Luego callaron y así estuvieron mucho rato. La Chunga se levantaba de cuando en cuando, iba al mostrador y traía cervezas y copitas de pisco. El cuchicheo de las habitantas estaba siempre ahí, a veces áspero y nervioso, a veces solapado y casi inaudible. Y, de pronto, todos se levantaron otra vez y corrieron hacia la escalera que el padre García descendía, sin sombrero y sin bufanda, penosamente, haciendo señas con la mano al doctor Zevallos. Éste subió las gradas prendido del pasamanos, se perdió en el corredor, padre, qué había pasado, muchas preguntas brotaron a la vez, y como si el ruido los hubiera asustado, todos callaron al mismo tiempo: el padre García murmuraba algo, atorado. Sus dientes castañeteaban muy fuerte y su mirada errabunda no se detenía en ningún rostro. El Joven y el Bolas estaban abrazados y, uno de ellos, sollozaba. Poco después, las habitantas empezaron a frotarse los ojos, a gemir, a lamentarse en alta voz, a echarse unas en brazos de otras y sólo la Chunga y la Selvática sostenían al padre García, que temblaba y giraba los ojos de una manera tenaz y atormentada. Entre las dos lo arrastraron hasta una silla y él, inerte, se dejaba acomodar, sobar la frente y bebía sin rebelarse la copa de pisco que la Chunga le vaciaba en la boca. Su cuerpo temblaba siempre, pero sus ojos se habían serenado y estaban fijos en el vacío, rodeados de grandes ojeras oscuras. Poco después apareció en la escalera el doctor Zevallos. Bajó sin prisa, cabizbajo, frotándose lentamente el cuello.
– Ha muerto en paz con Dios -dijo-. Eso es lo que importa ahora.
Las sombras de las mesas del fondo también se habían calmado y el cuchicheo renacía, tímido aún, dolido. Los dos músicos, abrazados, lloraban, el Bolas muy fuerte, el joven sin ruido y estremeciendo los hombros. El doctor Zevallos se sentó, una expresión melancólica cruzó su cara obesa, padre: ¿había llegado a hablar con él? El padre García negó con la cabeza. La Selvática le acariciaba la frente y él, muy encogido en el asiento, hacía esfuerzos por hablar, no lo había reconocido, y un silbido ronco brotaba de su boca y, una vez más, su mirada reanudó la extraviada, incesante exploración del contorno: todo el tiempo La Estrella del Norte, lo único que se entendía. Su voz, ahogada por el llanto del Bolas, se oía apenas.
– Era un hotel que había aquí cuando yo era joven -dijo el doctor Zevallos, con cierta nostalgia, a la Chunga, pero ella no lo escuchaba-. En la plaza de Armas, donde está ahora el Hotel de Turistas.
– Te pasas todo el tiempo durmiendo, apenas aprovechas el viaje -dice Lalita-. Y ahora te vas a perder la llegada.
Ella está acodada en la borda y Huambachano, en el suelo, la espalda contra unos cabos enrollados, abre los ojos saltones, ojalá fuera durmiendo, su voz suena débil y enferma, cerraba los ojos para no vomitar más, Lalita: ya había botado todo lo que tenía, pero le seguían las ganas. Era culpa de ella, él quería quedarse en Santa María de Nieva. Medio cuerpo fuera de la borda, Lalita devora con los ojos el horizonte de techos rojizos, las fachadas blancas, las altas palmeras que erizan la ciudad y las siluetas, muy precisas ya, moviéndose por el muelle. La gente de cubierta se afana por ganar un puesto junto a la borda.
– Pesado, no seas flojo, te vas a perder lo mejor -dice Lalita-. Mira mi tierra, Pesado, qué grande, qué linda. Ayúdame a buscar al Aquilino.
El rostro abatido de Huambachano esboza un simulacro de sonrisa, su cuerpo rechoncho se contorsiona y se incorpora al fin, trabajosamente. Un activo trajín gana la cubierta; los pasajeros revisan sus bultos, se los echan al hombro y, contagiados por la excitación, los chanchos gruñen, las gallinas cacarean y aletean frenéticas y los perros van y vienen, ladrando, las orejas tiesas, los rabos vibrantes. Una sirena perfora el aire, el humo negro de la chimenea se espesa y llueven partículas de carbón sobre la gente. Ya han entrado al puerto, avanzan por un archipiélago de lanchas a motor, balsas cargadas de plátanos, canoas, Pesado, ¿lo veía?, que se fijara bien, ahí tenía que estar, pero el Pesado se descomponía otra vez: suerte maldita. Tiene un acceso de arcadas pero no vomita, se contenta con escupir rabiosamente. Su rostro grasiento está contrito y violáceo, sus ojos han enrojecido mucho. Desde el puente de mando, un hombrecillo da órdenes a gritos, gesticulando, y dos marineros descalzos, el torso desnudo, encaramados en la proa, lanzan los cabos hacia el muelle.
– Todo lo malogras, Pesado -dice Lalita, sin dejar de observar el puerto-. Vuelvo a Iquitos después de tanto y tú te enfermas.
En el vaivén de las aguas aceitosas, se mecen latas, cajas, periódicos, desperdicios. Están rodeados de lanchas, algunas recién pintadas y con banderines en los mástiles, de botes, balsas, boyas y barcazas. En el muelle, junto a la pasarela de tablones, una pequeña turba amorfa de cargadores ruge y chilla en dirección a los pasajeros, dicen sus nombres, se golpean los pechos, todos tratan de ocupar el primer lugar frente a la pasarela. Detrás de ellos hay una alambrada y unos cobertizos de madera entre los cuales se apiña la gente que aguarda a los viajeros: ahí estaba, Pesado, el del sombrero. Qué grande, qué buen mozo, que le hiciera adiós, y Huambachano abre los ojos vidriosos, que lo saludara, Pesado, alza la mano y la agita, flojamente. La embarcación está quieta y los dos marineros saltan al muelle, manipulan los cabos, los sujetan a unos podios. Ahora los cargadores aúllan, brincan y con muecas y disfuerzos tratan de ganar la atención de los pasajeros. Un hombre de uniforme azul y gorra blanca pasea indiferente frente a los tablones. Detrás de la alambrada, la gente agita las manos, ríe y, en medio del bullicio, a intervalos regulares, resuena la estridente sirena: ¡Aquilino! ¡Aquilino! ¡Aquilino! Los colores vuelven al rostro de Huambachano y su sonrisa es ahora más natural, menos patética. Se abre paso entre las mujeres cargadas de atados, arrastrando una maleta hinchada y una bolsa.
– Ha engordado ¿ves? -dice Lalita-. Y cómo se ha puesto para recibirnos, Pesado. Di algo, no seas malagradecido, acaso no te das cuenta de todo lo que hace por nosotros.
– Sí, está gordo y se puso camisa blanca -dice, mecánicamente, Huambachano-. Ya era hora, no estoy hecho para el agua. Mi cuerpo no se acostumbra, he venido padeciendo todo el viaje.
El hombre del uniforme azul recibe los billetes y, a cada pasajero, con un amistoso empellón lo libra a los simiescos, desesperados cargadores que se abalanzan sobre él, le arrebatan los animales y los paquetes, suplicándole, increpándolo si se resiste a soltar su equipaje. Son una decena apenas, pero parecen cien por el ruido que hacen; sucios, greñudos, esqueléticos, sólo llevan pantalones cubiertos de remiendos y, uno que otro, camisetas en hilachas. Huambachano los aparta a empujones, patrón, lo que él quisiera, fuera, y ellos vuelven a la carga, so carajos, cinco reales, patrón y él fuera, paso. Los deja atrás y llega a la barrera, tambaleándose. Aquilino le sale al encuentro y se abrazan.
– Te has dejado bigote -dice Huambachano-, te has echado brillantina. Cómo has cambiado, Aquilino.
– Aquí no es como allá, hay que estar bien vestido -sonríe Aquilino-. ¿Qué tal el viaje? Estoy esperándolos desde esta mañana.
– Tu madre hizo un buen viaje, estuvo contenta -dice Huambachano-. Pero yo me mareé mucho, me la pasé vomitando. Tantos años sin subir a un barco.
– Eso se cura con trago -dice Aquilino-. Qué hace mi madre, por qué se ha quedado ahí.
Maciza, los largos cabellos entrecanos sueltos a la espalda, Lalita está rodeada de cargadores. Se ha inclinado hacia uno de ellos, sus labios se mueven, y lo observa muy de cerca, con una curiosidad casi agresiva: esos mierdas, ¿no veían que estaba sin maleta? Qué querían, ¿cargarla a ella? Aquilino se ríe, saca una cajetilla de Inca, ofrece un cigarrillo a Huambachano y se lo enciende. Ahora Lalita ha puesto una de sus manos en el hombro del cargador y le habla con vivacidad; él escucha en actitud reservada, niega con la cabeza y, después de un momento, se retira y se mezcla con los otros, comienza a brincar, a chillar, a corretear tras los viajeros. Lalita viene hacia la alambrada, muy ligera, con los brazos abiertos. Mientras ella y Aquilino se abrazan, Huambachano fuma y su rostro, entre las volutas de humo, aparece ya repuesto y plácido.
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