Hasta aquí la participación de Manuela en la diplomacia rosista, pero la hija del gobernador desempeñaba otros roles en el gobierno de su padre, como advirtió certeramente el ministro Southern. “En este gobierno cruel del Río de la Plata -diría Xavier Marmier en 1850- Manuelita tiene la cartera de un ministerio que no está comprendido en las teorías de los gobiernos europeos: el ministerio de la conmiseración.” [197]Y William Mac Cann, viajero inglés que recorre el país en 1847, comenta que: “Los asuntos personales de importancia, confiscación de bienes, destierros y hasta condenas a muerte, se ponían en sus manos como postrer esperanza de los caídos en desgracia. Por su excelente disposición y su influencia benigna para con su padre, doña Manuelita era para Rosas en cierto sentido lo que la emperatriz Josefina para Napoleón”. [198]
Tales reconocimientos de inteligentes testigos de la sociedad argentina en la época de Rosas aluden al valor de la gestión personal en los asuntos públicos; más que un funcionamiento institucional de la justicia, se prefiere el toque humano, aunque éste demuestre, en la mayoría de los casos, su ineficacia para torcer el rumbo político del gobierno. Existen en el archivo de Rosas múltiples ejemplos de los pedidos que llegaban a Manuelita, de manera directa a veces, otras utilizando a distintos miembros de la familia, por ejemplo a María Josefa Ezcurra, a las hermanas de Rosas, Mariquita, Mercedes, Agustina, o al general Mansilla, los Anchorena, etc. Podía tratarse de asuntos menores, como el pedido formulado por el canónigo Elortondo para hacer reformas en una casa de su propiedad, o la autorización requerida por Adolfo Saldías, padre del historiador, a fin de obtener empleo y título de escribano público. Otras veces los casos eran más patéticos, como la ayuda que pide el padre de ocho hijos aquejado de una grave enfermedad, o el militar cuyos bienes han sido saqueados por ladrones y que solicita una casa para vivir por cuenta del Estado; mujeres casadas con soldados que han salido a campaña, se ponen bajo la protección de la hija del gobernador; viudas de servidores públicos confían en ella para el cobro de algún subsidio. Pero en todos estos casos la Niña no actúa por cuenta propia: ella debe acelerar trámites ya iniciados en las oficinas de gobierno. [199]
Había asuntos que implicaban mayor responsabilidad que los simples pedidos; en sus Memorias, Antonino Reyes, que fue comandante de Santos Lugares y era íntimo amigo de Manuelita, relata la actuación de la hija del gobernador en un caso de corrupción que involucraba a Lorenzo Torres, una de las principales figuras del régimen. Este, asociado con un escribano de apellido Conde, habría usurpado tierras pertenecientes al oficial Matorras que servía a las órdenes del general Pacheco. Reyes descubrió este abuso y Manuelita, que por delegación de Rosas debía informarse del tema, escuchó desde una habitación contigua la conversación en la que Conde confesó ante Reyes su culpabilidad. Ella quedó asombrada del cinismo y la desvergüenza de esos hombres pues comprendió el mal que hacían a su padre, escribe Reyes. Cuando Torres admitió su culpa y Matorras recuperó sus bienes, la Niña dio por concluido el asunto, pero la historia relatada revela que el dictador encargaba misiones difíciles a su hija en las que se entreveraban cuestiones jurídicas con el comportamiento moral de su círculo íntimo. La base ética del régimen rosista se encontraba ya entonces muy deteriorada por el largo ejercicio del poder. [200]
Poco podía hacer Manuela en cuanto a aliviar la suerte de los perseguidos políticos, aunque seguramente muchos le agradecerían que jamás utilizara su influencia para agraviar a alguien. Recibía en su despacho numerosos pedidos de familias unitarias cuyos bienes habían sido confiscados y que pasados ciertos años de purgatorio recuperaban el uso de sus propiedades. Sus intervenciones eran en numerosos casos meramente formales pues no podía torcer decisiones políticas ya tomadas. En ese sentido Celesia ha publicado documentos sobre el caso de un condenado a muerte, preso en Chascomús por haberse mezclado en un motín y por lo cual escribió a Manuela una carta, sin perjuicio de la cual el reo fue fusilado. Tampoco pudo la Niña evitar la muerte de su amiga Camila O'Gorman y del cura Gutiérrez, aunque, según afirma Reyes, estaba dispuesta a impedir “que esos desgraciados fueran fusilados”, y a arrojarse a los pies de su padre para suplicar gracia (tal como había hecho su madre, doña Encarnación, en una oportunidad parecida). La carta en que Antonino urgía a Manuela diciéndole que había recibido la fatídica orden del gobernador con la sentencia de muerte, no llegó a destino. Depositada por el chasque en mano del oficial escribiente de Palermo, éste se la entregó al propio Rosas, el cual la devolvió a Reyes haciéndole fuertes cargos por demorar el cumplimiento de su voluntad. [201]
¿La habilidad de Rosas consistía en aceptar a Manuela como era, esto es, su completa negación, como sostiene Capdevila? [202]¿O, más bien, en utilizarla como elemento indispensable en su esquema de poder para establecer una suerte de instancia extrajudicial para obtener gracia, pero sometida al arbitrio del gobernante absoluto? Entre los opositores al régimen, los más enconados se burlaron de los pedidos de clemencia que corrían por cuenta de la Niña y no vacilaron en trazar cuadros grotescos y hasta incestuosos de las relaciones entre padre e hija allá en la quinta de Palermo.
“Ella era hasta hace pocos años una joven que no se recomendaba por su belleza, pero sí por su recogimiento y dulzura -diría Rivera Indarte- pero el destino le dio un demonio por padre, y la virgen cándida es hoy un marimacho sanguinario que lleva en la frente la mancha de su asquerosa perdición.” En la imaginación desbordada del planfletista cordobés, las injurias hechas por Rosas a su hija iban desde hacerla perder la timidez de su sexo haciéndola cabalgar potros briosos o desnudarse ante los ojos de un pescador, a forzarla a rogar por la vida de un desgraciado entrando en su habitación jineteando sobre uno de sus locos. Había perseguido a los posibles enamorados de la Niña, como el coronel Pueyrredón, y obligado por último a las damas de la sociedad porteña a arrodillarse ante esa mujer manchada por ser más bella, más perfecta y mejor que todas las demás mujeres. [203]
Estos delirios, llegados a oídos extranjeros, mezclados con relatos de viajeros y de los marinos y comerciantes que habían visitado Buenos Aires, inspirarían a más de un novelista interesado por el exotismo de las antiguas colonias españolas. El mismo Capdevila relata la intriga de un folletín publicado en París en 1849 por un tal Alfred Villenueve, ambientado en la capital de la Confederación en 1845. Varios oficiales franceses han bajado a tierra y uno de ellos, paseando por los jardines de Palermo, abiertos al público los domingos, conoce casualmente a Manuela y se enamora de ella perdidamente. Le advierten acerca de los riesgos que corren los que caen vencidos por los encantos de esta tirana del amor pero es inútil, el marino y la Niña viven un romance apasionado bajo los limoneros de Palermo, hasta que la relación se enfría y el oficial comete el error de jactarse de su conquista. Ella lo hará castigar por un espantoso servidor negro, cortándole una oreja que irá a engrosar los doce trofeos similares que guarda en un collar. [204]
Este argumento singular recibía distintos aportes, entre ellos la tradición de cortar la oreja del vencido. El propio Echeverría aseveró que el general Oribe había enviado de regalo a Manuela las dos orejas del coronel Borda, degollado luego del combate de Famaillá (1841) y que “esta señorita las mostraba como cosa muy curiosa, colocadas en un plato sobre el piano del salón”. [205]Pero todas estas fantasías atroces que tenían por centro a la Niña eran consecuencia del uso político que su padre hacía de ella y de una relación que estimulaba la imaginación de cuanto extranjero pasaba por Buenos Aires.
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