Mario Llosa - La Casa Verde

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La Casa Verde es sin duda una de las más representativas y apasionantes novelas de Mario Vargas Llosa. El relato se desarrolla en tiempos distintos, con enfoques diversos de la realidad, a través del recuerdo o la imaginación, y ensamblados con técnicas narrativas complejas que se liberan a través de una desenvoltura narrativa ágil y precisa.
¿Cuál es el secreto que encierra La casa verde?. La casa verde ocurre en dos lugares muy alejados entre sí, Piura, en el desierto del litoral peruano, y Santa María de Nieva, una factoría y misión religiosa perdida en el corazón de la Amazonía. Símbolo de la historia es la mítica casa de placer que don Anselmo, el forastero, erige en las afueras de Piura. Novela ejemplar en la historia del boom latinoamericano, La casa verde es una experiencia ineludible para todo aquel que quiera conocer en profundidad la obra narrativa de Mario Vargas Llosa. La casa verde (1965) recibió al año siguiente de su publicación el Premio de la Crítica y, en 1967, el Premio Internacional de Literatura Rómulo Gallegos a la mejor novela en lengua española.

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Reátegui da unos pasos hacia la Gobernación, pero al pasar ante las capironas se detiene y vuelve a mirar. Sus dos manos prolongan la visera del casco y aun así los rayos agresivos hincan sus ojos. Sólo se divisa su boca, ¿está desmayado?, que parece abierta, ¿lo ve a él?, ¿va a gritar piruanos otra vez?, ¿va a insultar de nuevo al cabo? No, no grita nada, a lo mejor tampoco tiene la boca abierta. La posición en que se halla ha sumido su estómago y alargado su cuerpo, se diría un hombre delgado y alto, no el pagano fortachón y ventrudo que es. Algo extraño transpira de él, así como está, quieto y aéreo, convertido por el sol en una esbelta forma incandescente. Reátegui sigue andando, entra a la Gobernación, el humo espesa la atmósfera, tose, estrecha algunas manos, abraza y lo abrazan. Se oyen bromas y risas, alguien pone en sus manos un vaso de cerveza. Lo bebe de un trago y se sienta. A su alrededor hay diálogos, cristianos que transpiran, don Julio, les iba a hacer falta, lo iban a extrañar. Él también, mucho, pero ya era tiempo que volviera a ocuparse de sus cosas, tenía descuidado todo, las plantaciones, el aserradero, el hotelito de Iquitos. Aquí había perdido plata, amigos, y también envejecido. No le gustaba la política, su elemento era el trabajo. Manos solícitas llenan su vaso, lo palmean, reciben su casco, don Julio, toda la gente había venido a festejarlo, hasta los que vivían al otro lado del pongo. Estaba cansado. Arévalo, dos noches que no dormía y le dolían los huesos. Se seca la frente, el cuello, las mejillas. A ratos, Manuel Águila y Pedro Escabino se apartan y, entre los cuerpos, aparece la rejilla metálica de la ventana, a lo lejos las capironas de la plaza. ¿Están allí los curiosos todavía o ya los ahuyentó el calor? No se divisa a Jum, su cuerpo terroso se ha disuelto en chorros de luz o se confunde con la cobriza corteza de los troncos, amigos: que no se les muriera. Para que fuera un buen escarmiento, el pagano tenía que regresar a Urakusa y contar a los otros lo que había pasado. No se moriría, don julio, hasta le haría bien asolearse un poco: ¿Manuel Águila? Que no dejara de pagarle la mercadería, don Pedro, que no se dijera que hubo abusos, sólo habían puesto las cosas en su sitio. Por supuesto, don julio, les pagaría la diferencia a esos zamarros, Escabino lo único que pedía era hacer comercio con ellos, como antes. ¿Seguro que el tal don Fabio Cuesta era hombre de confianza, don Julio?: ¿Arévalo Benzas? Si no fuera, no lo habría hecho nombrar. Hacía años que trabajaba con él, Arévalo. Un hombre un poco apático, pero leal y servicial como pocos, se llevarían bien con don Fabio, les aseguraba. Ojalá que no hubiera más líos, era terrible el tiempo que se perdía, y Julio Reátegui estaba ya mejor, amigos: cuando entró se sintió como mareado. ¿No sería hambre, don Julio? Mejor ir a almorzar de una vez, el capitán Quiroga los estaba esperando. Y, a propósito, ¿qué tal gente ese capitán, don Julio? Tenía sus debilidades, como cualquier ser humano, don Pedro: pero, en general, buena gente.

– Más de un año que no has venido -grita Fushía.

– No te entiendo -dice Aquilino, una mano en la oreja, como una bocina; sus ojos vagan sobre las copas entreveradas de las chontas y de las capanahuas o, furtivos y temerosos, aguaitan las cabañas asomadas tras una valla de helechos, al fondo del sendero-. ¿Qué dices, Fushía?

– Más de un año -grita Fushía-. Más de un año que no has venido, Aquilino.

Esta vez el viejo asiente y sus ojos, velados por legañas, se posan en Fushía, un instante. Luego, vuelven a errar por el agua fangosa de la orilla, los árboles, los meandros del sendero, el boscaje: no haría tanto, hombre, sólo unos meses. De las cabañas no viene ruido alguno y todo parece desierto pero él no se fiaba, Fushía, ¿y si se aparecían, como esa vez, aullantes, calatos, y cubrían el sendero, y corrían hacia él y tenía que lanzarse al agua? ¿Seguro que no vendrían, Fushía?

– Un año y una semana -dice Fushía-. Cuento todos los días. Ahora que te vayas comenzaré a contar, lo primero que hago cada mañana son las rayitas. Al principio no podía, ahora manejo el pie como una mano, agarro el palito con dos dedos. ¿Quieres ver, Aquilino?

El pie sano avanza, raspa la arena, escarba un montoncito de piedras, los dos dedos intactos se separan como la tenaza de un alacrán, se cierran sobre un trocito de roca, se elevan, el pie se mueve veloz, roza la arena, se retira y queda una rayita recta y minúscula que el viento rellena en pocos segundos.

– ¿Para qué haces esas cosas, Fushía? -dice Aquilino.

– ¿Viste, viejo? -dice Fushía-. Así todos los días, rayas chiquitas, cada vez más chiquitas para que entren en la pared que me toca, las de este año son montones, como veinte filas de rayitas. Y cuando vienes le doy mi comida al enfermero y él echa cal y las borra y yo puedo marcar de nuevo los días que faltan. Esta noche le daré mi comida y mañana él echará cal.

– Sí, sí -la mano del viejo pide a Fushía que se calme-, como tú digas, hace un año, bueno, no te pongas nervioso, no grites. No pude venir antes, ya no es fácil para mí estar viajando, me quedo dormido, los brazos no me dan. ¿No ves que los años pasan? No quiero morirme en el agua, el río está bien para vivir, no para morir, Fushía. ¿Por qué chillas así todo el tiempo, no te duele la garganta?

Fushía da un salto, se coloca frente a Aquilino, pone su rostro bajo la cara del viejo y éste retrocede haciendo muecas, pero Fushía gruñe y brinca hasta que Aquilino lo mira: ya, ya había visto, hombre. El viejo se tapa la nariz y Fushía vuelve a su sitio. Por eso no le entendía lo que hablaba, Fushía; ¿podía comer así, con la boca vacía? ¿No le hacían falta los dientes, no se atoraba? Fushía niega con la cabeza, varias veces.

– La monja me lo moja todo -grita-. El pan, las frutas, todo en el agua hasta que se ablanda y se deshace, entonces puedo pasarlo. Sólo para hablar es jodido, la voz no sale.

– No te enojes si me tapo -Aquilino oprime las ventanillas de su nariz con dos dedos y su voz suena gangosa-. Me mareo con el olor, me da vueltas la cabeza. La última vez me llevé el olor, Fushía, me daba vómitos en la noche. Si hubiera sabido que tanto te cuesta comer, no te habría traído galletas. Te van a raspar las encías. La próxima vez te traeré cervecitas, unas colas. Ojalá me acuerde porque, fíjate, mi cabeza no está bien, las cosas se me olvidan, todo se va. Ya estoy viejo, hombre.

– Y eso que ahora no hay sol -dice Fushía-. Cuando hay y salimos a la playita, hasta las monjas y el doctor se tapan, dicen que apesta mucho. Yo no siento nada, ya me acostumbré. ¿Sabes qué es?

– No grites tanto -Aquilino mira las nubes: gruesos rollos grisáceos y manchitas blancas salpicadas aquí y allá ocultan el cielo, una luz plomiza desciende lentamente sobre los árboles-. Creo que va a llover, pero aunque llueva tengo que irme. No voy a dormir aquí, Fushía.

– ¿Te acuerdas de esas flores que había en la isla? -Fushía brinca en el sitio, como un monito lampiño y colorado-. Esas amarillas que se abren con el sol y se cierran al oscurecer, ésas que los huambisas decían son espíritus. ¿Te acuerdas?

– Me voy aunque llueva a torrentes -dice Aquilino-. No dormiré aquí.

– Así, igualito que esas flores -grita Fushía-. Se abren con el sol y sale baba, eso es lo que apesta Aquilino. Pero hace bien, ya no pica, uno se siente mejor. Nos ponemos contentos y no nos peleamos.

– No grites tanto, Fushía -dice Aquilino-. Mira cómo se ha nublado el cielo, y está corriendo tanto viento. La monja dijo que eso te hace daño, tienes que regresar a tu cabaña. Y yo me voy de una vez, mejor.

– Pero nosotros no sentimos ni con el sol ni cuando está nublado -grita Fushía-, nunca sentimos nada. Olemos lo mismo todo el tiempo y ya no parece que apestara, sino que así fuera el olor de la vida. ¿Me entiendes, viejo?

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