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Mario Llosa: La Casa Verde

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Mario Llosa La Casa Verde

La Casa Verde: краткое содержание, описание и аннотация

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La Casa Verde es sin duda una de las más representativas y apasionantes novelas de Mario Vargas Llosa. El relato se desarrolla en tiempos distintos, con enfoques diversos de la realidad, a través del recuerdo o la imaginación, y ensamblados con técnicas narrativas complejas que se liberan a través de una desenvoltura narrativa ágil y precisa. ¿Cuál es el secreto que encierra La casa verde?. La casa verde ocurre en dos lugares muy alejados entre sí, Piura, en el desierto del litoral peruano, y Santa María de Nieva, una factoría y misión religiosa perdida en el corazón de la Amazonía. Símbolo de la historia es la mítica casa de placer que don Anselmo, el forastero, erige en las afueras de Piura. Novela ejemplar en la historia del boom latinoamericano, La casa verde es una experiencia ineludible para todo aquel que quiera conocer en profundidad la obra narrativa de Mario Vargas Llosa. La casa verde (1965) recibió al año siguiente de su publicación el Premio de la Crítica y, en 1967, el Premio Internacional de Literatura Rómulo Gallegos a la mejor novela en lengua española.

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– Nadie me preguntó -dice la Selvática-. ¿No dices que las mujeres tienen que estar con la boca cerrada?

– ¿Y por qué te lo contó a ti? -dice el doctor Zevallos-. Antes, cuando le preguntábamos dónde había nacido, cambiaba de conversación.

– Porque yo también soy selvática -dice ella y lanza una mirada orgullosa a su alrededor-. Porque éramos paisanos.

– Te estás haciendo la burla de nosotros, recogida -dice Lituma.

– Recogida pero bien que te gusta mi plata -dice la Selvática-. ¿Mi plata también te parece recogida?

Los León y Angélica Mercedes sonríen, Lituma ha arrugado la frente, el doctor Zevallos sigue rascándose el cuello con ojos meditabundos.

– No me calientes, chinita -sonríe artificialmente Lituma-. No es día de discusiones.

– Cuidado que se caliente ella, más bien -dice Angélica Mercedes-. Y te deje y tú te mueras de hambre. No te metas con el hombre de la familia, inconquistable.

Los León la festejan, sus caras ya no están de luto sino muy alegres, y Lituma acaba también por reír, doña Angélica, con buen humor, que se fuera cuando quisiera. Si andaba pegada a ellos como una lapa, si le tenía más miedo a Josefino que al diablo. Si lo dejaba a él, ése la mataba.

– ¿Nunca más te habló Anselmo de la selva, muchacha? -dice el doctor Zevallos.

– Era mangache, doctor -asegura el Mono-. Ésta le ha inventado que era su paisano porque está muerto y no puede defenderse, para hacerse la importante.

– Una vez le pregunté si tenía familia allá -dice la Selvática-. Quién sabe, dijo, ya se habrán muerto todos.

Pero otras veces negaba y me decía nací mangache y moriré mangache.

– ¿Ya ve, doctor? -dice José-. Si alguna vez le contó que era su paisano, sería bromeando. Por fin dices la verdad, prima.

– No soy tu prima -dice la Selvática-. Soy una puta y una recogida.

– Que no te oiga el padre García porque le da otra rabieta -dice el doctor Zevallos, un dedo sobre los labios-. ¿Y qué es del otro inconquistable, muchachos? ¿Por qué ya no andan con él?

– Nos peleamos, doctor -dice el Mono-. Le hemos prohibido la entrada a la Mangachería.

– Era un mal tipo, doctor -dice José-. Mala gente. ¿No supo que ha caído en lo más bajo? Hasta estuvo preso por ladrón.

– Pero antes eran inseparables y andaban fregándole la paciencia a todo Piura con él -dice el doctor Zevallos.

– Lo que pasa es que no era mangache -dice el Mono-. Un mal amigo, doctor.

– Hay que ir a contratar un padre -dice Angélica Mercedes-. Para la misa, y también para que venga al velorio y le rece.

Al oírla, los León y Lituma simultáneamente agravan los rostros, fruncen el ceño, asienten.

– Algún padre del Salesiano, doña Angélica- dice el Mono-. ¿Quiere que la acompañe? Hay uno simpático, que juega al fútbol con los churres. El padre Doménico.

– Sabe fútbol pero no sabe español -gruñe afónicamente la bufanda-. El padre Doménico, qué disparate.

– Como usted diga, padre -dice Angélica Mercedes-. Era para tener un velorio como Dios manda ¿ve usted? ¿A quién podríamos llamar, entonces?

El padre García se ha puesto de pie y está acomodándose el sombrero. El doctor Zevallos también se ha levantado.

– Vendré yo -el padre García hace un ademán impaciente-. ¿No ha pedido ese marimacho que yo venga? Para qué tanta habladuría entonces.

– Sí, padrecito -dice la Selvática-. La señora Chunga prefería que viniera usted.

El padre García se aleja hacia la puerta, curvo y oscuro, sin levantar los pies del suelo. El doctor Zevallos saca su cartera.

– No faltaba más, doctor -dice Angélica Mercedes-. Es una invitación mía, por el gusto que me dio trayendo al padre.

– Gracias, comadre -dice el doctor Zevallos-. Pero te dejo esto de todos modos, para los gastos del velorio. Hasta la noche, yo vendré también.

La Selvática y Angélica Mercedes acompañan al doctor Zevallos hasta la puerta, besan la mano del padre García y regresan a la chichería. Tomados del brazo, el padre García y el doctor Zevallos caminan dentro de un terral, bajo un sol animoso, entre piajenos cargados de leña y de tinajas, perros lanudos y churres, quemador, quemador, quemador, de voces incisivas e infatigables. El padre García no se inmuta: arrastra los pies empeñosamente y va con la cabeza colgando sobre el pecho, tosiendo y carraspeando. Al tomar una callecita recta, un poderoso rumor sale a su encuentro y tienen que pegarse contra un tabique de cañas para no ser atropellados por la masa de hombres y mujeres que escolta a un viejo taxi. Una bocina raquítica y desentonada cruza el aire todo el tiempo. De las chozas sale gente que se suma al tumulto, y algunas mujeres lanzan ya exclamaciones y otras elevan al cielo sus dedos en cruz. Un churre se planta frente a ellos sin mirarlos, los ojos vivaces y atolondrados, se murió el arpista, jala la manga al doctor Zevallos, ahí lo traían en el taxi, con su arpa y todo lo traían, y sale disparado, accionando. Por fin, termina de pasar el gentío. El padre García y el doctor Zevallos llegan a la avenida Sánchez Cerro, dando pasitos muy cortos, exhaustos.

– Yo pasaré a buscarlo -dice el doctor Zevallos-. Vendremos juntos al velorio. Trate de dormir unas ocho horas, lo menos.

– Ya sé, ya sé -gruñe el padre García-. No me esté dando consejos todo el tiempo.

Fin

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