– Nadie me preguntó -dice la Selvática-. ¿No dices que las mujeres tienen que estar con la boca cerrada?
– ¿Y por qué te lo contó a ti? -dice el doctor Zevallos-. Antes, cuando le preguntábamos dónde había nacido, cambiaba de conversación.
– Porque yo también soy selvática -dice ella y lanza una mirada orgullosa a su alrededor-. Porque éramos paisanos.
– Te estás haciendo la burla de nosotros, recogida -dice Lituma.
– Recogida pero bien que te gusta mi plata -dice la Selvática-. ¿Mi plata también te parece recogida?
Los León y Angélica Mercedes sonríen, Lituma ha arrugado la frente, el doctor Zevallos sigue rascándose el cuello con ojos meditabundos.
– No me calientes, chinita -sonríe artificialmente Lituma-. No es día de discusiones.
– Cuidado que se caliente ella, más bien -dice Angélica Mercedes-. Y te deje y tú te mueras de hambre. No te metas con el hombre de la familia, inconquistable.
Los León la festejan, sus caras ya no están de luto sino muy alegres, y Lituma acaba también por reír, doña Angélica, con buen humor, que se fuera cuando quisiera. Si andaba pegada a ellos como una lapa, si le tenía más miedo a Josefino que al diablo. Si lo dejaba a él, ése la mataba.
– ¿Nunca más te habló Anselmo de la selva, muchacha? -dice el doctor Zevallos.
– Era mangache, doctor -asegura el Mono-. Ésta le ha inventado que era su paisano porque está muerto y no puede defenderse, para hacerse la importante.
– Una vez le pregunté si tenía familia allá -dice la Selvática-. Quién sabe, dijo, ya se habrán muerto todos.
Pero otras veces negaba y me decía nací mangache y moriré mangache.
– ¿Ya ve, doctor? -dice José-. Si alguna vez le contó que era su paisano, sería bromeando. Por fin dices la verdad, prima.
– No soy tu prima -dice la Selvática-. Soy una puta y una recogida.
– Que no te oiga el padre García porque le da otra rabieta -dice el doctor Zevallos, un dedo sobre los labios-. ¿Y qué es del otro inconquistable, muchachos? ¿Por qué ya no andan con él?
– Nos peleamos, doctor -dice el Mono-. Le hemos prohibido la entrada a la Mangachería.
– Era un mal tipo, doctor -dice José-. Mala gente. ¿No supo que ha caído en lo más bajo? Hasta estuvo preso por ladrón.
– Pero antes eran inseparables y andaban fregándole la paciencia a todo Piura con él -dice el doctor Zevallos.
– Lo que pasa es que no era mangache -dice el Mono-. Un mal amigo, doctor.
– Hay que ir a contratar un padre -dice Angélica Mercedes-. Para la misa, y también para que venga al velorio y le rece.
Al oírla, los León y Lituma simultáneamente agravan los rostros, fruncen el ceño, asienten.
– Algún padre del Salesiano, doña Angélica- dice el Mono-. ¿Quiere que la acompañe? Hay uno simpático, que juega al fútbol con los churres. El padre Doménico.
– Sabe fútbol pero no sabe español -gruñe afónicamente la bufanda-. El padre Doménico, qué disparate.
– Como usted diga, padre -dice Angélica Mercedes-. Era para tener un velorio como Dios manda ¿ve usted? ¿A quién podríamos llamar, entonces?
El padre García se ha puesto de pie y está acomodándose el sombrero. El doctor Zevallos también se ha levantado.
– Vendré yo -el padre García hace un ademán impaciente-. ¿No ha pedido ese marimacho que yo venga? Para qué tanta habladuría entonces.
– Sí, padrecito -dice la Selvática-. La señora Chunga prefería que viniera usted.
El padre García se aleja hacia la puerta, curvo y oscuro, sin levantar los pies del suelo. El doctor Zevallos saca su cartera.
– No faltaba más, doctor -dice Angélica Mercedes-. Es una invitación mía, por el gusto que me dio trayendo al padre.
– Gracias, comadre -dice el doctor Zevallos-. Pero te dejo esto de todos modos, para los gastos del velorio. Hasta la noche, yo vendré también.
La Selvática y Angélica Mercedes acompañan al doctor Zevallos hasta la puerta, besan la mano del padre García y regresan a la chichería. Tomados del brazo, el padre García y el doctor Zevallos caminan dentro de un terral, bajo un sol animoso, entre piajenos cargados de leña y de tinajas, perros lanudos y churres, quemador, quemador, quemador, de voces incisivas e infatigables. El padre García no se inmuta: arrastra los pies empeñosamente y va con la cabeza colgando sobre el pecho, tosiendo y carraspeando. Al tomar una callecita recta, un poderoso rumor sale a su encuentro y tienen que pegarse contra un tabique de cañas para no ser atropellados por la masa de hombres y mujeres que escolta a un viejo taxi. Una bocina raquítica y desentonada cruza el aire todo el tiempo. De las chozas sale gente que se suma al tumulto, y algunas mujeres lanzan ya exclamaciones y otras elevan al cielo sus dedos en cruz. Un churre se planta frente a ellos sin mirarlos, los ojos vivaces y atolondrados, se murió el arpista, jala la manga al doctor Zevallos, ahí lo traían en el taxi, con su arpa y todo lo traían, y sale disparado, accionando. Por fin, termina de pasar el gentío. El padre García y el doctor Zevallos llegan a la avenida Sánchez Cerro, dando pasitos muy cortos, exhaustos.
– Yo pasaré a buscarlo -dice el doctor Zevallos-. Vendremos juntos al velorio. Trate de dormir unas ocho horas, lo menos.
– Ya sé, ya sé -gruñe el padre García-. No me esté dando consejos todo el tiempo.
Fin