Iain Banks - El puente

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El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa?
Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición.
Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás.
Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Me acerca el pañuelo. Sus ojos expresan una especie de curiosidad. Echo un vistazo al pañuelo y lo guardo en mi bolsillo. La señorita Arrol sonríe, pero no a mí, sino a ella misma. Me da la impresión de que me he perdido algo.

—Gracias —le digo.

—Podría llevarme el caballete, señor Orr. Lo dejé por aquí la semana pasada. —Cruzamos varias vías hasta llegar a un pequeño cobertizo cercano al centro de la gran plataforma de raíles. A nuestro alrededor, varios vagones ensamblados y sueltos se desplazan lentamente hacia delante y hacia atrás. En otras zonas, trenes enteros se hunden en la plataforma de rodaje mediante inmensas poleas que los conducen a los talleres situados bajo las vías.

—¿Qué opina sobre los extraños globos, señor Orr? —me pregunta, mientras nos dirigimos a buscar el caballete.

—Supongo que están ahí para impedir el paso de aviones, aunque solo están a un lado del puente. No sé, la verdad.

—Parece que nadie lo sabe —apunta la señorita Arrol, pensativa—. Posiblemente se trate de otro follón administrativo — suspira—. Ni siquiera mi padre tiene noticias y, por regla general, suele estar bien informado.

Una vez en el pequeño cobertizo, toma el caballete que transporto y lo saca acto seguido hasta el lugar que ha elegido para bosquejar su obra de arte. Se coloca con decisión sobre uno de los pesados montacargas, instala el caballete, abre su taburete plegable y extrae de su cartera unas botellas pequeñas de pintura y una selección de pinceles, carboncillos y lápices. Observa la escena con ojo crítico y elige un carboncillo largo.

—¿Alguna secuela de nuestro pequeño accidente del otro día, señor Orr? —inquiere mientras traza una línea sobre el papel.

—Solo cierto nerviosismo condicionado a las bocinas de los talones de los taxistas, nada más.

—Un síntoma temporal, estoy segura —afirma, mirándome con una sonrisa extrañamente encantadora, antes de volver a su obra—. Estábamos hablando de viajes antes de la precipitada interrupción, ¿no es así?

—Sí. Iba a preguntarle cuál es la mayor distancia que ha recorrido desde esta zona.

Abberlaine Arrol añade unos círculos pequeños y varios arcos a su cuadro.

—Hasta la Universidad, supongo—responde, pintando rápidamente unas líneas de intersección sobre el papel—. Estaba a unas... ciento cincuenta... o doscientas secciones de aquí, en dirección hacia la Ciudad.

—¿Y pudo ver tierra firme desde allí?

—¡Tierra firme! —exclama mirándome fijamente—. Señor Orr, creo que apunta usted muy alto. No, no pude ver tierra de ningún tipo, exceptuando las islas de siempre.

—¿Cree entonces que no existe la Ciudad, ni tampoco el Reino?

—Bueno, supongo que existen en algún lugar. —Traza más líneas en el cuadro.

—¿Nunca ha querido verlos?

—Sí, hasta que dejé de querer trabajar como conductora de trenes. —Empieza a sombrear algunas zonas del bosquejo. Ya se puede apreciar una sucesión de «X» abombadas y también un indicio de cumbres envueltas en nubes. Dibuja rápidamente. En su nuca pálida y esbelta caen dos negros mechones de su cabello rizado en forma de espirales caprichosas que se asemejan a los trazos de una escritura ilegible—. ¿Sabe? Una vez conocí a un ingeniero, un alto cargo, que creía que en realidad no vivíamos en un puente, sino en una gran roca situada en el centro de un desierto infranqueable.

—Mmm... —empiezo, sin saber cómo tomármelo—. Tal vez sea algo diferente para cada uno de nosotros. ¿Usted qué ve?

—Lo mismo que usted —asegura, volviéndose un segundo hacia mí—. Un puente muy grande. ¿Qué piensa que estoy dibujando, si no? —Prosigue con su obra de arte.

—Poco menos que unos trazos —le digo, sonriendo.

Se echa a reír.

—Y usted, señor Orr, ¿qué es lo que ve?

—Mis propias conclusiones. —Con esta afirmación, me he ganado una de sus mejores sonrisas. Vuelve un momento al cuadro y mira distraídamente hacia arriba durante unos segundos.

—¿Sabe lo que más echo de menos de la universidad? — pregunta.

—¿El qué?

—Poder ver con claridad las estrellas —afirma con cierta nostalgia—. Aquí hay demasiada luz como para verlas con nitidez, a menos que sea desde el mar. Pero la universidad estaba entre secciones agrícolas, y por la noche, estaba todo muy oscuro.

—¿Secciones agrícolas?

—Ya sabe —responde Abberlaine Arrol, apartándose de su cuadro para examinarlo con perspectiva—. Lugares donde se cultivan alimentos.

—Sí, sí. Ya sé. No se me había ocurrido que podían destinarse otras secciones del puente a la agricultura. No debe de resultar difícil, supongo. Imagino que utilizarán cortavientos o incluso espejos para cultivar en distintos niveles, y seguramente el agua será el mejor medio de crecimiento en perjuicio de la tierra; pero sí, supongo que es posible.

Entonces, tal vez el puente sea plenamente autosuficiente en lo que a alimentación se refiere. Mi idea de una longitud limitada, inspirada por el transporte ferroviario de mercancías frescas, es ahora más que irrelevante. El puente puede medir lo que le dé la gana.

Abberlaine Arrol enciende un cigarrillo y golpea repetidamente con una de sus botas la plataforma metálica. Se vuelve a mirarme, cruzando los brazos bajo el contorno de sus pechos; su falda, visiblemente cara, ondea al viento. Entre el olor del humo que espira se esconde una nota de perfume fresco.

—Y bien, señor Orr, ¿qué le parece?

Estudio con atención el cuadro terminado.

En él se aprecia una visión subjetiva de la amplia superficie de la estación de maniobras. Las líneas y las vías parecen plantas trepadoras en suelo de una selva. Los trenes son grotescos y enrevesados, como gusanos gigantes o troncos de árboles caídos. Encima de estos, las vigas y los tubos se transforman en ramas que desaparecen entre el humo que se eleva desde el suelo de esta gigantesca jungla endiablada. Una locomotora se ha convertido en un monstruo erguido, un enorme lagarto que ruge con furia. La silueta de un hombre minúsculo huye del animal, con el rostro desencajado por el pánico.

—Imaginativo —concluyo, tras meditarlo durante unos segundos. Ella suelta una risita.

—No le gusta.

—Puede que mis gustos sean demasiado literales. Pero la calidad del trazo es impresionante.

—Eso ya lo sé —afirma la señorita Arrol. Su voz es aguda, pero su rostro denota cierta decepción. Ojalá me hubiera gustado más su cuadro.

Qué capacidad expresiva tienen los ojos verdes de la señorita Abberlaine Arrol. Ahora me miran con un aire casi compasivo. Creo que esta joven mujer me gusta mucho.

—Lo he hecho pensando en usted —admite mientras saca un trapo de su cartera y empieza a limpiarse las manos.

—¿De verdad? —me siento realmente halagado—. Es muy amable por su parte. Muchas gracias.

Descuelga el cuadro del caballete y lo enrolla.

—Tiene mi permiso para hacer lo que le venga en gana con él — me dice con cierta ironía—. Un avión de papel, si quiere.

—Puede estar segura de que no lo haré —prometo mientras me lo alarga. Me siento como si acabasen de entregarme un diploma—. Lo enmarcaré y lo colgaré en mi apartamento. Ahora que sé que era para mí, me gusta mucho más.

Los mutis de Abberlaine Arrol son de lo más divertido. En esta ocasión, la recoge una dresina de ingenieros, un pintoresco vagón con paneles y cristales repleto de instrumentos complicados aunque arcaicos, como unas balanzas de latón brillante. El vehículo chirría y traquetea hasta detenerse por completo, una puerta acordeón se abre y un joven guarda saluda a la señorita Arrol, que se dispone a tomar el vehículo para ir a comer con su padre. Me quedo con el caballete para volver a guardarlo en el pequeño cobertizo. De su cartera sobresalen varias láminas enrolladas, los dibujos que le habían encargado y que la habían mantenido ocupada (mientras hablaba conmigo) desde que terminó mi cuadro. Pone un pie sobre la plataforma de entrada a la dresina y me extiende la mano.

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