Iain Banks - El puente

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El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa?
Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición.
Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás.
Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Tenía que pasar aquel verano en el oeste, trabajando para el Departamento de Limpieza Urbana, ocupado en barrer las hojas secas y las mierdas de perro de las calles. Andrea se marchó al extranjero, primero con su familia a una villa en Creta y después a visitar a unos amigos en París. Pero, a principios del curso siguiente —para sorpresa de él— retomaron su relación prácticamente donde la habían dejado.

Decidió abandonar Geología, mientras todos los demás estudiaban Literatura Inglesa o Sociología (o, al menos, esa era la impresión que él tenía), para dedicarse a algo realmente útil. Empezó un curso de Diseño de Ingeniería. Algunos de los amigos de Andrea intentaron persuadirle de matricularse en Literatura, ya que aparentemente sabía bastante sobre el tema (había aprendido a hablar de ella, pero no a disfrutarla), y porque escribía poesía. Era culpa de Andrea que todos lo supieran; él nunca había querido que le publicasen nada, pero ella encontró unos poemas en su habitación y se los mandó a un amigo que editaba una revista llamada Radical Road. Él se había sentido mitad avergonzado y mitad halagado cuando ella lo sorprendió con el ejemplar de la revista, que blandió triunfalmente frente a él, como un regalo. No; él estaba completamente decidido a hacer algo que pudiese resultar realmente útil para el mundo. Los amigos de Andrea podían burlarse lo que quisieran, pero él lo tenía clarísimo. Su amistad con Stewart Mackie continuó; en cambio, perdió el contacto con el resto de los Roqueros.

Algunos fines de semana, Andrea y él se marchaban a la segunda residencia de los padres de ella en Gullane, emplazada en las dunas de la bahía de la costa este. La casa era grande y espaciosa, y se encontraba cerca del campo de golf, orientada hacia las aguas azul grisáceo de la alejada costa de Fife. Permanecían allí todo el fin de semana y paseaban por la playa o por las dunas sobre las que, en ocasiones, hacían el amor, inmersos en su paz y tranquilidad.

A veces, cuando el día era excepcionalmente bueno y claro, caminaban directamente hasta el final de la playa y escalaban la duna más alta, porque él estaba convencido de que, desde su cima, podrían ver los tres picos del famoso Forth Bridge, que le había impresionado profundamente cuando era un niño y que tenía el mismo color —le decía siempre a ella— de sus cabellos.

Pero, por muy claro que fuese el día, nunca llegaron a verlo.

Ella se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, después de tomar un baño. Se cepilló la larga melena pelirroja. El kimono azul que llevaba reflejaba la luz del fuego, y su rostro, sus piernas y sus brazos brillaban con un tono anaranjado a juego con el de las llamas. Él estaba junto a la ventana, mirando la nebulosa noche, con las manos parapetadas a los lados de la cara y la nariz pegada al gélido cristal. Ella le preguntó:

—¿Qué opinas?

Él permaneció en silencio durante un instante, tras lo cual se apartó de la ventana y corrió las cortinas de terciopelo marrón. Se volvió hacia ella, encogiéndose de hombros.

—La niebla es muy densa. Podríamos ir, pero no sé si es buena idea conducir. ¿Y si nos quedamos?

Ella continuó cepillándose el pelo lentamente, ladeando la cabeza para dejar colgar su melena a un lado y poder peinarla con mimo y paciencia. Él casi podía escuchar sus pensamientos. Era domingo por la noche, y debían dejar la casa de la costa para regresar a la ciudad. Aquella mañana, al despertarse, la niebla era muy espesa y llevaban todo el día esperando a que se disipase, pero hora tras hora, el tiempo no hizo sino empeorar. Ella había hablado con sus padres y, por lo visto, en la ciudad también había grandes bancos de niebla, lo mismo que en toda la costa este, según el centro de meteorología, con lo que la situación no iba a mejorar fuera de Gullane. El trayecto tenía poco más de treinta kilómetros, pero eso era un largo camino entre semejante masa de niebla. Ella odiaba conducir con mal tiempo (y él había obtenido el permiso de conducir seis meses antes, y le encantaba la velocidad). Dos de sus amigos habían sufrido accidentes de circulación aquel año. Todo había quedado en un susto, pero aun así... Él sabía que ella era supersticiosa y creía en aquello de «no hay dos sin tres». Ella no quería regresar, pese a tener tutoría a la mañana siguiente.

Las llamas crepitaban en los troncos de la chimenea.

—De acuerdo —concluyó, asintiendo lentamente—. Aunque no sé si nos queda mucha comida...

—A la mierda la comida, ¿tenemos hierba? —preguntó él mientras se sentaba junto a ella, le acariciaba el pelo y esbozaba una gran sonrisa. Ella le golpeó en la cabeza con el cepillo.

—Adicto.

Él emitió una especie de maullido y se enroscó en el suelo, frotando la cabeza contra ella. Seguidamente, dado el nulo efecto de la maniobra —ella seguía cepillándose el pelo tranquilamente—, se volvió a sentar y se apoyó en el armario. Desvió la mirada hacia el viejo tocadiscos.

—¿Quieres que vuelva a poner Wheels of Fire ?

—No... —respondió ella negando con la cabeza.

¿ Electric Ladyland ?—sugirió.

—Pon algo... antiguo —decidió ella mientras observaba el reflejo de las llamas en los pliegues de las cortinas.

—¿Antiguo? —dijo él, fingiendo indignación.

—Sí. ¿Tenemos aquí Bringing It All Back Home ?

—Ah, Dylan —respondió mientras se frotaba sus largos cabellos—. No creo que lo tengamos, pero voy a mirarlo. —Habían llevado una maleta llena de discos—. Mmm... no, no está aquí. Escoge otra opción.

—No. Elige tú. Algo antiguo. Hoy me siento nostálgica. Pon algo de los buenos tiempos —pidió entre risas.

—Estos son los buenos tiempos —apuntó él.

—No es lo que decías cuando Praga ardió y París no —repuso ella.

—Sí, ya lo sé —dijo él, suspirando mientras buscaba entre los discos.

—En realidad —añadió ella—, no es lo que decías cuando el señor Nixon salió elegido, o cuando el alcalde Daly...

—Vale, vale, de acuerdo. Venga, ¿qué quieres escuchar?

—Ay, pon Ladyland otra vez —aceptó con un suspiro de resignación. Él puso el disco en el tocadiscos—. ¿Quieres salir a cenar? —propuso.

Lo cierto es que no estaba seguro. No quería alejarse de la intimidad acogedora de la casa y le gustaba estar a solas con ella. Por otro lado, no podía permitirse salir fuera todo el tiempo y ella pagaba la mayor parte de las comidas y cenas.

—Ya nos apañamos aquí—dijo él, soplando en la aguja del brazo del tocadiscos para quitarle el polvo.

—Voy a ver qué hay en el frigorífico —decidió ella, mientras se levantaba del suelo y se estiraba el kimono—. Creo que tengo algo de hierba en el bolso.

—Ah, genial —exclamó él—. Voy a liar un cigarrillo de la risa.

Más tarde, jugaron a las cartas, después de que ella llamase a sus padres para avisarles de que regresarían al día siguiente. Tras ello, ella sacó una baraja del tarot y empezó a leerle el futuro. Ella era bastante aficionada a la astrología, al tarot y a las profecías de Nostradamus; no creía profundamente en todo aquello, aunque sentía curiosidad e interés. Pero él pensaba que eso todavía era peor que creer ciegamente en esas cosas.

Ella se enfadó con él durante la lectura, porque él se mostraba sarcástico. Guardó las cartas, muy disgustada.

—Solo quería saber cómo funciona... —intentó explicar él.

—¿Por qué? —preguntó ella mientras se tumbaba en el sofá, recogiendo la funda de disco utilizada como tablero.

—¿Por qué? —rió él negando con la cabeza—. Porque es la única forma de entender cualquier cosa. Para empezar, ¿funciona?, y a continuación, ¿cómo?

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