Yu Hua - Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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Se iban intensificando los tiroteos en el frente, tanto de día como de noche. Nosotros, en el túnel, acabamos acostumbrándonos. Con frecuencia estallaban bombas bastante cerca, y acabaron destrozando los cañones de nuestra división. Esos cañones que no habían disparado ni una sola vez se convirtieron en chatarra, así que nosotros quedamos todavía más ociosos.

Al cabo de unos días, Chunsheng tampoco tenía ya mucho miedo; en esa situación, de nada servía tener miedo. Los tiros iban acercándose, pero a nosotros seguía pareciéndonos que estaban lejos. Lo peor era que hacía cada vez más frío: te quedabas dormido, y a los pocos minutos te despertabas helado. Cuando estallaba alguna bomba allá fuera, la vibración nos zumbaba en los oídos. Chunsheng no dejaba de ser un crío. Un día se quedó dormido, y una bomba que estalló cerca lo despertó con un gran sobresalto. Se puso hecho una furia. Se subió encima del túnel y echó una bronca a los cañonazos del frente:

– ¡A ver si os calláis un poco, coño! ¡Con este ruido no hay quien duerma!

Corrí a hacerlo bajar de allí, porque las balas ya silbaban por encima del túnel.

La zona de despliegue de las tropas nacionales iba menguando día a día, de modo que no nos atrevíamos a salir del túnel así como así, salvo cuando apretaba el hambre y teníamos que ir a buscar algo de comer. Cada día evacuaban a miles de heridos. Como estábamos en la retaguardia, nuestra zona se convirtió en territorio de heridos. Durante unos días, Lao Quan, Chunsheng y yo nos tumbábamos encima del túnel y asomábamos las cabezas para ver cómo traían los camilleros a esos heridos, unos sin brazos, otros sin piernas. Al cabo de poco tiempo, vino otra larga fila de camillas. Los que las llevaban corrían, agachados, hasta donde estábamos, en busca de algún espacio libre. Cuando lo encontraban, gritaban: «¡Un, dos, tres!», y a la de tres volcaban las camillas dejando caer a los heridos al suelo como si fueran basura, y se marchaban dejándolos allí tirados. Los heridos sufrían tanto que no paraban de lanzar quejidos. Las letanías de sus llantos y lamentos llegaban a nuestros oídos una tras otra. Al ver cómo se iban los camilleros, Lao Quan los insultó: «¡Pero serán animales!»

Había cada vez más heridos. Mientras hubo disparos, fueron llegando camillas y, al grito de «¡Un, dos, tres!», las vaciaban en el suelo. Al principio había montones dispersos de heridos, pero al poco tiempo, todo el suelo quedó cubierto. Sufrían y gemían sin parar. Nunca olvidaré esos gritos. A Chunsheng y a mí se nos helaba el corazón de verlos, y hasta Lao Quan fruncía el ceño. «¿Pero qué clase de guerra es ésta», me preguntaba.

Apenas anocheció, se puso a nevar. Durante un tiempo largo dejaron de sonar los disparos. Sólo oíamos los lamentos de los miles de heridos que aún no habían muerto. Parecían llantos, pero también parecían risas: eran las voces del dolor insoportable. Nunca en mi vida he vuelto a oír una cosa así, tan sobrecogedora. Como a oleadas, parecía una marea que nos anegara. Nevaba, pero era tal la oscuridad que no veíamos los copos, sólo sentíamos el frío y la humedad; blandos y suaves, se derretían lentamente en la mano, pero no tardó en formarse una gruesa capa de nieve.

Dormíamos los tres juntos, muy apretados. Pasábamos hambre y frío. Esos días, venían menos aviones, y resultaba muy difícil encontrar comida. Ya nadie tenía esperanzas de que el presidente del consejo Chang Kaishek nos sacara de ésa. Quién sabía si íbamos a morir o a sobrevivir.

– Fugui -me dijo Chunsheng tocándome el hombro-, ¿estás durmiendo?

– No -contesté.

Entonces tocó el hombro a Lao Quan, que no contestó. Chunsheng dio un par de hipidos.

– Esta vez no nos vamos a salvar.

Al oírlo, a mí también se me hizo un nudo en la garganta. Entonces habló Lao Quan.

– No seas tan pesimista -dijo estirando los brazos-. Yo he estado en varias decenas de batallas desde mis años mozos -añadió sentándose-. En cada una de ellas me decía a mí mismo: «Yo no me muero ni muerto.» Me han rozado balas por todo el cuerpo, pero nunca me han herido. Chunsheng, si piensas que no vas a morir, no morirás.

Luego, ya no dijimos nada más. Cada cual se puso a pensar en sus cosas. Yo me acordaba una y otra vez de mi familia, de Fengxia con Youqing en brazos sentada en el umbral de casa, de mi madre y Jiazhen… De tanto pensar, me quedé como taponado por dentro, no podía ni respirar, como si alguien me hubiera tapado la nariz y la boca.

Durante la segunda mitad de la noche, los lamentos de los heridos de fuera del túnel fueron disminuyendo. Pensé que seguramente se habrían quedado casi todos dormidos. Sólo unos pocos seguían gimiendo, sus quejidos iban y venían, a intervalos. A ratos, parecía que estuvieran hablando, uno preguntando una cosa, otro contestando algo, y sus voces eran tan desoladoras que ni parecían de vivos.

Al cabo de un rato, sólo quedó un lamento, tenue como el zumbido de un mosquito que volara por encima de mi cara. Estuve escuchando, y ya no parecía que estuviera gimiendo; más bien parecía que estaba canturreando alguna cancioncilla. Alrededor, reinaba un silencio absoluto, sólo se oía esa voz, yendo y viniendo sin parar. Al oírla, me eché a llorar. Las lágrimas derritieron la nieve que me había caído en la cara, y las gotas se me metieron por el cuello, lo mismo que el viento helado.

Cuando amaneció, ya no se oía nada. Nos asomamos a mirar: los miles de heridos que el día anterior todavía gemían y gritaban estaban todos muertos, allí tirados de cualquier manera, completamente inmóviles, cubiertos por una fina capa de nieve. Los pocos que estábamos vivos en los túneles nos quedamos un buen rato pasmados, mirándolos. Nadie dijo nada. Hasta Lao Quan, que había visto a saber cuántos muertos en su vida de soldado, se quedó anonadado, mirándolos no sé cuánto tiempo. Al final, lanzó un suspiro.

– ¡Qué tragedia! -dijo, mientras salía del túnel. Fue hasta ese gran campo de cadáveres. Volviendo a unos, sacudiendo a otros, Lao Quan fue desplazándose inclinado entre los muertos, poniéndose a veces en cuclillas para frotar con nieve la cara de alguno. Entonces sonaron de nuevo los disparos, y unas cuantas balas pasaron por allí. Chunsheng y yo recobramos de golpe el sentido y gritamos inmediatamente a Lao Quan:

– ¡Vuelve! ¡Deprisa!

Lao Quan no nos hizo caso. Siguió mirando aquí y allí. Al cabo de un rato, se detuvo. Miró a un lado y a otro, y volvió hacia nosotros. Al acercarse nos enseñó cuatro dedos.

– Hay cuatro -dijo sacudiendo la cabeza-. Cuatro que conozco.

Apenas acabó de decirlo, Lao Quan se quedó mirándonos con los ojos desorbitados, las piernas repentinamente tiesas. Luego cayó de rodillas al suelo. No sabíamos por qué hacía eso, sólo veíamos las balas pasar silbando, así que le gritamos con todas nuestras fuerzas:

– ¡Lao Quan, date prisa!

A pesar de nuestras llamadas, Lao Quan seguía sin moverse. Sólo entonces caí en la cuenta de que a Lao Quan le pasaba algo. Salí a toda prisa del túnel, corrí hacia Lao Quan y, al llegar junto a él vi una mancha de sangre en su espalda. Se me nubló la vista y entre sollozos llamé a Chunsheng. Cuando llegó el niño, entre los dos llevamos a Lao Quan al túnel. Las balas silbaban a nuestro alrededor y pasaban rozándonos.

Tumbamos a Lao Quan. Traté de parar la hemorragia de la espalda con la mano. El lugar de la herida estaba húmedo, abrasaba, y la sangre seguía saliendo, escurriéndoseme entre los dedos. Los ojos de Lao Quan parpadearon lentamente, como si nos hubiera mirado. Luego se movieron sus labios.

– ¿Dónde estamos? -preguntó con voz ronca.

Chunsheng y yo levantamos la cabeza y miramos a nuestro alrededor. ¿Cómo íbamos a saber dónde estábamos? No pudimos más que volver la vista hacia Lao Quan. Cerró los ojos con fuerza y luego los volvió a abrir lentamente, cada vez más grandes, torciendo la boca, como en un rictus de amargura.

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