema temporal que les es privativo, diferente del tiempo real en que vivimos los lectores.
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