Yu Hua - Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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– ¡Lao Quan! ¿Aún no estás muerto?

Era otro viejo conocido suyo.

– ¿Y a ti, cabrón, cuándo te cogieron? -preguntó riendo.

Antes de que el hombre contestara, otro llamó a Lao Quan. Él se volvió y se puso en pie de un salto.

– ¡Eh! -gritó-. ¿Sabes dónde está Lao Liang?

– Muerto -le contestó el otro a voces, riendo.

Lao Quan volvió a sentarse, decepcionado.

– ¡Me cago en la leche, me debía un yuan de plata! -renegó-. ¿Lo veis? Nadie consiguió escapar -añadió ufano dirigiéndose a Chunsheng y a mí.

Al principio, sólo nos habían rodeado. Los soldados del Ejército de Liberación no nos atacaron inmediatamente, así que no teníamos demasiado miedo. Tampoco lo tenía el comandante de la división; decía que el presidente del consejo Chiang Kai-shek enviaría unos tanques a salvarnos. Después, cuando ya los disparos y cañonazos iban acercándose, tampoco teníamos mucho miedo; sólo estábamos ahí de brazos cruzados, sin tener nada que hacer, puesto que el comandante de la división no nos había ordenado que abriéramos fuego. Un soldado veterano pensó que el que nuestros hermanos que estaban en el frente tuvieran que derramar su sangre y perder la vida mientras nosotros nos tocábamos las narices no era plan.

– ¿No vamos a disparar también nosotros unos cañonazos? -preguntó al comandante.

El comandante estaba escondido en el túnel, jugando.

– ¡Disparar unos cañonazos! -contestó irritado-. ¿Y adonde los disparamos?

Y no le faltaba razón: si disparábamos nuestros pocos cañones hacia nuestros hermanos del ejército nacional y les dábamos, los soldados nacionales del frente, en un arrebato, se volverían contra nosotros y nos ajustarían las cuentas. No era cosa de andarse con bromas.

El comandante nos ordenó que esperáramos metidos en el túnel y que nos dedicáramos a lo que nos diera la gana, mientras no saliéramos a pegar cañonazos.

Cuando quedamos rodeados, para los víveres y las municiones empezamos a depender por completo del suministro aéreo. En cuanto arriba aparecía un avión, los nacionales de abajo iban y venían en tropel, apiñados como hormigas. Las cajas de municiones que caían no las quería nadie, todos se abalanzaban sobre los sacos de arroz. En cuanto se alejaban los aviones, los hermanos del ejército nacional que habían conseguido hacerse con algo de arroz se lo llevaban, dos hombres por saco, protegidos por otro que iba blandiendo el fusil. Y así, grupo a grupo, iban dispersándose y volvían a sus túneles respectivos.

No pasó mucho tiempo antes de que los soldados nacionales se precipitaran por cuadrillas hacia las casas y los árboles pelados. En todas las techumbres de paja había hombres subidos, desmontando los chamizos, cortando los árboles. Ya me dirás si eso parecía una guerra. El guirigay que armábamos casi tapaba el ruido de los disparos del frente. En apenas medio día, ya no quedó una sola casa ni un solo árbol de los que se veían. En el campo arrasado ya sólo había soldados cargando vigas y árboles en el hombro, llevando tablas y banquetas. Cuando todos volvieron a sus túneles, empezaron a alzarse en el cielo columnas de humo de cocer el arroz.

En esos tiempos, lo que más abundaba eran las balas. Dondequiera que te tumbaras, se te clavaban y hacían daño. Al no quedar ya una sola casa ni un solo árbol, por todas partes se veían soldados nacionales yendo a cortar hierba seca con sus bayonetas. Realmente, parecía la recolección del arroz en plena temporada agrícola. Algunos, sudando la gota gorda, escarbaban para sacar las raíces de los árboles. Otros empezaron a profanar tumbas y a desguazar ataúdes para leña. Cuando desenterraban las cajas, los huesos que hubiera dentro los dejaban ahí tirados, fuera del túnel, ni siquiera los volvían a enterrar. En esa situación a nadie le impresionaban los huesos de los muertos. Por las noches podías dormir al lado sin tener ni una pesadilla. Pero la leña fue escaseando, y el arroz aumentando. Ya nadie se peleaba por los sacos de arroz. Nosotros tres fuimos a buscar unos cuantos para usarlos de colchón en el túnel, así ya no nos molestarían las balas del suelo.

Cuando ya no quedó absolutamente nada que usar de leña para cocinar, el presidente del consejo Chiang Kai-shek todavía seguía sin venir a salvarnos. Menos mal que para entonces los aviones del suministro dejaron de lanzar arroz y empezaron a lanzar tortas. En cuanto caía un paquete de tortas, los compañeros se abalanzaban a pelear por ellas como animales. Se amontonaban unos sobre otros a capas, como las suelas de los zapatos que hacía mi madre, aullando lo mismito que los lobos.

– Vamos por separado a intentar hacernos con linas -dijo Lao Quan.

En esa situación, no quedaba más remedio que separarnos, era la única posibilidad de conseguir unas pocas tortas. Salimos arrastrándonos del túnel, y cada cual eligió una dirección. En ese momento, los tiroteos estaban muy cerca de allí, y a menudo te pasaba alguna que otra bala silbando.

Una vez, estaba yo corriendo, corriendo, y uno que tenía al lado cayó al suelo. Creí que se había desmayado de hambre, pero, al volverle la cabeza vi que le habían volado la tapa de los sesos. Del susto que me llevé, se me aflojaron tanto las piernas que casi caigo yo también.

Hacerse con tortas era todavía más difícil que hacerse con arroz. Decían que en el ejército nacional morían cada día como moscas; pero cuando pasaba un avión, salían hombres de la tierra como setas. Parecía que había crecido mata a mata todo un pastizal, corriendo tras el avión y, en cuanto lanzaban las tortas, se dispersaban, precipitándose cada cual hacia el paracaídas que había localizado. Además, las tortas estaban mal empaquetadas y, al caer, se desparramaban. Varias decenas o un centenar de hombres se abalanzaban sobre ellas. Algunos, antes de llegar, chocaban con otro y se desmayaban.

Cada vez que iba por tortas quedaba maltrecho y dolorido como si me hubieran colgado y me hubieran azotado con un cinturón. Total, para conseguir unas pocas tortas de nada. Cuando volvía al túnel, Lao Quan ya estaba allí sentado, con la cara llena de moratones y golpes, y tampoco había conseguido más tortas que yo. Lao Quan llevaba ocho años de soldado, pero seguía teniendo corazón. Ponía sus tortas sobre las mías y decía que, cuando volviera Chunsheng, las comeríamos juntos. Nos quedábamos los dos en cuclillas en el túnel, asomándonos a ver si venía Chunsheng.

Al cabo de un rato, veíamos a Chunsheng venir corriendo, encorvando la espalda, con un montón de zapatillas de goma en los brazos. El niño, todo colorado de ilusión, entró como un vendaval.

– ¿Qué, son muchos o no? -dijo señalando las zapatillas de goma.

– ¿Esto se come? -le preguntó Lao Quan después de lanzarme una mirada.

– ¡Pueden servir para cocer el arroz! -contestó Chunsheng.

Y bien pensado, tenía razón. Al ver que Chunsheng no llevaba una sola magulladura en la cara, me dijo Lao Quan:

– Este mocoso es más listo que el hambre.

A partir de entonces, ya no volvimos a ir por tortas y usamos el método de Chunsheng. Cuando los hombres estaban apiñados peleándose por las tortas, íbamos nosotros a quitarles las zapatillas de los pies. Había pies que no reaccionaban, y otros que soltaban coces a diestro y siniestro. Así que nosotros cogíamos un casco de acero cualquiera, y golpeábamos con saña los pies que no se portaban bien. Los pies que recibían nuestros golpes se crispaban unas cuantas veces y luego se quedaban rígidos, como entumecidos de frío. Volvíamos al túnel con las zapatillas de goma y hacíamos fuego. Al fin y al cabo, había arroz a patadas, y así nos ahorrábamos un mal trago para el cuerpo. Mientras se iba cociendo el arroz, mirábamos a esos hombres descalzos en pleno invierno, dando respingos a cada paso, y nos caíamos de risa.

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