Cuando llegué a casa, Jiazhen estaba cosiéndome suelas de zapatos. Al ver la cara que traía, se asustó, creyó que estaba enfermo. Pero, cuando le conté lo que había estado pensando, palideció de espanto, se puso lívida.
– ¡Qué peligro! -dijo con un hilo de voz.
Luego dejé de tomármelo tan a pecho. Me pareció que no hacía falta asustarme a mí mismo de esa manera, que todo era cosa del destino. Dicen que «quien sale vivo de una desgracia, luego tiene buena suerte». Pensé que la segunda mitad de mi vida tenía que ser cada vez mejor. Se lo dije a Jiazhen.
– Yo no necesito esa buena suerte -dijo mirándome después de cortar el hilo con los dientes-. Me conformo con poder hacerte un par de zapatos nuevos al año.
Yo sabía lo que quería decir. Mi mujer lo que deseaba era que no volviéramos a separarnos nunca más. Viendo su cara, tan envejecida, se me encogió el corazón. Jiazhen tenía razón: mientras la familia estuviera unida, ¿qué importaba la buena suerte?
* * *
En este punto de su historia, Fugui se interrumpió. Me di cuenta de que estábamos sentados a pleno sol, cuya trayectoria había ido apartando de nosotros la sombra del árbol y dirigiéndola hacia otro sitio. Fugui se levantó tras varios intentos.
– Tengo el cuerpo cada vez más duro -dijo mientras se sacudía las rodillas-. Sólo hay una cosa que tengo cada vez más blanda.
Al oírlo, no pude por menos que reírme a carcajadas, mirando la entrepierna colgante de sus pantalones, con briznas de hierba pegadas. Él también se rió, muy contento de que hubiera entendido a qué se refería, luego se giró para llamar al buey.
– ¡Fugui!
El buey ya había salido del agua, y estaba pastando en la orilla de la laguna, entre dos sauces llorones. Las ramas que le caían sobre el lomo habían perdido su aplomo habitual y se mostraban retorcidas y enmarañadas. Al rozarlas el animal, algunas hojas cayeron lentamente al suelo.
– ¡Fugui! -volvió a llamar el viejo.
La grupa del buey retrocedió como una roca metiéndose de nuevo en el agua, y su testuz emergió de entre los sauces y sus ojos redondos se dirigieron lentamente hacia nosotros.
– Jiazhen y los demás llevan tiempo trabajando -le dijo el viejo-. Ya está bien de descansar. Sí, ya sé que no has comido bastante, pero ¿quién te mandaba estar en el agua tanto rato?
Mientras Fugui llevaba el buey hasta el arrozal y le enganchaba el arado, siguió hablándome.
– El buey viejo es como el hombre viejo: cuando tiene hambre, necesita descansar antes de poder comer nada.
Volví a sentarme a la sombra del árbol, con la mochila en los riñones a modo de cojín, contra el tronco, dándome aire con el sombrero de paja. Al buey, el pellejo del vientre le colgaba en una larga tira que se bamboleaba como un gran odre. Me fijé en la entrepierna colgante del pantalón de Fugui: también iba balanceándose, como la piel del vientre del buey.
* * *
La vida, después de mi vuelta a casa, era difícil, desde luego, pero bastante tranquila y estable. Fengxia y Youqing estaban cada día más grandes. Y yo, cada día más viejo. Yo no me daba cuenta, ni Jiazhen, sólo sentía que no tenía, ni de lejos, la fuerza de antaño. Hasta que un día llevé una palanca con canastos de verdura a la ciudad, para venderla y, al pasar delante de la tienda de sedas, un conocido me dijo al verme:
– Fugui, estás lleno de canas.
En realidad, él y yo llevábamos sólo medio año sin vernos. Cuando me dijo aquello, fue cuando me di cuenta de que había envejecido mucho. De vuelta a casa, miré y remiré a Jiazhen, tanto que ella no sabía qué pasaba. Se miró, luego miró hacia atrás.
– ¿Qué miras?
– También tú tienes canas -le dije riendo.
Ese año, Fengxia cumplió diecisiete, se había convertido en una mujer. De no ser porque era sordomuda, habría sido fácil encontrarle marido. En el pueblo, todo el mundo decía que Fengxia era guapa, era más o menos como Jiazhen a la misma edad. Youqing tenía doce años; iba a la escuela en la ciudad.
Al principio, Jiazhen y yo estuvimos dudando si mandar a Youqing al colegio o no. Vamos, que no teníamos dinero. En esa época, Fengxia sólo tenía doce o trece años y, aunque pudiera ayudarme un poco en el trabajo del campo, o ayudar a Jiazhen en el de casa, el caso es que dependía de nosotros para vivir. Así que hablé con Jiazhen a ver si la dábamos a alguien y punto, y luego ahorrábamos el dinero necesario para mandar a Youqing a la escuela… Pero, aunque Fengxia no oía ni podía hablar, era muy inteligente. En cuanto empezamos a hablar del asunto, Fengxia se volvió hacia nosotros y nos miró parpadeando de tal manera que nos dolió el corazón y no volvimos a mencionarlo en varios días.
Pero teniendo en cuenta que se iba acercando el momento en que Youqing tendría que ir a la escuela, no tuvimos más remedio que ocuparnos del asunto. Así que encargué a alguien del pueblo que se informara, cuando le viniera bien, de si había quien quisiera criar a una niña de doce años.
– Si encontramos una buena familia -dije a Jiazhen-, Fengxia vivirá mejor que ahora.
Jiazhen asintió, pero se le saltaron las lágrimas. Las madres siempre son más tiernas. Traté de convencer a Jiazhen de que no se lo tomara tan mal: por lo visto, el destino de Fengxia era duro, y lo iba a ser toda su vida, hasta el final. Pero Youqing no podía pasarlo mal toda la vida; teníamos que mandarlo a la escuela, sólo así tendría algún futuro. No podíamos dejar que los dos se vieran atrapados en la pobreza, al menos uno tenía que vivir un poco mejor.
La persona que fue a informarse volvió diciendo que Fengxia era un poco mayor, que si hubiera sido algo más joven habría más familias dispuestas a tomarla. Así las cosas, renunciamos a nuestra idea. Quién iba a decir que, al cabo de un mes y pico, dos familias iban a mandar decirnos que querían a nuestra Fengxia: una quería adoptarla como hija, la otra la quería para servir a dos ancianos. Jiazhen y yo pensamos que la familia que no tenía descendencia sería mejor y que, si Fengxia se convertía en hija de ellos, siempre la querrían un poco más. Así que contestamos diciendo que vinieran a verla. Vinieron. Cuando vio a Fengxia, el matrimonio quedó muy satisfecho. Pero, al enterarse de que no podía hablar, cambiaron de idea.
– La chica tiene muy buen aspecto -dijo el hombre-, pero…
No dijo más. Se fueron con mucha cortesía. Jiazhen y yo no tuvimos más remedio que hacer venir a la otra familia. A esos no les importó que Fengxia hablara o no, mientras fuera trabajadora.
El día en que se llevaron a Fengxia, me había echado la azada al hombro para ir al campo a trabajar, y ella cogió inmediatamente su cesta y la hoz para ir conmigo. Desde hacía años, Fengxia me acompañaba y, mientras yo trabajaba la tierra, ella segaba hierba, yo ya estaba acostumbrado. Ese día, al ver que venía conmigo, la aparté y le dije que volviera a casa. Ella me miró con los ojos muy abiertos. Solté la azada y la llevé hasta casa, le quité la hoz y la cesta de las manos y las tiré a una esquina. Ella seguía mirándome fijamente. No sabía que la íbamos a entregar a otra familia. Cuando Jiazhen la cambió y le puso un vestido de color rosa, ella paró de mirarme y se dejó vestir, cabizbaja. Era el mismo vestido que había llevado Jiazhen años atrás, arreglado. Mientras Jiazhen le abrochaba los botones, sus lágrimas iban cayéndole en las rodillas. Fengxia sabía que tenía que irse. Cogí la azada y salí.
– Voy al campo -dije a Jiazhen al llegar a la puerta-. Cuando vengan a buscarla, que se la lleven y ya está, que no venga a verme.
Ya en el bancal, trabajando con la azada, me parecía que no me llegaba la energía. Y es que estaba sin ánimo. Miré a mi alrededor, sin ver a Fengxia allí, segando hierba, y sentí un vacío dentro de mí. Al pensar que a partir de entonces ya no vería a Fengxia trabajando conmigo, me encontré tan mal que quedé sin pizca de fuerza. En ese momento, vi a Fengxia de pie, sobre el sendero del bancal, de la mano de un hombre de unos cincuenta años. Estaba anegada en lágrimas, y el llanto le sacudía el cuerpo, pero lloraba en silencio. De vez en cuando, levantaba un brazo para secarse los ojos, y yo sabía que lo hacía para ver mejor a su padre.
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